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ATAQUE A IRAK

La nueva inquisición

Dejando al margen a los que mantienen una oposición razonada a la intervención y a los que la rechazan por mero oportunismo electoral, predomina en la opinión un antiamericanismo tan visceral que sólo se puede entender desde una fractura cultural profunda en Europa.

Debo confesar que durante los años de la transición viví acomplejado pensando que era el único español que no había corrido nunca delante de los grises. Creía sinceramente que, en aquella época ociosa de mi adolescencia, el tiempo que personalmente había dedicado a leer a Pessoa tumbado despreocupadamente sobre la cama, el resto de mis familiares, amigos y vecinos lo habrían ocupado en acudir a las barricadas para luchar por las libertades democráticas que, después, vergonzantemente también yo hubiera de disfrutar. Fue un sentimiento de culpabilidad que me acompañó hasta que cayó en mis manos el dietario de Francesc Cambó. Desde su exilio suizo, aquel catalán tan inteligente como cínico describía en esas páginas cómo había sido el fervor revolucionario con el que cientos de miles de barceloneses celebraron las exequias fúnebres del anarquista Durruti. Por lo visto, se trató de un acto sólo comparable a la entusiasta acogida con la que cientos de miles de barceloneses recibirían a las tropas nacionales en su ciudad, dos años y pico después. Según Cambó, eran los mismos.

Viene eso a cuento porque esos cientos de miles que han salido a las calles para aplaudir al zumbido de una mosca cojonera de la honradez intelectual, por razones aritméticas, deben ser los mismos que se manifestaron contra la OTAN, para luego votar a favor. Y, por lógica, también tienen que ser los mismos que ya no se acuerdan de que dijeron “Sí a la guerra”, cuando el hombre que propuso Felipe González ordenó a los aviones de la Alianza bombardear la Yugoslavia de Milósevic. Por eso, por experiencia, no hay que poner en duda que también serán los mismos que, dentro de tres meses, narrarán los horrores del régimen de Sadam, y respirarán aliviados por su desaparición.

Pessoa, que hubiera tenido el Nobel si hubiese sido un apparatchic del PC, empezaba su Libro del desasosiego diciendo que pertenecía a una generación que había dejado de ser católica por la misma razón que la de sus padres lo había sido: sin saber por qué. Y yo creo que algo de esa anomia, de ese vacío de valores sólidos, es lo que un observador atento puede entrever detrás de la reacción que ha tenido la calle ante el conflicto de Irak. Y no sólo la calle. La semana pasada Jorge Moragas, un joven diplomático del PP, organizó un acto que contó con la presencia de represaliados kurdos junto al presidente Aznar. Inopinadamente, en medio del chaparrón mediático, el evento recibió el aplauso unánime de los periodistas; hasta El Mundo se felicitó por su forma, ya que “rompe moldes en el PP”. ¿Y qué hizo Moragas para cosechar tanto éxito? Dos cosas. Primero, colocó en la pared un cartel atribuyendo a Voltaire una frase que el enciclopedista nunca dijo (“No estoy de acuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo”, es una sentencia que publicó en 1907 Beatrice May, una escritora inglesa). Y segundo, amenizó el encuentro haciendo que por la megafonía se escuchase al Bob Dylan de Blowin´ in the wind. Triunfó porque, en lugar de reproducir aquel aforismo de Condorcet que sostiene la escisión del género humano en dos clases: la de los hombres que creen y la de los hombres que razonan, prefirió recurrir a la guitarra de Bob Dylan.

Dylan es la alegoría perfecta de la huída de la razón que supuso la contracultura de los años sesenta, por eso sonó tan bien a tantos oídos, ese día. Hoy, en España, no es raro escuchar de personas mentalmente equilibradas y con formación universitaria que fue la CIA quien organizó los atentados del 11-S. Y, en Francia, un libro que atribuye a Bush la dirección de un complot en el que Ben Laden y Sadam serían meros peones en sus manos, es el número uno en ventas. Y es que, si se quiere hurgar en el origen del irracionalismo de los que quieren creer a Sadam antes que a las democracias que pretenden desarmarlo, hay que remontarse a los tiempos de la guitarra de Bob Dylan para encontrar una explicación. Porque, dejando al margen a los que mantienen una oposición razonada a la intervención y a los que la rechazan por mero oportunismo electoral, predomina en la opinión un antiamericanismo tan visceral que sólo se puede entender desde una fractura cultural profunda en Europa.

El 68, aquel simulacro festivo en el que se jugaba a minar los valores que definen a Occidente desde la Ilustración, orientando la mirilla hacia Estados Unidos, dejó una huella más profunda de lo que se suele creer. Es cierto que fue una revolución de pacotilla, y que se acabó cuando la nueva vanguardia del proletariado dejó de recibir las transferencias bancarias de los padres, al empezar las vacaciones académicas. Pero también es cierto que triunfó en su empeño por asaltar el poder en las instituciones que moldean la visión del mundo de la gente. La prueba es el espectáculo que estamos contemplando estos días. La manipulación generalizada de los sentimientos humanitarios de los niños por parte de los maestros, tal vez es lo más despreciable. Pero patética es la visión de la Universidad volcada, sin fisuras, en defensa de un genocida filo nazi (seguramente sea la prueba que faltaba de que la hegemonía monolítica del pensamiento único hace prescindible el artículo de la Constitución que habla de la libertad de cátedra). Y bochornosa es la unanimidad de los medios de comunicación al convertir el sentimentalismo más kitsch en el único argumento de su monólogo coral antiamericano.

La nueva ortodoxia del fanatismo antioccidental no se ha implantado entre nosotros desde los altavoces de las mezquitas. Por el contrario, los imanes que velan por encerrar dentro de sus prejuicios el sentido moral de la sociedad están instalados desde hace muchos años en despachos enmoquetados de modernos edificios; en ésos desde los que, en sus ratos libres, fantasean con imaginarias correrías delante de los grises.


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