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LAS OBRAS DEL PRADO EN LA GUERRA

La verdadera causa de un supuesto salvamento

Puesto que, como vimos en otro artículo, son evidentemente falsas las razones aducidas por el gobierno del Frente Popular para explicar su extraño “salvamento” de las obras del museo del Prado, es preciso buscar la explicación por otro lado.

Lo primero que debemos tener en cuenta es que los cuadros empezaron a trasladarse el 5 de noviembre de 1936, cuando se aproximaban a Madrid las tropas de Franco, en simultaneidad con otras operaciones de incautación de bienes artísticos menos notorios, y con la incautación de las cajas de seguridad y otros bienes particulares en los bancos. Un mes antes, el 3 de octubre, un decreto del gobierno obligaba a los particulares a entregar al Banco de España todo el oro, las divisas y valores extranjeros que tuvieran, so pena de ser acusados de contrabando y considerados “enemigos del régimen a todos los efectos”. Esta consideración era, en aquellas circunstancias, extremadamente peligrosa para los afectados.

Y el día 6 de noviembre, el director general de Tesoro y futuro ministro de Hacienda, Méndez Aspe, “sujeto morfinómano que debía de vivir generalmente en una euforia provocada”, según Azaña, ordenó descerrajar las cajas de seguridad de los bancos. Así lo cuenta el comunista José María Rancaño, colaborador entonces de Méndez Aspe, en un informe interno a su partido: “Entre estas alhajas estaban las alianzas de boda de centenares de gentes modestas, leales, además, a la República, y los recuerdos familiares de cientos de familias de los Montes de Piedad, donde estaban empeñados. Primero salió la disposición —decreto o lo que fuera— ordenando la entrega de las alhajas en los bancos. Después se bloquearon las cajas de alquiler y los depósitos de los bancos, así como las existencias de los Montes de Piedad. Y en los primeros días de noviembre se procedió a abrir con soplete las cajas”. Rancaño supone que, dado el desorden y falta de seguridad con que se hizo el expolio, muchos géneros habrían “desaparecido”. Muchas joyas fueron fundidas en lingotes de oro y plata, para hacerlas irrecuperables para sus dueños, otras de más valor fueron conservadas.

El supuesto salvamento de las pinturas del Prado formó parte, pues, de una operación mucho más amplia. En opinión de Sánchez Cantón, citado en el artículo anterior, todos estos bienes no tenían otro valor que el de una “suma de efectos cotizables en el mercado” para los gobernantes del Frente Popular —excluidos, desde luego, Azaña y algunos otros, cuyo poder era solo figurativo—. El también citado Álvarez Lopera se muestra escéptico, pero, en definitiva, tiene que aceptar algo muy parecido, a lo que le lleva su propia investigación. Por un decreto reservado de 9 de abril de 1938, la autoridad sobre todos los bienes así requisados, incluidas las pinturas del Prado y otras muchas obras bien conocidas, pasó del Ministerio de Instrucción Pública… ¡al de Hacienda! El propio Álvarez se ve obligado a observar: “la medida quedó en la penumbra, dado el desprestigio que podría acarrear a la República y la dificultad de justificación cara al exterior”. El cambio coincidió, y seguramente no fue una casualidad, con el paso del Ministerio de Instrucción Pública al anarquista Segundo Blanco, a quien, evidentemente el gobierno pro comunista de Negrín no pensaba dejar al cargo de tales tesoros. Hasta entonces dicho Ministerio había estado en manos del comunista Jesús Hernández. También eran comunistas Renal, María Teresa León, Wenceslao Roces y otros muchos responsables del salvamento.

