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La libertad como nación

Estoy convencido de que es saludable ser impertinente. Otra cosa es que resulte posible porque, si miramos a nuestro alrededor, parece que el sentimiento de pertenencia a un grupo es un refugio cálido para la debilidad de la razón o los desasosiegos que produce su ejercicio. Y si contemplamos no solamente el presente, sino también el pasado -ya que tiene razón Berlin al asegurar que no se puede hablar de renacimiento del nacionalismo porque nunca ha muerto- repararemos en un amplísimo consenso acerca de la vieja afirmación de Herder. Pertenecer a un pueblo es una necesidad humana.

Herder, en contra de lo que a veces predican algunos diletantes ilustrados, no era un visionario impresentable. Creía en la autonomía del hombre pero, convencido al mismo tiempo de los límites de la abstracción, proponía como remedio la necesidad de pertenencia a una cultura. El propio Berlin, reivindicando de alguna manera su figura, asegura que la individualidad racional puede resultar altamente destructiva si no está, según sus propias palabras, "situada".

La cuestión -y a mi modo de ver el problema- es cómo determinar qué pueda contener aquella cultura o cómo "situar" adecuadamente al ciudadano. Porque si nada estaría más alejado de la verdad que tachar a Berlin de nacionalista -Berlin entiende que el nacionalismo es una perversión, una "exaltada condición de la conciencia nacional"- sí considera ésta como la construcción simbólica en la que subyacen los contenidos de la identidad.

¿Qué podría contener la identidad vasca? ¿Acaso la raza? Imposible, no resiste el más elemental análisis. La raza es un continente sin contenido, un renglón para una clasificación a todas luces contradictoria e inconsistente. Cuando en el País Vasco se hace alguna referencia a la raza, como por ejemplo cuando se alude a las "peculiaridades" del factor RH, en el propio ridículo de estas afirmaciones se encierra el descrédito. Volviendo la vista atrás, cuando en 1914 el compositor donostiarra José María Usandizaga estrenaba en Madrid Las golondrinas, con un resonante éxito que confirmaba una prometedora trayectoria truncada por la muerte temprana, la prensa nacionalista no pudo contener su furor. Apegada a lo que se dio en llamar "renacimiento cultural vasco", y además de resaltar cruelmente su cojera y su palidez (como hiciera, por cierto, Baroja, autor de vasquidad jamás puesta en duda), la prensa nacionalista le reprochó haber abandonado "los ensueños vascos de sus abuelos" para hacer música extranjerizante. Pero, casi de modo arquetípico para la mayoría de los vascos, Usandizaga tenía un abuelo italiano y una abuela francesa. Don Miguel de Unamuno, al leer que en Caracas se había instituido un importante premio para quien demostrara la existencia de la raza vasca, escribió a Pedro Eguillor, que estaba dispuesto a triplicar la dotación a quien lograra demostrar que todos los vascos pertenecían a una misma raza. No tuvo que entregar el dinero.

Martínez Sierra, libretista de Las Golondrinas, tuvo la humorada de decir a los periodistas, cuando preguntaban a Usandizaga sobre aquellas polémicas, que el músico guipuzcoano no quería hablar porque le daba vergüenza su marcado acento vasco. ¿Estará la identidad por ese lado? Uno de los elementos que, por su particularidad, aparece en todos los catálogos es el idioma, el euskera, una lengua complicada y de origen discutido que habla menos del 25% de la población. Es, desde luego, una lengua no románica, es decir, en absoluto presente en los modos y maneras de las sociedades del entorno vasco, al margen de algunos intercambios menores.

Lo cierto es que el primer nacionalista no puso un énfasis extremo en la consideración de la lengua como característica determinante de la nación o de la identidad nacional. Sabino Arana, fundador del nacionalismo vasco, compitió con Unamuno por una cátedra de euskera que ninguno de los dos obtuvo, reaccionó contra él cuando Unamuno -convencido de que las lenguas eran organismos vivos que, como los seres biológicos, nacen, crecen y mueren- profetizó la desaparición del vascuence, y hasta estableció complicadas reglas ortográficas e inventó raros neologismos. Hizo todo eso pero entendía que eran rasgos más importantes, y en verdad definitivos, la raza o incluso una determinada concepción de lo religioso o tradicional que la industrialización comenzaba a poner en peligro. Por ello pensaba Arana, precisamente, que lo pernicioso de verdad era que los "extranjeros" aprendiesen el euskera y contaminasen el país en su propia lengua.

