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AL MICROSCOPIO

La primera plaga del siglo XXI

No deja de ser preocupante el número de afectados, sobre todo si se tienen en cuenta las falsedades, ocultaciones y manipulaciones del sistema sanitario chino, pero también lo son las curvas de aumento del cáncer de pulmón o del sida.

Declan McCullagh, el que fuera editor de la prestigiosa revista Wired y que hoy pasa por ser uno de los comentaristas más solventes del mundo de la tecnología lo dejó caer la semana pasada en un acertado artículo de la revista Reason. La epidemia conocida como neumonía atípica (síndrome respiratorio agudo severo o SARS) es la primera plaga de la era Internet. Buena parte de la culpa de su impacto mediático la ha tenido la facilidad con la que las informaciones corren a través de la red, y también los rumores.

Es evidente que las primeras víctimas del SARS son los afectados y, tras ellos, las autoridades sanitarias de algunos países como China o Canadá, que han sido desbordadas (bien por accidente bien por corrupción política). Pero tras ellas, hay otras víctimas convertidas en efectos colaterales de esta primera plaga del siglo XXI en la que la desinformación ha demostrado tener tanto o más poder infectivo que el propio virus. Nos cuenta McCullagh que un comerciante de Sacramento se ha visto obligado a emprender una campaña de imagen para desmentir los rumores que viajaban por la red acerca de que él y su esposa habían sido contagiados. Se sabe que las autoridades de Hong Kong han utilizado en varias ocasiones el sistema de mensajes telefónicos cortos SMS para contrarrestar informaciones falsas sobre posibles cierres de fronteras. Y la propia Organización Mundial de la Salud ha convertido su página web oficial en la vía más rápida para actualizar los datos referentes al mal.

En este mundo hipercomunicado, sin embargo, los medios de comunicación tradicionales seguimos cometiendo los mismos errores del siglo XX. Como hicimos con el mal de las vacas locas, el submarino Tireless, las supuestas emisiones radiactivas de las antenas de teléfono o el Prestige, repetimos los lugares comunes que llegan a las redacciones, escondemos en el bolsillo nuestra capacidad de análisis y crítica, nos dejamos arrastrar por esa cadena de imágenes repetidas: hombres y mujeres embozadas en sus mascarillas, colas en los hospitales de Pekín, datos fríos y porcentajes mal calculados.

Como resultado, es difícil decidir si estamos ante una plaga de consecuencias incalibrables o ante un sencillo ataque de pánico.

¿Quieren ejemplos? En primer lugar, no dejan de aparecer informaciones que aseguran un crecimiento exponencial de los contagios. Cualquier epidemiólogo (hay muchos que estarían dispuestos a contestar amablemente a las dudas de un redactor de periódico) sabe que la palabra “exponencial” ha de usarse con suma mesura en casos de enfermedades infecciosas. Si se detecta un crecimiento tal, sostenido geográficamente y registrado en la población adulta sana, la situación es más que grave. Una mirada serena a los datos de la OMS nos demuestra que “exponencial” es un térmico ciertamente exagerado si tenemos en cuenta que los casos registrados se cuadruplicaron en la primera semana de infección y sólo se duplicaron en la segunda. Es más, la curva de informes diarios de la enfermedad a escala global registra un pico entre los días 22 y 30 de marzo para no dejar de descender desde entonces. Un estudio del New England Journal of Medicine establece que el crecimiento mundial de la infección está más cercana a la evolución aritmética que a la exponencial. No deja de ser preocupante el número de afectados, sobre todo si se tienen en cuenta las falsedades, ocultaciones y manipulaciones del sistema sanitario chino, pero también lo son las curvas de aumento del cáncer de pulmón o del sida.

Otro de los vicios adquiridos es hablar de que el SARS presenta una ratio de mortalidad de un 6 por ciento y luego compararlo con los datos de otras enfermedades: como la llamada gripe española de 1918, que alcanzó el 2,5 por ciento de mortalidad aunque mató a mucha más gente como consecuencia de infecciones subsidiarias. El problema es que estos datos fríos y aislados son poco representativos. Es necesario establecer porcentajes por grupos de edad, saber si la mayoría de los muertos son ancianos o enfermos con el sistema inmune debilitado y desglosar la estadística por países. Si hacemos eso, veremos que a día 24 de abril, la mortandad del SARS era de un 10,7 por ciento en Canadá, del 9,8 por ciento en Singapur, del 7,3 por ciento en Hong Kong, del 7,9 por ciento en Vietnam y del 4,5 por ciento en China. Son curiosamente los datos del país más proclive a la mentira los que se han convertido en referencia global.

Para conocer la mortalidad de una epidemia, no sólo es necesario cuantificar el número de muertos sino también el de dados de alta de los hospitales. El resto de los pacientes, que se supone que están ingresados pueden esperar cualquiera de esos dos destinos (fallecer o recuperarse) y mientras no se conozca la evolución no forman parte de la contabilidad fatal. El número de dados de alta ha aumentado claramente desde el comienzo de la enfermedad, también lo ha hecho el de fallecimientos, lo que mantiene las ratios de mortalidad ciertamente estables.

Las autoridades sanitarias deben preocuparse por cualquier enfermedad infecciosa que pueda matar de manera consistente a adultos sanos. En este sentido el SARS es un síndrome alarmante. ¿Pero merece la pena el pánico? La OMS ha puesto en marcha el esfuerzo de contención más agresivo del que se tiene noticia desde el afloramiento del SIDA, lo que ha ocasionado una hiperreacción de algunos gobiernos. En Estados Unidos se han desempolvado leyes de 1917 que dotan a las autoridades de poder para crear puestos de cuarentena y practicar detenciones de ciudadanos sospechosos de estar contagiados. La Ley de Poderes para casos de Emergencia Sanitaria, que comenzó a aparecer entre las normativas de algunos Estados de EEUU en 2001, justo después de la primera amenaza de ataque con ántrax, permite, entre otras cosas, expropiar terrenos para contener el avance de la infección. En Singapur y en Canadá se ha llegado a proponer el uso de brazaletes electrónicos para localizar a pacientes en cuarentena y en Hong Kong se defiende la instalación de cámaras de vídeo para controlar los movimientos de los residentes en edificios infectados. En España no somos ajenos al temor. Las adopciones de niños y niñas procedentes de China podrían sufrir un grave parón si el pánico se superpone a la razón y terminan por controlarse este tipo de viajes humanitarios.

La libertad de movimientos, de transacciones económicas y el derecho a obtener una información veraz son también víctimas secundarias del coronavirus del SARS. Y en este contexto, los medios de comunicación juegan un papel aún más sutil, más necesario. Porque la línea divisoria entre plaga y pánico es muy feble. Y la desinformación es la mejor herramienta para quebrarla.


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