En una última objeción, Álvarez Lopera alega que, de todas formas, el tesoro no se vendió. Esto es cierto por lo que respecta a las obras del Prado y otras, pero no a innumerables alhajas, libros antiguos y obras de arte menos conocidas. Por poner un ejemplo, el 6 de noviembre famoso se presentó Wenceslao Roces, al mando de un grupo de milicianos armados, en el Museo Arqueológico Nacional para llevarse de él todas las monedas de oro. Varios funcionarios consiguieron ocultar, con grave riesgo personal, algunas piezas valiosas, pero desaparecieron 2.796 monedas, griegas, romanas, bizantinas, visigóticas, árabes, etc. Se sabe que las visigóticas fueron compradas por el gobierno mejicano al de la “república española” en el exilio, y parte de las árabes acabaron en la Hispanic Society. De las demás nada se sabe, y es posible que muchas fueran fundidas, para evitar su reconocimiento. Otro ejemplo: de la biblioteca del palacio de Zabálburu, en Madrid, donde se instaló la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y personalmente Alberti y su mujer, desaparecieron unos 70 libros antiguos de gran valor, un códice del siglo XI, 22 incunables, etc. que seguramente encontraron su camino en el mercado opaco internacional de obras de arte. Por no hablar del tesoro del Vita y otros mucho menos célebres.

Negrín escribía a poco de terminada la guerra: “Gracias a nuestra previsión y diligencia han podido salvarse elementos tales que en su cuantía no lo hubieran soñado quienes hace dos años aseguraban que la guerra estaba a punto de terminar por agotamiento de nuestros recursos”. Esa previsión y diligencia había consistido en los decretos que obligaban a los particulares a depositar sus pertenencias valiosas en los bancos y al expolio, luego, de los mismos. No lograron Negrín y Méndez Aspe todo lo que apetecían: Tras el desastre de Cataluña, presionaron a Azaña para que les firmase un decreto “enajenando los bienes muebles e inmuebles del Estado español en el extranjero a una sociedad anónima”. Azaña rehusó, explica Rivas Cherif, porque “le repugnaba profundamente el aparecer a última hora como salteador de los bienes de la Nación”. Pero, en conjunto, la ganancia fue alta, y Negrín pudo jactarse de que “nunca se ha visto que un Gobierno o su residuo, después de una derrota, facilite a sus partidarios, como lo hacemos, medios y ayuda que ningún Estado otorga a sus ciudadanos después de una victoria”. Si estas palabras no estuvieran escritas por el mismo Negrín, en su célebre polémica con Prieto, costaría mucho trabajo darles crédito.

Sin embargo las obras del Prado y otras muy conocidas no fueron vendidas. Evidentemente, el ser demasiado conocidas hacía muy difícil negociar con ellas. También lo era con otras muchas, y por eso, indica también Negrín, la previsión se extendió a “asegurar (los bienes) en países o por procedimientos en que nuestro derecho sobre los recursos del Estado republicano no pudieran ser puestos en peligroso litigio”. Pues, en efecto, los tesoros expoliados en Vizcaya y Santander fueron embarcados desde esta ciudad con rumbo al norte, probablemente a la URSS, pero, al arribar el barco al puerto holandés de Flesinga, fueron confiscados por las autoridades, y los dueños de los objetos pudieron recuperarlos. Sólo había dos países realmente “seguros” para tales operaciones: Méjico y la URSS. El primero era un régimen dictatorial de hecho y extremadamente corrupto, y a él fue, por ejemplo, el tesoro del Vita. Pero ni aun allí podían ir obras como las del Prado, recuperadas finalmente para el patrimonio artístico español.

Mi hipótesis es ésta: su destino era la URSS, como respaldo de los préstamos que, en el último momento, concedió Stalin al Frente Popular. Como es bien sabido, Stalin rehusó conceder préstamos a sus aliados españoles sobre el oro trasladado a Rusia, y afirmó que, para mediados de 1938, el oro estaba consumido. Pero hacia finales de ese año, cuando la guerra estaba inexorablemente perdida para el Frente Popular y, por lo tanto, no había esperanzas de que el préstamo le fuera reembolsado, el dictador soviético envía a España armas por más de cien millones de dólares. Esto no tiene el menor sentido… a menos que la garantía fuera aquel fabuloso tesoro artístico. El Kremlin, por cierto, tenía larga experiencia en la conversión de obras invalorables del Hermitage y otros museos, en divisas para, en definitiva, sostener su poder. Desde luego, no existen hoy pruebas de que así haya ocurrido, pero me parece la hipótesis más razonable. Por algo los tesoros artísticos habían pasado bajo la autoridad del Ministerio de Hacienda, el encargado, precisamente de tales negocios.


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