Más adelante, son algunos publicistas empeñados en establecer una identidad que superase el problema expuesto gráficamente con la alusión a los abuelos de Usandizaga y ratificado por la constante inmigración, los que colocan el vascuence por encima de cualquier otra consideración. La teoría pierde fuerza de nuevo hasta que, en los años 60, escritores e intelectuales que pertenecen o están próximos a ETA, y siguiendo tesis como las de Edward Sapir o Benjamin Lee Whorf, afirmarán que la lengua determina la visión del mundo, insistirán en el uso del euskera para la reconstrucción de la nación vasca, y reprocharán al Partido Nacionalista que hubiera abandonado ese fundamental objetivo. Y es paradójicamente cuando la mayoría de ellos han dejado aquella militancia y arrumbado aquellas tesis, cuando los gobernantes de la Comunidad Autónoma y el partido que los sustenta nos dicen, el comienzo de la década de los 80, que bien podríamos pasar diez años sin cultura, sin "otra cultura", pero si en ese plazo no recuperábamos el euskera lo habríamos perdido para siempre. Y con esa pérdida, llegaría la de una visión del mundo específica y propia, un elemento fundamental de la esencia de nuestra personalidad subjetiva.

Al margen de los quiebros del nacionalismo vasco en esta cuestión, me parece evidente que se pueden decir y ver las mismas cosas, desarrollar similares argumentos y tener idénticos sentimientos, en idiomas distintos. Y que, por otra parte, la filología es incapaz de descubrirlos. Países distintos hablan la misma lengua y otras naciones acogen y oficializan varios idiomas. Especialmente paradigmático es, además, el caso vasco, en el que el español ha convivido durante siglos con el euskera. En español se defendieron las instituciones forales y en español nació el nacionalismo vasco. Si se ha impuesto no ha sido por opresión alguna, aunque la haya habido en diferentes períodos, sino por la preeminencia, como en toda Europa, de la cultura elaborada y urbana sobre la rural. A nadie se le ocultará, además, la cotidiana contradicción que supone asegurar que el euskera es parte de nuestra identidad y esencia de nuestra personalidad colectiva y, al mismo tiempo, hablar de "aculturación" por la traducción al vascuence, por ejemplo, de las exitosas series televisivas norteamericanas.

Si afirmo que no podemos aceptar la raza ni el idioma, y si nadie se atreve a incluir entre nosotros la religión como determinante de la nacionalidad, ¿será la tierra una característica de la identidad? Igualmente imposible. Vaya por delante que hasta los paisajes más tópicos son recientes y obra de decisiones arbitrarias, pero, además, la tierra no es nada, aunque no falten nacionalistas que la personifiquen, sin los sujetos que la habitan. Por ello es preciso abandonar el concepto de soberanía territorial, que no tiene justificación ni teórica ni histórica; aborrecer de la expresión "primero la patria, luego los hombres", y defender los derechos individuales y las libertadas ciudadanas.

¿Habrá, sin embargo, una cultura que nos defina? Ya sea entendida como creaciones específicas o como un catálogo de usos y costumbres, tampoco es posible. Toda la civilización se basa en el intercambio y en las influencias mutuas, y cualquier referencia a la cultura como emanación de una determinada personalidad colectiva raya en el ridículo. No creo que ninguno de nosotros podamos "situarnos" con estos elementos. Nos queda, por tanto, o el recurso a la anécdota o el reconocimiento de que el hecho vasco es cambiante y artificial, una construcción histórica que no responde a ninguna esencia, que es obra del desarrollo y de los efectos -previstos e imprevistos- de la voluntad humana y que, precisamente porque podemos cambiarlo acogiéndonos a nuestra libertad, no nos determina en absoluto. Toda esta construcción queda muy bien reflejada, aunque involuntariamente, en una escena de la película norteamericana El pasaje, en la que Anthony Quinn interpreta el papel de un pastor vasco que ayuda a atravesar los Pirineos a la familia de un científico alemán que huye de los nazis. La actriz Kay Lenz interpreta a la hija del científico y, en lo alto de la montaña, dice a Quinn: "Nunca he visto a un vasco...". "¿No?", pregunta éste. Y Kay Lenz continúa: "...pero había oído decir cosas horribles de ellos". "Crea todo lo que le digan", responde el protagonista volviendo los ojos hacia las cumbres.

