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CUMBRE DE HONG KONG

La OMC, al desnudo

¿Éxito o fracaso? ¿Cuál ha sido el resultado de la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Hong Kong? En general, ha sido un previsible y estrepitoso fracaso para los individuos de todo el mundo que no gozan de privilegios, para la superación de la pobreza y, en general, para el avance de la libertad y la prosperidad económica. Por el contrario, ha supuesto un completo éxito para quienes detentan el poder –así como los privilegios que de éste se derivan– y tratan de expandir el control de lo político sobre lo económico a escala planetaria.

¿Éxito o fracaso? ¿Cuál ha sido el resultado de la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Hong Kong? En general, ha sido un previsible y estrepitoso fracaso para los individuos de todo el mundo que no gozan de privilegios, para la superación de la pobreza y, en general, para el avance de la libertad y la prosperidad económica. Por el contrario, ha supuesto un completo éxito para quienes detentan el poder –así como los privilegios que de éste se derivan– y tratan de expandir el control de lo político sobre lo económico a escala planetaria.
Logo de la OMC.
En coherencia absoluta con el clan al que representa, el ministro francés de Agricultura, Dominique Bussereau, considera "satisfactorio" el texto final. Un triunfo conseguido, según el político galo, gracias a que jefe comercial de la UE, Peter Mandelson, fue "extremadamente eficiente defendiendo la postura europea". Se refiere, claro está, a la postura de la clase política y de los grupos de presión europeos. En el otro extremo tenemos a los países de Asia y el África Subsahariana, en los que más de nueve de cada diez personas piensan que la globalización, de la que vuelven a quedar marginados, no tiene los efectos negativos que tantos intelectuales europeos sacan de paseo en su vergonzosa defensa del agresionismo económico; eso que se denomina "proteccionismo" gracias al triunfo de la hipocresía moral.
 
Hong Kong tiene un abismo. Es el que separa el declarado objetivo de la reunión y los acuerdos alcanzados. Un precipicio labrado con esmero por los que se denominan "representantes de la comunidad internacional". La cumbre prometía concluir una ronda, la de Doha, cuya supuesta pretensión consiste en ayudar a los países pobres mediante su integración en el proceso globalizador. Lejos, muy lejos, los acuerdos se resumen en que la UE retrasa hasta el 1 de enero de 2014 la supresión de una ínfima parte de las barreras comerciales, los subsidios a la exportación de productos agrícolas comunitarios, que someten por igual a los ciudadanos europeos y a los de los países pobres.
 
Por igual, pero con consecuencias muy dispares: mientras que a los habitantes de los países europeos nos impone un sobrecoste que impide que podamos alcanzar más fines o satisfacer necesidades más elevadas, a quienes viven en los países que no han salido de la pobreza original porque –al menos en parte– se les mantiene de puntillas frente un despeñadero artificial, les impone la pobreza y el hambre. Erigir ese precipicio ha requerido un esfuerzo continuado por parte de organizaciones sociales, políticos sociales, ONG y demás trovadores del pensamiento único intervencionista.
 
Es cierto que podemos encontrar algún avance menor entre las toneladas de teletipos inservibles que llegaban de Hong Kong. Por ejemplo, los representantes políticos de EEUU han aceptado eliminar los subsidios a la exportación de algodón a lo largo del próximo año. Menos da una piedra. Pero la clave es que no desaparecen las barreras al libre comercio entre países ricos y pobres. Los aranceles a la importación de productos agrícolas no se tocan ni en EEUU ni en Europa. Así, la hipocresía y la contradicción de la clase política continúan su macabra marcha triunfal.
 
También es cierto que los gobernantes de los países pobres infligen a sus poblaciones el mismo castigo que les aplican nuestros gobernantes. A menudo las barreras comerciales que los países pobres establecen entre ellos son más elevadas que las que los ricos les imponen. Pero esa consideración no redime la actitud de nuestros políticos, ni la de los grupos de presión que guían su postura.
 
