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GESTIÓN EMPRESARIAL

Las enseñanzas de Semco

Semco es una compañía brasileña que ha despertado un inusitado interés en todo el mundo. Directivos de todas partes van en peregrinación a Sao Paulo a ver con sus propios ojos esa maravilla de la que todos hablan.

Semco fue creada en 1953 por un ingeniero de origen austriaco llamado Antonio Curt Semler. Se dedicaba a la producción de maquinaria industrial. Más concretamente: bombas de extracción de agua marina que se vendían a los astilleros.

El fundador pasó el testigo a su hijo, Ricardo Semler. Éste tuvo que lidiar con tiempos difíciles para la economía de su país, y con la zozobra de su empresa. Al parecer los problemas de salud derivados del estrés colocaron a Ricardo en una posición decididamente pasiva, lo que le llevó a aceptar las propuestas autogestionarias de sus trabajadores. Éstos consiguieron primero evitar despidos masivos y ligar su remuneración a los beneficios de la empresa, a la vez que conseguían reducir el sueldo de los directivos; después, poco a poco, fueron organizándose en pequeñas unidades coordinadas de no más de 150 a 200 trabajadores bajo un muy reducido staff directivo en torno al hijo del fundador y CEO (Consejero Delegado), Ricardo. Hay sólo seis Consejeros, y ocupan el cargo de CEO de forma rotativa, cada 6 meses; después están los Partners (otros seis o siete), que dirigen las divisiones de Semco; y todos los demás trabajadores son Asociados, en distintos puestos y con distintas responsabilidades.

Lo más interesante es el sistema de organización interna: cada uno puede fijar su salario y sus horas de trabajo; supervisores y los trabajadores se contratan y despiden mediante una decisión democrática; las asambleas se pronuncian sobre cualquier tema, y cada unidad y división cuenta con gran autonomía. Todas las normas están recogidas en un Manual de Supervivencia de apenas 20 páginas con forma de cómic.

En general la empresa es receptiva a las propuestas de crear nuevas divisiones autogestionadas regidas por las normas generales de la empresa, lo que hace de Semco una empresa muy flexible y adaptable. No están obligadas a utilizar los servicios de las demás divisiones de la empresa, y si encuentran algo mejor o más barato en el mercado pueden acudir a él. De esta forma se introduce un estímulo competitivo en la propia organización. La empresa se convierte en efecto en un invento para mejorar la solución del mercado, y se retira de aquellas funciones para las que dicho objetivo no se alcanza.

El caso es que la fórmula funcionó, y la empresa sobrevivió, se desarrolló, diversificó y creció. Pero ¿cómo es posible que una empresa donde cada uno se fija su propio sistema de remuneración y sus horas de trabajo no se colapse? Semco no es una organización desorganizada. Nada complejo puede crearse sin una organización eficiente en algún sentido. Una de las claves está en la información, perfecta y simétrica para todos. No hay opacidades, nadie puede disimular su incompetencia detrás de un cargo porque éstos apenas existen, y cuando existen están sometidos al control de todos: todos saben lo que ganas y lo que trabajas; todos te pueden echar. La contabilidad está a disposición de todos, y los sindicatos dan cursos para enseñar a los trabajadores a leerla y entenderla. Otra idea clave está en la responsabilidad. La libertad no es nada sin ella: cada uno asume las consecuencias de sus actos y de sus elecciones; y esas consecuencias existen. Generalmente te afectan al bolsillo, y en algunos casos particulares te pueden costar efectivamente el puesto.