Suele asegurarse que los nacionalismos parten de un sentimiento de humillación, siempre subjetivo, independientemente de que tenga una base real o irreal. A mí me parece, sin embargo, que en la raíz de estos movimientos sociales tan extendidos está, más bien, una suerte de incapacidad o pereza para superar racionalmente ese estadio de prejuicios, más cómodo, que implica la inconsistencia de las caracterizaciones de la identidad nacional.

Todos, no sólo los nacionalistas, constatamos que el original impulso por mudar nuestro entorno, la sociedad y las instituciones, no tiene su base inicial en poner en juego la pura razón. Como hasta la psicología enseña que la pura razón no es fuente siquiera del interés elemental que pone en marcha el pensamiento, el filósofo alemán Robert Spaemann ha llamado al origen del compromiso político la "facticidad fatal". Esto, que puede verse claramente en el compromiso político "nacional", es también aplicable a otros compromisos, en cuanto todos se orientan hacia situaciones de excepción en las que los prejuicios, a veces incluso eminentemente personales, ponen en juicio la totalidad y lo que debe considerarse como totalidad. Hamlet, que representa bien ese malestar inicial cuando clama "¡Maldición y pesar por haber venido al mundo con la misión de arreglarlo!", mostrará también, comenta el propio Spaemann, que la cuestión de la reflexión sobre el origen es tan paralizadora e irresponsable como preguntarse, al igual que el personaje de Shakespeare, si la decisión que le impulsaba a la venganza partía realmente del espíritu de su padre o de la ilusión de un genio maligno.

La verdadera cuestión es, al contrario, convencerse de que no todo compromiso (independientemente de los fines propuestos) hace razonable a quien lo asume, sino que también puede ofuscar cuando el deseo de "salirse con la suya" es superior al de ver las cosas, y las ideas, tal y como son.

La negativa a analizar críticamente cuanta propuesta puede hacerse para determinar una identidad nacional es la que nos conduce al nacionalismo, no las características propuestas o su situación coyuntural. En esas circunstancias, el único instrumento válido para los nacionalistas es el dirigismo intervencionista que, impidiendo las consecuencias del debate y la libertad, evite a su vez la destrucción de unos contenidos poco razonables y mantenga así la cohesión de un grupo heterogéneo, objetivos que suelen superponerse a las muy mentadas aspiraciones de "construcción nacional".

No hay manera de vertebrar un país con las alusiones a una improbable identidad nacional y, para mantener simbólica y agobiantemente los rasgos preestablecidos hay que acudir a la confrontación de una comunidad controlada y dirigida.

Pero para que entre nosotros se ponga de relieve el drama de una identidad en la que dudosas esencias son mantenidas tan sólo por el dirigismo, podría hablar de España entera, dando la vuelta a los tópicos sobre el País Vasco. Les invito, para ello, a un juego de imaginación.

Imaginen una novela adaptada al cine -una película de esas que ahora utilizan la etiqueta de "cine vasco"- en la que el protagonista pretenda la independencia de Euskadi. Para ello, y mientras vive una apasionada historia de amor, utiliza la violencia y es respondido con la fuerza. Acabará sucumbiendo, pero el guión destacará sus virtudes poniéndose de su lado. ¿Qué reacción produciría entre "bienpensantes" e instituciones políticas españolas?

Ejercitados ya en la ficción, imaginen ahora que el Gobierno vasco permitiera que un empresario privado instalara una tienda junto a su sede oficial para vender, a modo de recuerdo turístico, pasaportes del País Vasco o camisetas con la inscripción "Ciudadano de Euskadi" junto a otros souvenirs de parecida intención.

Piensen, ya habituados al procedimiento, en un presidente de la Comunidad Autónoma Vasca que, en sus documentos e inscripciones, evitara cualquier referencia a España. Y, si se cansan con la ficción, recuerden simplemente lo que ocurre cuando en cualquier rincón del País Vasco se coloca la bandera autonómica sin la presencia de la española.

Pues bien, la película que les ha resumido podía perfectamente ser Lo que el viento se llevó, en la que, a fin de cuentas, todo eso ocurre. La tienda con inútiles pero intencionados pasaportes la vi hace años en la sede del Gobierno de Texas. Poco antes había visto hace años en California un desfile presidido por su Gobernador en el que toda la avenida en la que me encontraba estaba flanqueada exclusivamente por banderas del Estado, y si visitan ustedes la tumba de Jeferson verán que decidió obviar la mención a la presidencia de los Estados Unidos y reseñar para la posteridad únicamente su vinculación a Virginia y a su Universidad.

