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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La intifada de Cañada Real, en directo

Hace mucho, Mario Monicelli dirigió una película ejemplar: I compagni (Los compañeros), con Mastroianni en el papel de un maestro socialista (¡qué tiempos aquellos!) que llegaba a un pueblo llevando su prédica y su capacidad organizativa. No sabemos el nombre del pueblo porque, cuando él, desde el tren, sin saber si ha llegado a su destino, pregunta: "¿Qué pueblo es éste?", alguien le responde (creo que Folco Lulli): "Un pueblo de mierda".

Hace mucho, Mario Monicelli dirigió una película ejemplar: I compagni (Los compañeros), con Mastroianni en el papel de un maestro socialista (¡qué tiempos aquellos!) que llegaba a un pueblo llevando su prédica y su capacidad organizativa. No sabemos el nombre del pueblo porque, cuando él, desde el tren, sin saber si ha llegado a su destino, pregunta: "¿Qué pueblo es éste?", alguien le responde (creo que Folco Lulli): "Un pueblo de mierda".
La historia central del filme era la convocatoria y realización de una huelga en torno del reclamo por los obreros de la industria local de la reducción de la jornada de catorce a trece horas. Habrá quien me lo discuta: estoy contando de memoria. Desde luego, el intelectual trashumante Mastroianni contribuye al éxito en la lucha. Pero, como es de esperar, hay un esquirol: un inmigrante siciliano, que apenas habla toscano, si es que habla algo, contra el que todos se lanzan, llamándolo traidor. Hasta que van a verlo a donde vive: una chabola en las afueras, llena de niños famélicos y con una mujer que parece una pietà, en medio de la mugre y el barro, sin mantas, sin nada.
 
Entonces todos se dan cuenta de que a él le dan lo mismo trece horas o veinte, de que no puede perder su empleo, de que está mucho peor que cualquiera de sus compañeros. Y, en vez de condenarlo, lo eximen de toda responsabilidad y lo alientan a que vaya a trabajar al día siguiente.
 
Esto ilustraba una de las verdades fundamentales de la práctica marxista, a saber, que la pobreza extrema no es revolucionaria. Y también explicaba, en menos de un minuto de imágenes, qué era la pobreza extrema.
 
Todo esto me vino a la memoria a partir de los acontecimientos de la Cañada Real Galiana, no en la Italia de finales del siglo XIX sino en el Madrid de hoy mismo, difundidos hasta el hartazgo en todas las televisiones, públicas, privadas y mediopensionistas. No tengo la menor idea de lo que quisieron mostrar, aunque algo sospecho. Pero si sé lo que yo vi en esos cuadros. Y no sólo yo lo vi.
 
Sospecho que lo que se quiso mostrar fue la profunda injusticia en que viven aquellos a los que la policía intentó desalojar por orden de un juez; además de la consabida brutalidad policial, causa evidente de la fractura de maxilar de uno de los agentes a cargo del operativo, cuya reconstrucción facial requirió, si no me equivoco, dieciocho tornillos, para empezar el que será su largo via crucis. Pero el acento en ningún momento se puso en la agresividad de los potenciales desalojados, con la excepción, repetida hasta el hartazgo, de la acción (heroica, se supone) de una mujer, con un bebé en un brazo, que se escabulle de los uniformados y, con la mano libre, alza un taburete del suelo e intenta partírselo en la cabeza a uno de los que tratan de llevar a cabo el desahucio.
 
Lo que yo vi, en cambio, fueron unos cuantos fotogramas más de una larga película que se inició hace unos años en Israel y se continuó más tarde en algunos barrios de París, con un reparto recurrente: las mujeres y los niños, sobre todo los niños, en primer plano. Los hombres vienen después, en la fase de extenuación y negociación. Atime, la Asociación de Trabajadores e Inmigrantes Marroquíes en España, denunció la agresividad policial contra las mujeres y los niños. También fueron recogidas por la prensa las declaraciones de Rachid, que tomo de Todo Política:
Rachid llegó de Tánger hace 15 años y desde entonces trabaja en la construcción. Calcula que la vivienda de su vecino, compuesta por salón, cocina perfectamente equipada, baño y habitación de matrimonio, costaba 50.000 euros y la había levantado "con mucho esfuerzo y mucho trabajo". "Me molesta después leer que son chabolas, cuando en realidad son casas muy dignas", apuntilló. "Esto tiene que llegar a oídos del Rey de Marruecos, para que le pida explicaciones a Zapatero", sostenía.
Por otra parte, un policía declaró, con intuición certera:
Esto parecía Palestina. Varios marroquíes portaban armas blancas e incluso le ha[n] quitado la pistola a un policía municipal. Cuando ven una cámara, se tiran al suelo para expresar victimismo, pero después se levantan y empiezan a tirar piedras.
En su momento, llegó a la pantalla Adbul, el hombre al que desalojaron y le demolieron la casa. Y explicó que iba a reconstruirla con la ayuda de todos, cosa que hizo a una velocidad increíble. A diferencia del siciliano de I compagni, Abdul reunió pequeños aportes hasta alcanzar la suma de 9.000 euros, algo inconcebible en la extrema pobreza, donde funcionan los microcréditos de Yunus, de entre cincuenta y cien dólares, con los que hay gente que inicia determinadas actividades para salir a la superficie. La cantidad de colaboradores que se pusieron a disposición de Abdul es también notable: la casa se levantó en tres días. Entre tanto, él y su familia, no sé si mono o poligámica, tuvieron dónde vivir.
 
