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LIBREPENSAMIENTOS

La vigencia del español, para entendernos

La situación actual del español, lengua común de todos los españoles, en casa propia es francamente pasmosa, y no acaba uno de maravillarse de lo que tiene que ver y escuchar. Al tiempo que el principal activo del país se despliega por el ancho mundo como una de las lenguas más vivas y vivaces, y con más posibilidades de expansión y penetración social, entre nosotros su uso se restringe y reprime. Y lo que es aún más grave: continúa siendo fuente de confrontación social, de despilfarro económico y de crisis política.

La situación actual del español, lengua común de todos los españoles, en casa propia es francamente pasmosa, y no acaba uno de maravillarse de lo que tiene que ver y escuchar. Al tiempo que el principal activo del país se despliega por el ancho mundo como una de las lenguas más vivas y vivaces, y con más posibilidades de expansión y penetración social, entre nosotros su uso se restringe y reprime. Y lo que es aún más grave: continúa siendo fuente de confrontación social, de despilfarro económico y de crisis política.
Alicia y el gato de Cheshire.
Los griegos de la Antigüedad denominaban thauma al hecho resultante de la contemplación del Universo que da como resultado la búsqueda de saber y conocimiento, la necesidad de encontrar respuestas razonables. Thauma significa admiración y maravilla, pero también estupor y pavor, justamente por no entender lo que pasa: lo vemos y no nos lo creemos. Quiere decirse con esto que la percepción de la realidad circundante –especialmente, la primera que se realiza, el primer vistazo que se echa a las cosas– produce siempre en el hombre una sensación compleja, una sorpresa profunda que asombra y trastorna y, a la vez, inquieta y sobrecoge.
 
El devenir de lo real, conjunto de maravillas, deja a los hombres impresionados, literalmente con la boca abierta, en un estado de pasmo del que es preciso salir bien librado a fin de que en dicha disposición extática no se trague uno una mosca, que decían los antiguos en lengua clásica, o se petrifique en un arrobamiento que mude a neto embobamiento, según apuntaba también, con notable perspicacia y sentido del humor, Ortega y Gasset en preciso y elegante español. ¿Cómo salir del trance? El medio y el remedio que descubren los primeros filósofos para saber de qué va la cosa consiste, precisamente, en averiguar las causas que provocan nuestras cuitas.
 
Pues bien, en la España del último año hay motivos para pasar del respingo a la contracción muscular y no parar, aun sabiendo lo que nos ha pasado, nos pasa y nos puede pasar. Al ciudadano medio de la España de las Maravillas le ocurre como a la Alicia del cuento de Lewis Carroll, quien paseando un día quedó sobresaltada al ver un minino entre la arboleda, que al contemplarla, a su vez, no hacía más que sonreír. "Parecía tener buen carácter, pero también tenía unas uñas muy largas", observa con agudeza el narrador.
 
El gato de Cheshire, subido a la rama del árbol, hace verdaderas maravillas, dice cosas sin sentido, se desvanece y vuelve a aparecer sin que se le mueva el flequillo. Travieso pero alarmante, parece más bien un pájaro de cuidado, que se va por las ramas sin ir a ningún sitio. Mas nunca pierde la sonrisa, su marca de serie, su ser esencial: "¡Vaya! –se dijo Alicia–. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!". Y, sin embargo, fascina como la mirada de un ofidio.
 
El caso es que en nuestra España del alma no ganamos para perplejidades ni disgustos. En verdad, cuesta mucho hacerse cargo de la situación, atendiendo a tantas tonterías como nos golpean todos los días y teniendo que responder a tantos cretinos y mininos que se suben a la parra, o a la tribuna, para proferir sandeces y provocar. Sería fácil darse a la irritación permanente como reacción y defensa ante estos disparates. O abandonarse a la pereza de contestar y reaccionar, dado que para hacerlo es preciso rebajarse al nivel del diálogo de besugos. Sin embargo, debemos hablar serenamente y sin vacilaciones en claro español.
 
Nuestro país padece un serio problema de comunicación porque a menudo no hablamos la misma lengua, teniendo como tenemos los españoles una, extraordinaria y común, el español, con la que hacernos entender. Teniendo, en fin, la inmensa suerte, el grandioso privilegio, el lujo de disponer desde pequeñitos de la posibilidad de expresarnos en un idioma que comprenden y hablan no sólo los 40 millones de españoles que habitan en la nación, que extiende su dominio en un ámbito multinacional de más de 12 millones de metros cuadrados (una marca sólo mejorada por el inglés, el francés y el ruso, según destaca el lingüista español Juan R. Lodares), que emplean como primera lengua alrededor de 400 millones de hablantes y como segunda más de 60 millones.
 