Ya sé que la intencionalidad de estos supuestos es distinta aquí que allí, pero es precisamente al peso de esa intencionalidad simbólica a lo que quiero referirme. En Estados Unidos esas anécdotas no quiebran la convivencia porque el patriotismo es constitucional y la identidad nacional no es otra cosa que lealtad constitucional. En España, el patriotismo parece demasiado a menudo ser la administración estatal de los símbolos para ocultar la intrínseca debilidad de nuestras pretendidas esencias.

Me parecen alarmantes, por ello, los ejercicios de enfrentar una identidad a otra, oponer esencias a esencias, recurrir al Estado y a la nación española para combatir los nacionalismos periféricos, contemplar en las campañas electorales cómo proliferan, sin contenidos ideológicos serios, los "programas nacionales". Me parece alarmante, en definitiva, que no se acepte que es imposible definir cualquier nación por la raza, la sangre, el territorio, las costumbres, la cultura o la psicología. El concepto de nación de Herder, al que hacía alusión al comienzo, me parece menos justificable que el de Renan que, mediante el principio de concebirla como un resultado y no como una construcción invariable (y con la metáfora del plebiscito cotidiano), trataba, en palabras de Finkielkraut, de reinsertar el concepto en la categoría del Estado liberal y de la razón ilustrada.

Herder, a mi entender, se equivocaba asegurando que los ojos del alma individual debían ser conscientes del reconocimiento del alma colectiva, pero no me parecen muy extraviados sus recelos frente al Estado y su disciplina. Si me niego a que las relaciones interindividuales sean arrebatadas por un vaporoso e inquietante concepto de la comunidad nacional (y aún más por algún mesías interpretando esa suerte de confusión), me opongo igualmente a que la autonomía individual, que considero la única base de la organización política, sea expropiada por la pretendida racionalidad de un Estado que, además de sentirse erróneamente con la información precisa para indicarnos lo conveniente en cada momento, termina siempre por inventarse una simbología sin el menor fundamento racional.

Apareció hace tiempo, en Francia, y seguido de una sonora polémica, el libro Voyage au centre du malaise français de Paul Yonnet. Era la primera vez, me parece, que un sociólogo procedente del 68, con un trayectoria tan clásica como la atención a los fenómenos cotidianos con su famoso libro Juegos, modas y masas, la de los prejuicios marxistas y la presencia habitual en las páginas de Le Débat, defendía tesis que se han calificado de próximas al racismo.

Yonnet no es un simple gritón, pero su última obra me defrauda tanto por la conclusión como por el método. Sorprende, en este sentido, que tras su trayectoria crítica se conforme con la invención de un enemigo a su medida: un antirracismo -en concreto se refiere a la asociación SOS-Racisme-, que habría rescatado de los escombros de la izquierda una concepción diferencialista del mundo en la que la lucha de razas sustituye a la lucha de clases. Pero el horror al racismo convive perfectamente con el rechazo a la falacia del "relativismo cultural" y el verdadero enemigo de Yonnet sería lo que los franceses llaman "integración republicana": a un emigrante sólo se le pide que renuncie a aquello cuya renuncia se exige también a los franceses: lo que atente contra las libertades y los derechos humanos.

La conclusión de Yonnet, por otra parte -y el peligro parece evidente- es que la pretendida "identidad francesa" que trata de perpetuar define lo que llamaríamos "el buen francés", con su nómina de costumbres, apriorismos religiosos, ideas... El siguiente paso sería el del Frente Nacional: si la "asimilación" es imposible, la emigración debe ser prohibida. Esta suerte de totalitarismo xenófobo olvida, claro, que el rechazo al racismo no se basa en la igualdad de las comunidades -¿qué son las comunidades raciales?-, sino en la igualdad de los hombres. Yonnet, como tantos otros, a fuerza de querer salirse con la suya, ha dejado de ser razonable.

Vuelvo a mi país y al carácter distorsionante y desintegrador de la tantas veces citada "identidad nacional vasca". Han sido frecuentes las imposiciones de determinadas maneras de ser "verdaderamente vascos" o "buenos vascos", arrojando a las oscuridades del infierno a quienes no compartían el modo de ver las cosas de los predicadores. Cuando se ha utilizado el truco desde los poderes públicos o sociales, la confusión degenera en batallas por ser más o menos vasco que el vecino.

