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PERFIL DE UN TIRANO

La resistible ascensión de Sadam Husein

Sadam tiene tatuados desde su infancia tres pequeños puntos en el dorso de la mano izquierda. Cuando mueve la mano mostrándolos en dirección a alguien, es hombre muerto. A lo largo de once largos años, hasta que se hizo con el poder absoluto en 1979, uno a uno, todos ellos fueron señalados.

El día que su hijo primogénito obtuvo el certificado de estudios primarios con veinte años recién cumplidos, Suba Tulfah, que malvivía adivinando el porvenir en la plaza de su aldea a cambio de unas monedas, no pudo permitirse celebrarlo preparando un plato de masguf; ese exquisito pescado que sólo se encuentra en los ríos de Irak era demasiado caro para ella. Y tampoco fue capaz de augurar que, no muchos años más tarde, el que decidió llamar “El que se enfrenta” —eso significa Sadam en árabe— sería capaz de hacer que su avión personal atravesase los continentes cargado con una tonelada y media de ese preciado manjar, sólo para ofrecer una barbacoa en París a su amigo Jacques Chirac, que por entonces era primer ministro de Francia.

Sadam, que nunca llegó a conocer a su padre natural, consiguió el diploma gracias a la insistencia de su tío Jairallah para que aprendiese a leer y escribir. Jairallah, oficial del ejército y exaltado admirador de Hitler, estaba llamado a ser el modelo paterno sobre el que se forjase la personalidad y el carácter del joven sobrino. Hoy, el panfleto que escribiera aquel oscuro militar, Tres cosas que Dios no debería haber creado: los persas, los judíos y las moscas, una traslación al mundo árabe del Mein Kampf, ocupa un lugar de honor junto a la colección de biografías de Stalin en la biblioteca de la Presidencia de la República de Irak.

Tal era la admiración del sobrino por el tío que no dudó ni un instante cuando Jairallah le pidió que asesinara a un dirigente comunista local con el que estaba enfrentado. Eso fue en 1958, la época en la que, abatido por haber suspendido el examen de ingreso en la Academia Militar de Bagdad, este Husein que nunca en su vida sería capaz de expresarse en otra lengua que no fuera el árabe dialectal de los campesinos decidió probar suerte como pistolero al servicio del plan de exterminio de izquierdistas de la milicia neonazi del Partido Baas. Pero ni siquiera un año después, cuando fue seleccionado para formar parte del comando que atentaría contra Abdull Qassem, el entonces presidente de Irak, dejó de ser considerado por los líderes del partido como un simple matón, útil para el trabajo sucio pero al que no había que tomar en serio. Y ése fue un error que pagaron caro. Ni uno de los dirigentes de esa época sigue con vida hoy, Sadam los ha liquidado a todos.

Fueron esos hombres los que dirigieron el golpe de Estado que llevó a los baasíes al poder en 1968, y también fueron ellos los que nombraron responsable de la seguridad nacional a aquel violento joven cuya única experiencia laboral previa consistía en haber conducido un autobús municipal en Bagdad. Sadam tiene tatuados desde su infancia tres pequeños puntos en el dorso de la mano izquierda. Es el símbolo de la tribu de los Tikriti a la que pertenece. Cuando mueve la mano mostrándolos en dirección a alguien, es hombre muerto. A lo largo de once largos años, hasta que se hizo con el poder absoluto en 1979, uno a uno, todos ellos fueron señalados. El último fue Bakr, el anciano presidente del partido y de la República, que murió envenenado por un equipo médico enviado por Sadam.

El creador, en palabras del hasta hace poco responsable de la ONU para los derechos humanos en Irak, Max Van der Stoel, de “la dictadura más cruel que se haya visto en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial” dedicó toda su energía como jefe del aparato represivo al exterminio de sus dos enemigos obsesivos: comunistas y judíos. Suya fue la ocurrencia de, al modo staliniano, presentar en televisión al líder del politburó del PC, Al-Haj, para que confesase sus “crímenes contra el pueblo”, antes de provocarle la muerte en su celda por efecto de las torturas. Y también tuvo su firma la idea de colgar a catorce judíos iraquíes al finalizar la guerra de los Seis Días, en la plaza principal de Bagdad.

Fue esa obsesión antijudía la que lo impulsó a exigir una cláusula en el Tratado de Cooperación Nuclear Franco-iraquí de 1975 en la que se estipulase que ningún francés “de raza judía o religión mosaica” podría trabajar en el proyecto. París, que no encontró ningún inconveniente para suscribir esa condición, inició con la rúbrica del acuerdo el proceso de formación de los seiscientos especialistas nucleares con los que ahora cuenta el régimen de Husein. Justo después de la firma, tampoco El Eliseo tuvo nada que objetar a la entrevista concedida por Sadam a un semanario libanés en la que se felicitaba por el pacto y afirmaba que “el acuerdo con Francia es el primer paso concreto hacia la primera bomba atómica árabe”. Sin duda, los tres mil millones de dólares de 1975 que le facturaron sólo por uno de los dos reactores nucleares —a los que habría que añadir el montante por la renovación del material de su aviación con cuarenta cazabombarderos MirageF1 y sesenta helicópteros Gazella, y el compromiso para encargarles la obra del metro de Bagdad— hicieron que el afán por satisfacer a su cliente llevase al gobierno francés a entregarle uranio enriquecido —imprescindible para fabricar la bomba— a partir de septiembre de 1981, con la guerra ente Irak e Irán que provocaría un millón de muertos ya en marcha.

La fructífera colaboración Francia-Sadam había empezado en 1972, cuando Pompidou se comprometió a apoyar la nacionalización del petróleo iraquí a cambio de que suministrasen crudo a Francia a precios por debajo de los del mercado, y de la participación de Totalfina en la explotación de los pozos. Y se convirtió en la madre de todas las amistades a partir de 1974, cuando el Instituto Merieux construyó para Sadam el primer laboratorio bacteriológico que existiría en Oriente Medio.

Pero el insuficiente nivel de la industria francesa en el sector de las armas químicas forzó la entrada en el negocio a un nuevo socio, Alemania Occidental. Los alemanes consiguieron, gracias a su experiencia y pericia en la elaboración de gases —como el sarín, el mostaza o el tabún— para el exterminio de poblaciones enteras, la contrata para construir en la región de Samara uno de los complejos de producción de armamento químico más grandes del mundo. La eficiencia germana se contrastó con éxito con la utilización de esos productos en la campaña de genocidio de las minorías kurda y chiíta posteriores a la guerra del Golfo. Por su parte, la de Sadam ya se había demostrado un poco antes, al ser capaz de provocar, con una mancha de seiscientos veinte kilómetros cuadrados, el mayor vertido de petróleo de la historia; una catástrofe a la que, curiosamente, ni el partido verde alemán, ni el resto de los ecologistas europeos nunca máis quisieron prestar la más mínima atención.

Sadam Husein, ese hombre al que la Naturaleza ha dotado con todas las cualidades para triunfar en el campo del comercio internacional, sin embargo anhelaba una licenciatura universitaria en Derecho, y no en Economía. Según cuentan todas sus biografías no autorizadas, la obtuvo con un único examen, en una convocatoria para alumnos libres de la Universidad de Bagdad. Acudió a la prueba de uniforme, y dejó la pistola encima del pupitre para estar “más cómodo”. Los biógrafos no dicen cuál era la materia sobre la que fue evaluado, pero no es difícil imaginar que se tratase de un cuestionario sobre Derecho Internacional.


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