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ESOS JÓVENES QUE SE QUEJAN

La indignación y la ingratitud

Los estudiantes universitarios chilenos protestan porque el Estado se resiste a pagar a todos los estudios. No quieren invertir recursos en su propio futuro. Quieren que otros lo hagan por ellos.

En Colombia sucede más o menos lo mismo. Se les ha dicho, desde hace muchas décadas, que estudiar es un derecho, y han interpretado que, por lo tanto, debe ser gratis. Creen que el no proporcionarles esos estudios es una suerte de desposeimiento, lo que implicaría que les han quitado algo que les pertenece.

En realidad, el derecho a estudiar no implica la gratuidad, sino el acceso. Quién paga la factura depende de factores culturales –la historia, la mentalidad social– y, sobre todo, de la riqueza disponible. Durante siglos los esclavos, las mujeres y los judíos no tuvieron derecho a estudiar. En algunas naciones islámicas todavía las mujeres no han conquistado ese derecho. En Cuba, un lema oficial advierte de que la universidad es "para los revolucionarios". En ese país, durante décadas los católicos, los homosexuales y otras peligrosas criaturas no podían ingresar en las Aulas Magnas, y si lo hacían y eran descubiertos eran expulsados mediante escandalosos juicios públicos.

No hay duda de que gana enteros entre muchos jóvenes la certeza de que el Estado los ha traicionado. Esa convicción se palpa en cualquier manifestación de indignados, estén acampados en la madrileña Puerta del Sol o en Wall Street. La sociedad les da menos de lo que creen merecer, incluido un puesto de trabajo decente, un techo digno o estudios de calidad.

Es curioso que estos jóvenes furiosos sean capaces de ver lo que la sociedad no les da, acaso porque no puede, pero ignoren lo mucho que les entrega. Esos españolitos o chilenitos rabiosos no advierten la sangre, el sudor y las lágrimas que les costó a sus antepasados, desde los más remotos hasta sus padres, crear y mantener las infraestructuras que ellos ahora disfrutan: puentes y carreteras, calles asfaltadas, hospitales, escuelas, parques, edificios, acueductos, puertos marítimos y aéreos o vías férreas. Ellos son los herederos privilegiados, pues se sirven de esas infraestructuras pagadas con el trabajo de muchas generaciones que vivieron miserablemente.

Estos jóvenes, empeñados en sentirse ofendidos, son incapaces de valorar el capital intangible que reciben de sus mayores cuando abren los ojos: las instituciones de derecho que armonizan la vida en común y dirimen los conflictos, las redes comerciales y financieras, los lazos de colaboración espontánea, el conocimiento vivo en las cátedras universitarias o en los medios de comunicación, las sofisticadas normas de convivencia... No se imaginan cuánto dolor y sacrificio ha costado esa obra admirable que les han legado y a la que nada o muy poco han contribuido.

En el 2006 el Banco Mundial se atrevió a medir la riqueza de más de un centenar de naciones. Sus mejores expertos sumaron lo que valían las riquezas naturales de cada una de ellas –tierras de pastoreo, minerales, maderas, etc.–, agregaron la riqueza producida –infraestructuras, artefactos, cosechas, etc.–, añadieron el capital intangible y dividieron la cifra resultante entre el número de habitantes. Ese era el capital per cápita que disfrutaba cada individuo; capital aportado por la sociedad en que vivía.

Los diez más ricos, con su intenso trabajo, habían logrado acumular entre 650.000 y 450.000 dólares per cápita. Suiza, a la cabeza del ranking, ponía a la disposición de sus moradores un capital calculado en 648.241 dólares. Es importante señalar que el factor más importante en esta fabulosa acumulación de riqueza es el capital intangible: más del ochenta por ciento. Nueve de los diez países más pobres eran africanos sub-saharianos. El más desdichado era Etiopía: apenas valía 1.965 dólares per cápita. Chile, por cierto, con 77.726 dólares, estaba en el cuarto lugar de América Latina, tras Argentina, Uruguay y Brasil. Los españoles alcanzaban la nada desdeñable suma de 261.205 dólares.

Sería interesante averiguar si esos jóvenes que tanto piden son capaces de reconocer lo que les han dado.

 

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