Pero no es este un modo exclusivo del nacionalismo. El modo "vasquitivo" (que coexiste con el indicativo, el imperativo...) es moldeable y cada vez son más los que lo emplean a su antojo revelando hasta qué punto la simbología nacional cae sobre nosotros como una losa. Y hasta qué punto también se aleja de nuestro horizonte una construcción razonable de las relaciones humanas y políticas. Pondré algunos ejemplos anotados durante el secuestro por ETA del empresario guipuzcoano Julio Iglesias Zamora. El comunicado de condena de la asociación Gesto por la Paz aseguraba que el acto terrorista era "una muestra más del carácter estrictamente mafioso y antivasco". Un portavoz del PP aseguraba poco después que su partido representaba "la forma sensata de ser vasco". El vicepresidente del Partido Socialista de Euskadi declaraba a un periódico que "los de HB son indignos de considerarse vascos". Es decir, ser vasco implicaría una dignidad especial, una calidad moral que cada uno puede definir, una forma de comportarse. Quien se aleje de los parámetros fijados no sería un hombre -o, en su caso, un político- amoral, inmoral o indigno, sino "indigno de considerarse vasco", "vasco de manera insensata" o "antivasco". Es algo así como luchar contra la apropiación indebida con otra apropiación indebida o, sencillamente, con la estafa. El País Vasco es el paraíso de los Robin Hood que roban identidades a los ladrones de identidades.

Quizá no es ajena a esta paradoja y a esta curiosa competición la asunción de comportamientos extremistas e incluso el hecho de encontrar amplios estratos del mayor radicalismo en zonas de votantes habitadas fundamentalmente por emigrantes de baja posición económica. Desconcertados ante lo que puedan entender los establecidos por "integrarse socialmente" -o intuyéndolo en su estado puro- batallan por ser "más vascos que los vascos".

Lo importante es ser ciudadanos y abandonar la disyuntiva entre la nación vasca y otras colectividades. Buena parte de la que se llama intelectualidad vasca ha pasado de oprimida a pusilánime, y parece incapaz de pensar por sí misma para encerrarse en un cuadrilátero en el que, tan apegados a nuestra situación y tan fascinados en el fondo con el imaginario del nacionalismo, sólo se puede actuar contra él o de acuerdo con él. Nunca por uno mismo.

No será lógico conservar la nación o el sistema si hay que hacerlo a costa de la libertad o, incluso, del debate sereno, de la independencia de pensamiento o del espíritu crítico. Se trataría, por tanto, de potenciar, o simplemente poner en acción, de entre las "identidades personales" que señala Musil en El hombre sin atributos -la familiar, la política, la profesional...- aquella que nos lleva a reírnos de todas las demás, a ponerlas en cuestión, a mirarlas con ironía. En el País Vasco, empeñados en no ser impertinentes de ninguna manera, siempre hay alguna identidad que se toma rigurosamente en serio, que se convierte en dogma y termina por entintar de totalitarismo todas las demás.

Por eso propongo la impertinencia como programa y la libertad como nación. Porque entiendo que solamente se puede comprender la tradición a la manera popperiana, es decir, como un texto arcaico que se propone a la lectura, a la relectura, a la discusión racional y a la transformación permanente. Todo "nosotros" debe ser cuestionado; el historicismo que pretende que las prácticas deban ser enjuiciadas en un determinado contexto debe ser rebatido; y la única pertenencia admisible debe ser algo parecido a lo que Habermas llama "patriotismo constitucional", la decisión de organizarse de una determinada manera basada no en el todo concreto de una nación sino en procedimientos abstractos y siempre abiertos. "Un experimento" llamaba El Federalista a la Constitución de los Estados Unidos aludiendo a una provisionalidad en cuyo seno "la democracia y los derechos humanos -escribe Habermas- constituyen la materia dura en que se refractan los rayos de las tradiciones nacionales".

Hay una curiosa novela de un no menos curioso autor, Trevanian, que se titula El verano de Katya. La protagonista, después de recorrer algunas poblaciones del País Vasco, repasar sus costumbres, comprobar que para decir "tengo sed" empleaban enrevesadas frases llenas de imágenes y circunloquios y que, en realidad, no querían decir que tenían sed sino otras cosas, concluye que "los vascos son gente muy tortuosa". Mi tesis es que se debe creer a Katya y no a Anthony Quinn.

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