Eso, en la moralina de la intelectualmente indigente izquierda actual, se llama solidaridad. Eso, en política, se llama organización. La que no tienen la mayoría de los colectivos de inmigrantes que en España son, y son muchos. Conozco a muchísimos inmigrantes. De hecho, vivo en un barrio de inmigrantes. Y veo las dificultades que tienen para organizarse; tantas que, de tanto en tanto, ocurre una tragedia como la del rumano que se inmoló, y que podía haber esperado el apoyo, ya no de la sociedad española, sino de sus propios compatriotas.
 
Las grandes migraciones de finales del siglo XIX y de buena parte del XX fueron generando redes de apoyo, las que solían denominarse "sociedades de socorros mutuos". Yo nací en el hospital del Centro Gallego de Buenos Aires, que, al igual que el Hospital Español, había nacido de la Sociedad Española de Socorros Mutuos. Y en la ciudad se crearon, y se conservan hasta hoy, los hospitales Italiano, Alemán, Británico e Israelita. Eran grandes contribuciones de las comunidades de inmigrantes al tejido social del nuevo país, comunidades que no contaban con un Estado que aún estaba en agraz, ni con una sanidad pública que alcanzó su plenitud alrededor de 1950 y que, una década más tarde, entró en franca decadencia. Era una lección práctica de liberalismo puro y duro, que dio lugar a la etapa más próspera de aquella nación.
 
Hoy, los miembros de los grandes colectivos de inmigrantes que llegan a España –ecuatorianos, bolivianos, peruanos, rumanos, polacos, magrebíes, por hacer mención de los más numerosos– no se plantean ese tipo de obra: disponen de una Seguridad Social consolidada que les presta sus servicios desde el momento mismo de su llegada. ¿Cómo no iba a ser así, si la primera excusa que se dio para abrir las puertas a la entrada masiva de extranjeros fue el envejecimiento de población y la imposibilidad de sostener la Seguridad Social durante mucho más tiempo? Claro que las cuentas no salen, pero ¿acaso espera alguien que los políticos lo digan, que se enemisten con su nueva clientela? Jamás.
 
De modo que los inmigrantes no se organizan, ni siquiera para reclamar lo que los trabajadores españoles jamás tuvieron: vivienda pagada por el Estado. Con una excepción: la de los musulmanes, que iniciaron su gestión en el año 2000, en El Ejido, tras unos cuantos sucesos de infausta memoria, iniciados con el asesinato de José Luis Ruiz y Tomás Bonilla, por Cherki Hadij, y de Encarnación López Valverde, por otro marroquí con las facultades mentales alteradas. Jaleado el asunto por casi toda la prensa, de izquierdas y no tanto, como el resultado de la discriminación racial, la parte agresora se convirtió rápidamente, por arte de birlibirloque, en la parte agredida.
 
Si entonces El Ejido tenía 53.000 habitantes y 15.000 inmigrantes, hoy la relación se ha invertido. Fue la primera vez que alguien sostuvo que el derecho a la vivienda era el derecho a recibir del Estado una vivienda gratuita. La experiencia sirvió a los interesados, como demuestran los hechos en el caso de la Cañada Real Galiana.
 
La epopeya de Abdul, incluida la inversión de 9.000 euros en la construcción de un símbolo de resistencia habitable, no tiene otro objetivo que ése: conseguir del Estado (en cualquiera de sus representaciones: Gobierno nacional, autonómico o municipal) vivienda gratuita para todos aquellos que se han venido estableciendo en forma flagrantemente ilegal en la Cañada. Y el fenómeno se viene repitiendo a diario en casi toda España.
 
Lo que ocurrió en la Cañada Real Galiana de Madrid no fue una rebelión, sino la aplicación de un método ante un Estado benefactor y tontorrón, siempre dispuesto a ceder con nuestro dinero, ese dinero público que, según una ministra socialista, "no es de nadie". El islam llega a Europa con un alto nivel de organización. Cinco millones de musulmanes son un grave problema político en Francia. Bruce Bawer ha explicado el problema en relación con Holanda. Médicos musulmanes se han convertido en asesinos en Gran Bretaña. Y aquí, por misteriosas razones, cuando todavía (no por mucho tiempo más) podemos coger el toro por los cuernos, nos quedamos mirando embobados cómo otros arrancan al poder establecido derechos de los que jamás hemos disfrutado, ni creo que, por decencia, aceptáramos disfrutar.
 
Yo vi en las imágenes de la Cañada Real al islam en plenitud organizativa. Pero no sólo yo lo vi: lo vieron también ellos, a juzgar por la forma en que Al Yazira, la televisión a la que Ben Laden manda sus vídeos, difundió el tema en todo el mundo. No es manía mía, lo juro: Al Yazira transmitió en directo, según varias fuentes, todo lo ocurrido allí.
 
¿Cómo es posible que se haya transmitido en directo? La respuesta es sencilla: se sabía lo que iba a pasar y se prepararon las cámaras para ello, discretamente, a la espera de lo que sobrevenga, del mismo modo en que se hace desde hace décadas en Palestina, en el interior de cualquiera de las viviendas próximas.
 
Mañana saldré retratado como islamófobo, una vez más, en alguna de las varias páginas islámicas de rigor. Y la progresía española no vacilará en darles la razón.
 
 
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