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Nous sommes tous français

Los franceses, por una miríada de razones, tan dispares como legítimas, pues igual de dispar era la bolsa de votantes que apoyaba el , han dicho no a la Europa que encarnaba la propuesta de tratado constitucional. Todos cuantos decían anteayer, incluido José Luis Rodríguez Zapatero, que el rechazo galo era el equivalente al Apocalipsis corren ahora para desdecirse e intentar desdramatizar lo que ellos habían dramatizado.

En una cosa tienen ahora razón, no obstante. El no de los franceses no es el final de Europa ni de la UE, que hoy por hoy, y afortunadamente, son dos cosas bien diferenciadas. La UE puede seguir funcionando sin problemas, habida cuenta de que está en vigor el Tratado de Niza, marco que permite el buen funcionamiento institucional incluso de cara a las nuevas incorporaciones que pudieran llegar a producirse, como la de Turquía.

Lo que sí resulta del todo alterado es Europa o, más exactamente, el proyecto europeo. El Tratado Constitucional se resumía en una nueva distribución de poder en el seno de la UE que daba la primacía a Francia y Alemania y a su peculiar visión de lo que debe ser Europa el día de mañana. Una visión que se puede resumir muy brevemente en dos frases: dirigista y antiliberal en lo interno, esencialmente en el terreno económico, donde los dos adalides del texto se manifiestan abiertamente proteccionistas e intervencionistas; y antiamericana en lo exterior, pues Chirac sólo admite una Europa contrapeso de Washington.

Sean cuales sean las razones que han llevado a cerca del 56% de los votantes franceses a rechazar la Constitución europea propuesta por su presidente y su Gobierno, la realidad es que la Europa continental, del Eje, ha salido más que debilitada.

A veces, acontecimientos puntuales tienen implicaciones sorprendentes. La llegada al poder del PSOE, el 14 de marzo del año pasado, alteró el delicado equilibrio europeo entre atlantistas y continentalistas en favor de estos últimos; el no francés altera el equilibrio del terror impuesto por los continentalistas sobre los atlantistas en favor de éstos. Los centroeuropeos podrán ahora expresarse con total libertad sin tener que doblegarse ante un Chirac que les tiranizaba en cuanto abrían la boca; Londres se lo pensará muy mucho antes de decidir si vota un texto que jurídicamente está ya muerto.

Los padres de la criatura, comenzando por el propio Giscard, han ido demasiado lejos en sus ambiciones y en sus planteamientos. Europa no existe; existen los europeos. Y éstos están divididos sobre lo que quieren ser, como quedó ampliamente patente durante la crisis de Irak. Por mucho que ahora digan que no sabemos lo que Europa quiere ser, algo ha quedado muy claro: sí sabemos lo que no queremos que Europa sea.

Lástima que los españoles no se hayan enterado, porque su presidente les había garantizado que, votando los primeros un texto nefasto para nuestros intereses nacionales, Europa nos seguiría y compensaría. Ni nos ha seguido ni piensa compensarnos, porque nos hemos quedado solos en la estupidez exterior. El PP, que apoyó la Constitución víctima del miedo, debería decir algo al respecto.

(30-V-05)

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