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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Las ideas recibidas

En la tentativa de establecer un pautado para la construcción de un pensamiento independiente, nos topamos en primer lugar con la cuestión del prejuicio. No me refiero al prejuicio en el sentido corriente, sino al prejuicio de altura, arraigado en elementos que se suponen ligados a la alta cultura.

En la tentativa de establecer un pautado para la construcción de un pensamiento independiente, nos topamos en primer lugar con la cuestión del prejuicio. No me refiero al prejuicio en el sentido corriente, sino al prejuicio de altura, arraigado en elementos que se suponen ligados a la alta cultura.
Es fácil desbaratar la noción de que los judíos, los catalanes o los escoceses son avaros, al menos si uno trata con personas con alguna preparación y dispuestas a revisar lugares comunes. Mucho más difícil es enfrentarse a constructos ideológicos complejos, como la definición de algo llamado subconsciente o el papel de la economía como sustento de toda política.
 
Es posible cuestionar la concepción freudiana del subconsciente, pero no es frecuente que alguien acepte cuestionar todas las concepciones al uso de esa entidad. Es posible cuestionar el determinismo económico, pero resulta que la misma persona que acepta la idea de que no todo procede de la economía procura explicar la aparición del nazismo apelando a la elevada tasa de paro y la hiperinflación de la Alemania de la década de 1920, como si esos fenómenos no hubiesen coincidido, y con igual o mayor intensidad, en otras sociedades y otros momentos (sin ir más lejos, en los Estados Unidos de los primeros años treinta).
 
Ha habido razones económicas en el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y se las puede precisar con bastante detalle. Es más: aún se estudia el papel de algunas empresas, y no únicamente alemanas, en la época nazi. No obstante, ello no explica el conjunto y, sobre todo, no explica ni el ascenso de los fascismos y la conservación del socialismo en un solo país, ni la larga lucha en la que se embarcaron los resistentes de todos los colores, que carecían de cualquier motivación para arriesgar su vida que no fuese de índole moral. Y lo más extraordinario es que quienes se niegan a reconocer el papel de la ética, y hasta de la estética, en la acción de hombres y mujeres a lo largo de todo el mundo en el combate contra los totalitarismos proceden de sectores ideológicos largamente vinculados a esa gesta. La izquierda, que pretende (equivocadamente, y debido a aquello de su implícita superioridad moral) llevarse todos los honores de la resistencia francesa, por ejemplo, se niega en redondo a reconocer el papel de Churchill en el curso y el desenlace de la contienda.
 
Hay asuntos que ni siquiera es posible plantear en la actualidad (todavía) sin que el público (sea o no de izquierdas) se subleve. No conozco a casi nadie dispuesto a hacer la cuenta de los muertos que hubiese ocasionado la continuación de la guerra con Japón durante apenas seis meses más antes de condenar de plano Hiroshima. Sé, sin embargo, que esa condena sería mucho más matizada si la bomba hubiese sido arrojada por la URSS. Tampoco conozco a casi nadie dispuesto a considerar el hecho de que la historia de la Tierra es una historia de cambios climáticos constantes: primero se dice que hay cambio climático (¿podría no haberlo?), y luego los más avisados concluyen que no se sabe si hay calentamiento o preglaciación; eso sí: la mayoría acaba por sostener que, pase lo que pase, la acción del hombre (especialmente del hombre imperialista) será la principal causa, el hombre el principal culpable. ¿Por su condición de modificador de la naturaleza, que le es esencial? La respuesta afirmativa a ese interrogante lleva sin remedio a abominar de lo humano en nombre de cualquier otro supuesto valor. Se trata, ni más ni menos, de una cadena de prejuicios activos.
 
Mi condición de individuo dedicado a la divulgación de ideas me pone de modo constante frente a esas cadenas de prejuicios. Cada artículo, cada libro destinado a liberar a mis pares de las ideas que han recibido y no han cuestionado jamás suscita una cantidad inusitada de mensajes airados. Soy consciente de que ofendo a alguien cada vez que expreso una idea distinta, de que cada vez que hago una propuesta heterodoxa, alejada del pensamiento general, de la corrección política, de las corrientes dominantes, me gano un enemigo. Pero también sé que es posible, con una frase o con una palabra, impulsar a alguien hacia su propia libertad interior, hacia una concepción del mundo independiente.
 
Vivimos enterrados en prejuicios. La prensa se dedica mayoritariamente a difundirlos y, por lo tanto, confirmarlos. No he leído un solo periódico de información general en el último año que abogue por la energía nuclear como solución a nuestra dependencia del petróleo; los más abiertos acogen de vez en cuando a algún opinante que elude oponerse a ella con argumentos muy matizados. Todos saben que otra actitud sería imperdonable. El llamado "derecho a una muerte digna", que abre la puerta a la eutanasia decidida por los doctores Montes que en el mundo son, sólo es cuestionado por la prensa católica; no me parece mal, pero sí insuficiente, porque existen decenas de motivos para poner en tela de juicio ese supuesto derecho sin necesidad de profesar religión alguna.
 
¿Es posible pautar la elaboración de un pensamiento independiente sin caer en las mismas taras que genera un pensamiento dependiente, prejuicioso, atado a la ignorancia? ¿No es toda pauta hija de una idea recibida? Flaubert, responsable de la crítica más radical del prejuicio que se haya hecho desde la literatura, emprendió también en Bouvard y Pécuchet la crítica de los espíritus supuestamente libres. Él mismo es padre de unos cuantos prejuicios estéticos que afectaron a la escritura posterior.
 
Muchos de los que se apresuraron a afirmar, siguiendo a Adorno, que no se podría escribir poesía después de Auschwitz (lo cual entra en el terreno del prejuicio, porque ni Adorno dijo exactamente eso ni se trata de una aseveración cierta) se negaron a reconocer el Gulag hasta mucho después de la caída del comunismo, y aun hoy se resisten a establecer similitudes entre el régimen nazi y el soviético. Lo que significa que es posible renunciar a una parte de un prejuicio sin librarse de él por entero.
 
El asunto excede con mucho el marco de un artículo. Lo anoto como hipótesis de trabajo, como proyecto de ensayo sobre la estructura del prejuicio que supere los desarrollos existentes. Precisamente, Adorno avanzó en ese territorio. El resto del material disponible se refiere al prejuicio racial y no desemboca en la crítica del prejuicio, sino en la crítica de la noción de alteridad. ¿Por qué no considerar todo constructo ideológico, toda ideología, como una suma o acumulación de prejuicios? ¿Por qué no plantear que toda sistematización, toda metodología que no sea sensible a su objeto, toda periodización, es una función de algún tipo de prejuicio?
 
 
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