Disfrutamos de un idioma prestigioso y prestigiado que se constituye no sólo como medio espontáneo y "natural" de comunicación, sino también como código oficial en organismos oficiales; en la Comisión Europea, sin ir más lejos, que, tras una ligera vacilación, ha incluido al español entre las siete lenguas comunitarias de uso permanente.
 
Cada día más, el español amplía espacios y gana reputación en el ámbito de la cultura. Es una de las lenguas más requeridas en el mundo para su conocimiento y estudio, y en países como los Estados Unidos, saliendo del gueto o barrio, es reclamada por editoras de libros, revistas y diarios de gran difusión; según datos de 2003, 1.500 publicaciones, entre pequeños diarios y semanarios, y 40 revistas mensuales aparecen en castellano en las ciudades norteamericanas.
 
Zapatero, ante la Asamblea Nacional francesa.Y, mientras tanto, en España… El Congreso de los Diputados deja de divertirse con el baile de lenguas de la babel hispana y su presidente repara de pronto en un dato singular: el español es, según recoge el artículo 3.1 de la Constitución, lengua oficial en España, todavía. En el Senado, ya veremos. Quizás, y para compensar, disponga allí su presidente Rojo un sofisticado sistema de traducción simultánea o con subtítulos, a cargo del Estado, a fin de que sus señorías se entiendan hablando cada uno en la lengua de sus respectivos señoríos y no en la de la nación común de todos los españoles.
 
Y en esto, ZP viaja al corazón de Europa. Amarrándose a la tribuna de la Asamblea francesa, sonríe con primor a la cámara e insinúa que el español en España, como su propio nombre indica, es una lengua más, junto a las otras cooficiales del Estado. "Monsieur ZP, parlez-vous français?". El aludido sonríe y, como un autómata, responde: "Yes", certificando así con ejemplaridad la faena que momentos antes había consumado farfullando algo que sonaba lejanamente a la lengua de Víctor Hugo. Dicho esto, el pájaro levanta el vuelo y se desvanece de nuevo. Le esperan en la Real Academia Española, donde ofrece su "rotundo" apoyo a "todas las lenguas del Estado en España, en Europa y en el mundo". Ofende al anfitrión en su propio hogar. El muy "palabrón", que diría Umbral.
 
En realidad, tampoco fue más explícito en la capital de Francia. Le cuesta mucho a este personaje llamar a las cosas por su nombre. Y ocurre esto porque desconoce lo básico: que España es la nación de todos los españoles, y su lengua común el español. Desgraciadamente, tamaño síndrome disléxico o disfunción lingüística múltiple no lo padecen sólo socialistas y nacionalistas en nuestro país. El presidente autonómico de la Comunidad Valenciana, el popular Francisco Camps, protesta airadamente porque el presidente del Gobierno olvidó otra vez, cuando va de viaje, citar el valenciano como una de las lenguas oficiales de España, y así no se fomenta el turismo, caramba. ¡Ojo!, el presidente de la Generalidad no protesta porque José Luis Rodríguez maltrate el español en París; se indigna porque en el momento de loar el pluralismo lingüístico de la "España plural" omite el valenciano… Y así parece no percatarse de que él comete el mismo grave error: olvidarse de la lengua común y sacar a colación la "propia", para no dar la impresión ante la parroquia de que los valencianos son menos que los catalanes, los vascos, los gallegos o los leoneses.
 
Cierto, uno no acaba de sorprenderse de escuchar en español cómo se descuida el español. Cómo Ibarreche y Maragall hablan entre sí en español para armarla contra la enseñanza y el uso del español en sus respectivos feudos. Cómo el filólogo catalán Carod le dice en castellano viejo al Ternera que mate donde quiera menos en Cataluña; por ejemplo, en Valencia, que está bien cerca y además allí a los del PP se les traba la lengua con tanto bilingüismo.
 
Ésta es la España de la thauma y del trauma, de la estupefacción y la secesión, la España de las maravillas que se desvanece como el gato de Cheshire sin perder la sonrisa.
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