A muchos lectores puede parecerles una paradoja que quienes han organizado la Ronda de Doha sean al mismo tiempo quienes impiden una verdadera libertad comercial y se sienten aliviados por los acuerdos alcanzados en la ciudad china. Puede que a simple vista resulte extraño que quienes dicen querer integrar a todos los países en el proceso de la globalización sean los mismos que defienden el agresionismo y la primacía del dirigismo frente a la voluntad de los individuos. En realidad no hay contradicción. La OMC no abandera, como afirman piedra en mano los militantes antiglobalización, el libre comercio entre los individuos de todo el planeta.
 
La globalización es un proceso por el cual los hombres de actitud y espíritu libre han desafiado al intervencionismo. Millones de personas han esquivado las trabas al avance de la división internacional del trabajo y del conocimiento, es decir, del progreso económico, mediante la huida hacia el ámbito de acción en que al Estado más le costaba controlar sus vidas. Ese ámbito es el de las relaciones internacionales y virtuales. Y, especialmente, la esfera en la que se produce la unión de estos dos ámbitos.
 
La OMC es uno de los instrumentos a través del cual la clase política trata de contestar a este desafío. El método consiste en contener y dirigir el fenómeno de la globalización, que amenaza con dejar en el dique seco todos los aparatos estatales. En este sentido, la estrategia es nítida: permitir el avance de los intercambios voluntarios al ritmo que se culmina el rediseño de las estructuras del intervencionismo gubernamental a nivel internacional y, en la medida de lo posible, en el mundo virtual. Así, un Protocolo de Kioto que regule arbitrariamente la emisión de gases como el CO2 en todos los países, y para el cual exista una instancia internacional con poder sancionador, debe preceder a la liberalización del comercio industrial.
 
En general, el principio de precaución es la llave para eliminar las áreas en que los individuos tratan de comerciar sin la tutela estatal, o para evitar una verdadera libertad comercial con la excusa de excepciones que eviten los riesgos para los ciudadanos que sólo el Estado, con esa falsa herramienta precautoria en la mano, puede eliminar. Del mismo modo, se intenta promocionar una agricultura de elevados de costes, inasumible para los países pobres, como la única medida segura para proteger la salud de los individuos.
 
Cualquier cosa antes que admitir que los individuos o las empresas privadas pueden encontrar soluciones para todo tipo de problemas. Todo, antes que conceder que los agentes privados pueden tener motivaciones tan honradas como los burócratas y sus jefes. Lo que sea, antes que aceptar que las instituciones previas al Estado, entre las que se encuentra el mercado, podrían lograr una defensa efectiva de la propiedad privada y la vida de las personas –sobre la que se fundamenta cualquier proceso de desarrollo– muy superior a la que los aparatos estatales han conseguido.
 
La OMC contiene la presión liberalizadora, mientras sus participantes discuten cómo establecer las bases de un Estado mundial o, de resultar imposible, cómo establecer organismos que en la práctica lleguen a invalidar el establecimiento formal de un mercado libre a nivel mundial. Por eso los acuerdos de la OMC son siempre de mínimos, o simples brindis al sol. Esperan la concreción de otros acuerdos que afiancen la construcción mundial, hermano mayor de la armonizante construcción europea.
 
Mientras tanto, procuran que no se note que, donde los estados no hacen sombra, la interacción de millones de personas que realizan intercambios libres genera de forma espontánea la solución a los problemas que los apologistas de la estatalización afirman sólo el Estado puede resolver. Y, sobre todo, tratan de evitar que se sepa que su estrategia tiene un claro coste en términos de pobreza y vidas humanas.
 
Por eso la reunión de Hong Kong ha sido un triunfo y una derrota. El triunfo de una concepción intervencionista de las relaciones económicas entre los seres humanos. El balón de oxígeno que necesitaba la decadente UE. Y la derrota de un ideal de libertad individual y prosperidad económica. El dique de contención que los estatistas han diseñado contra el surgimiento de una esfera fundamentada en la cooperación social entre hombres libres.
 
Pero no hay que desanimarse. Hong Kong no es más que un breve capítulo en la guerra ideológica entre el intervencionismo y la libertad. En la medida en que la sociedad comprenda la hipocresía de la inmensa mayoría de los miembros de la clase política, la capacidad de acción de éstos será cada vez más limitada y, al mismo tiempo, mayor será el espacio que ocupen los intercambios libres. Exhibamos, pues, las vergüenzas del Estado social y confiemos en que el anhelo de libertad económica de los países pobres derrumbe el muro del agresionismo.
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