Con el tiempo la regenerada Semco desarrolló su propia "cultura", en la que el despacho de Semler podía verse reducido y desplazado de un día para otro sencillamente porque los trabajadores habían decidido cambiar la distribución del espacio (Semler trabaja en casa parte del tiempo, y viaja mucho, así que ¿para qué quiere tanto espacio?). No hay tabiques que separen despachos o departamentos. No hay recepcionistas, secretarias ni asistentes de ningún tipo: todo el mundo, incluidos los jefes, tienen que saber enviar un fax o hacer unas fotocopias, que es parte de su trabajo. No se crean puestos que acumulan las tareas que nadie quiere hacer: eso es crear nichos al margen del ambiente incentivador general. En todo puesto debe haber un hueco para la creatividad, la libertad y la responsabilidad. Tampoco hay plazas de aparcamiento ni comedores especiales para ejecutivos. Cada uno viste como quiere. Se han interrumpido reuniones de ejecutivos porque los empleados querían la sala para celebrar un cumpleaños, según cuenta el propio Semler. No hay horarios establecidos, pero las unidades de trabajo necesitan coordinarse y, de forma autónoma, lo hacen, adaptándose a sus propias necesidades. No importa cómo haces las cosas, sino lo que haces, y todo el mundo sabe lo que hacen los demás, lo que aportan y lo que reciben a cambio. El trabajo se organiza en unidades relativamente horizontales sin apenas jerarquía y con un liderazgo basado en el respecto ganado (si no es así te votan, y te botan).

Semler ha contado su experiencia en un par de libros de lectura sumamente instructiva (en castellano, Radical. El éxito de una empresa sorprendente, de Gestión 2000; y, aún sólo en inglés, The Seven Day Weekend), independientemente de si Semler ha sido más un observador pasivo con suerte o un visionario. Hay otros casos singulares, como los de Yahoo o Pixar, por citar dos conocidos. Todos ellos muestran formas de organización experimentales exitosas que hacen posible sacar adelante proyectos a priori imposibles. Son un punto de referencia y una guía.

Volviendo la vista hacia nuestro país, resulta descorazonador comprobar que en las cabezas de nuestros empresarios y gestores no cabe la sencilla idea de que la productividad del trabajador es una variable que depende fuertemente de los incentivos. Aquí se cree que es una constante que depende del tiempo que dedicas a la empresa, con lo que las variables objetivo se convierten en el horario y los costes. Craso error. Tampoco se acepta fácilmente la idea de que las estructuras jerarquizadas suelen ser el refugio de los mediocres, y que el coste de éstos para la empresa puede llegar a ser enorme. Pero es verdad aceptada que trepar por la jerarquía a golpe de fidelidad y extracción de horas a terceros es todo el estímulo necesario para mantener la estructura en orden y para “seleccionar” a los mejores. Y efectivamente son “seleccionados” aquellos que en empresas productivas y creativas serían despedidos por incompetentes.

Bien es verdad que en un entorno como el nuestro, en el que la competencia entre empresas brilla por su ausencia, y donde las quiebras las pagamos todos vía impuestos por aquello del empleo, las ineficiencias de estos errores apenas tienen trascendencia para la supervivencia de las empresas, que simplemente no necesitan ocuparse demasiado de ese asunto de la productividad. Por no hablar de la Administración Pública, o de la Universidad, donde la preocupación por la organización del trabajo es además un deber ético y cívico. Es el mundo al revés. Y así nos va. Un país que no percibe esa incapacidad para estimular al máximo la productividad de su trabajo como un gravísimo problema es un país enfermo. Las consecuencias en el bienestar de esa sangría son infinitamente más graves que el problema del paro. Tenemos una enorme potencialidad aún por desarrollar, pero mientras otros buscan, experimentan y reforman, nosotros nos limitamos a mirar. La reducción del desempleo ha obrado maravillas en la salud económica de nuestro país, y aún hay algún margen ahí, pero el verdadero nicho de futuro está en la innovación organizativa, donde queda tanto por hacer. Pero esa innovación se convierte en una necesidad sentida por las empresas sólo en presencia de libre concurrencia (eso que llaman competencia), y en eso sí que no podemos ser optimistas. Bien es verdad que parte de la legislación invita al abuso, pero no es menos cierto que el problema es más general y complejo que eso. Y puestos a hablar de “cultura”, aquí nos falta una idea clara de la relación entre libertad individual y responsabilidad. Y eso por desgracia no está al alcance de ninguna reforma.

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