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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La pena de muerte

La contraportada de El Mundo de hoy lleva, amén de la tradicional y habitualmente brillante columna de Raúl del Pozo, la historia de Andy Lees, un escocés al que los médicos dieron seis semanas de vida hace un año. Lees fue ingresado de urgencia en un hospital por un coma diabético. Los médicos que lo trataron le diagnosticaron un cáncer de pulmón y otro de hígado, y le anunciaron que su esperanza de vida era de seis semanas.

La contraportada de El Mundo de hoy lleva, amén de la tradicional y habitualmente brillante columna de Raúl del Pozo, la historia de Andy Lees, un escocés al que los médicos dieron seis semanas de vida hace un año. Lees fue ingresado de urgencia en un hospital por un coma diabético. Los médicos que lo trataron le diagnosticaron un cáncer de pulmón y otro de hígado, y le anunciaron que su esperanza de vida era de seis semanas.
Lees, firmemente convencido de que ésa era la verdad, repartió todo lo que tenía en el mundo entre parientes y amigos, y para no dejar cargas se pagó el entierro y hasta la lápida, junto a la cual aparece fotografiado en el periódico, con su fecha de nacimiento grabada y a falta de la fecha de defunción.
 
Los médicos eran malos y se equivocaron de enfermedad –el hombre tiene poco más que un enfisema, cosa bastante normal, siendo como es un jubilado de la minería–, pero el hospital al que lo llevaron no era el de Leganés, de modo que, a pesar de todo, sobrevivió. ¿Qué hubiese sido de él con una ley escocesa de eutanasia activa? Estaría muerto desde bastante antes de que pasaran las profetizadas seis semanas; eso sí, dignamente muerto, sin encarnizamiento terapéutico y sin enfermedad que pudiese llevarlo a la tumba por sí misma. Hubiera sido condenado a muerte por error, y la sentencia ya se habría cumplido.
 
El lector tendrá presentes esas películas, todas más o menos iguales en su modo de plantear el problema, aunque unas sean buenas y otras malas, en las que aparece un condenado a muerte que es inocente y que es salvado in extremis por el protagonista, que generalmente atrapa al verdadero criminal: es el argumento político más sólido de cuantos se conocen para rechazar la pena de muerte. Ante una historia de ese tipo, no hay consideraciones filosóficas que valgan: hasta se puede estar de acuerdo en que hay que matar a determinados delincuentes, pero todos sabemos que el sistema de justicia (en general, y de modo acentuadamente especial en España) es imperfecto, y siempre se corre el riesgo de castigar al hombre equivocado; en cuyo caso nadie puede deshacer el entuerto a tiempo, y el señor juez y los señores del jurado cargarán con un grave pecado sobre sus almas.
 
No hace mucho hemos visto el caso de un hombre que se pasó trece años en la cárcel por una violación que no cometió, porque cuando se le procesó faltó, por razones de desarrollo tecnológico, una prueba determinante de ADN. De haber habido pena capital en nuestro país, no la hubiese contado. Es cierto que, hasta cierto punto, lo han matado de todas maneras, en lo psicológico y en lo moral, además de reducir su existencia en trece años, y que no habrá retribución económica alguna que compense eso, pero aún vive. Igual que el minero Lees, que se deshizo de las 18.000 libras que había ahorrado en sesenta años de trabajo (nació en 1936) y ahora no tiene más que su módica jubilación.
 
Los progres que defienden la eutanasia suelen ser enemigos de la pena de muerte, cuya subsistencia en algunos estados americanos es para ellos prueba de la más irremediable monstruosidad del imperio. Lo que yo no alcanzo a entender es cómo concilian las dos partes de la ecuación y, mientras no aceptan la silla eléctrica, ni la guillotina, ni la cámara de gas ni, sobre todo, la inyección letal, están encantados con la idea de la sedación terminal, que no es más que una variante de esta última sin las ventajas de haber sido recetada por un jurado y un juez: la receta el mismo médico que le dice a Leeds que tiene dos cánceres incomprobables. Gracias a Dios, la ley escocesa no es tan bestia como la que pretenden imponernos los zapateristas (iba yo a decir "los peronistas de Zapatero", pero me di cuenta sobre la marcha de que a Perón, católico como era, ni se le hubiera ocurrido esa barbaridad: él mismo luchó por su vida hasta el último minuto, con la ayuda de médicos excelentes). Yo, a mis sesenta y un años, he empezado a fantasear sobre el momento en que escape del hospital, si es que me da tiempo y no estoy tan indefenso como Leeds con su coma diabético, para que a nadie se le pase por la cabeza dignificar mi muerte sedándome. Estoy resuelto a pasar al otro barrio cuando me toque, ni un segundo antes.
 
Resulta que el argumento de hierro contra la pena de muerte es el mismo que cabe emplear contra la eutanasia: ¿y si es inocente? ¿Y si está sano?
 
Precisamente porque la eutanasia es cosa de progres, no creo que abra entre nosotros, al menos por el momento, el camino a la pena capital, pero en términos lógicos podría hacerlo. Eso es lo que permite a algunos una militancia activa simultánea contra las ejecuciones penales y a favor de la muerte digna.
 
Verán mis lectores que ni siquiera he mencionado el principio del derecho a la vida, que atañe tanto a la Madre Teresa como al Hijo de Sam, porque no todo el mundo lo respalda a pies juntillas y hay mucho majadero que piensa que no hay derechos naturales. Ni siquiera he dicho que la muerte esté en manos de Dios, porque no todo el mundo es creyente. Lo que digo es que la decisión de matar o dejar vivir a alguien no puede ser tomada por ninguna persona ni por ningún grupo de personas, porque hasta la fecha se ha demostrado su absoluta y peligrosa incapacidad para juzgar con justicia. Los buenos jueces, a lo sumo, juzgan con arreglo a la ley, no a su sentido particular de la justicia; mal juez sería aquél que permitiera la intervención de sus opiniones privadas en el ejercicio de la ley. Podría estar de moda, y ocupar primeras planas, pero sería un mal juez. Un juez temible y temido: conocemos a alguno que se dedica a violar la territorialidad de la justicia, aboliendo de facto el derecho de asilo, y los límites temporales de los delitos (tal vez sea bueno que los crímenes contra la humanidad sean imprescriptibles, pero ¿quién decide qué crímenes lo son contra la humanidad?).
 
La ley de eutanasia que se nos viene encima ni siquiera cuenta con los jueces. La traen los mismos que enterraron oportunamente a Montesquieu y acabaron con la independencia de los poderes del Estado. Y no nos engañemos: el PP es tan responsable como el PSOE, después de la brutal renovación del CGPJ, de ese entierro y de esa extralimitación; y, en esas condiciones, la oposición tendría que ser muy cínica para reclamar que todos los casos de muerte digna pasen por unos juzgados que se encuentran altamente politizados. Temo que Don Mariano termine por comerse el tremendo incremento del poder médico que nos amenaza. Porque la ley se va a aprobar, sin duda, y lo que convendría hacer es negociar unos límites, acotar los daños.
 
 
vazquezrial@gmail.com
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