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RTVE Y LAS DEMÁS TELEVISIONES PÚBLICAS

La imparcial

Durante el programa Los Desayunos de TVE, la secretaria general del Partido Popular, Dolores de Cospedal, y la presentadora del mismo, Ana Pastor, tuvieron un breve pero agrio debate sobre la imparcialidad de RTVE y la profesionalidad de sus trabajadores.


	Durante el programa Los Desayunos de TVE, la secretaria general del Partido Popular, Dolores de Cospedal, y la presentadora del mismo, Ana Pastor, tuvieron un breve pero agrio debate sobre la imparcialidad de RTVE y la profesionalidad de sus trabajadores.
Cospedal.

Respondiendo a una pregunta sobre una supuesta campaña del PP en contra de la entidad pública, Cospedal aseguró que ésta no mantenía una línea imparcial en el área informativa. Ana Pastor replicó preguntando que dónde existía ese tipo de televisión pública que sirviera de modelo, en aparente referencia a las televisiones públicas de las autonomías gobernadas por el PP; a lo cual Cospedal respondió que una televisión pública, pagada con el dinero de todos, no puede ser subjetiva y parcial, y que entendía que esto podía enfadar a sus dirigentes. Pastor, aparentemente molesta, respondió que también a sus profesionales, y así se convertía durante unos instantes en juez y parte del debate, no en moderador del mismo.

La polémica siguió. Primero, sobre si lo dicho por la presentadora era representativo de la posición de todos los profesionales; luego, sobre si la dirección de RTVE era de corte político o de corte profesional. Se dijo que el PP había contribuido al actual estado de cosas en esa casa; y que, teniendo en cuenta premios y valoraciones, la RTVE de ahora era la más libre de todos los tiempos.

Al día siguiente se produjo otro enfrentamiento; esta vez entre la vicesecretaria de Organización del PP, Ana Mato, y el presentador de RNE Juan Ramón Lucas. Para Mato, las televisiones públicas no deberían estar dirigidas o teledirigidas por un Gobierno que abusaba de su posición: hay noticias, como los ERE de Andalucía, que no tenían presencia relevante en la televisión pública nacional, aseguraba. Lucas, más agresivo que su compañera televisiva, preguntaba sobre la parcialidad cuando gobernaba el PP, con lo que sólo consiguió reforzar los argumentos de la popular. Lo novedoso en este caso era que, según Mato, el PP, una vez en el poder, estaba dispuesto a cambiar la ley y a privatizar todas las televisiones autonómicas. Sobre RTVE no se manifestó. Sería un paso revolucionario, ya que en ocho años de gobierno popular no se hizo nada en este sentido.

En todos estos debates llama la atención que todo gire en torno a cuándo y cómo fue la televisión pública menos parcial, con lo que de facto se reconoce que, efectivamente, es parcial.

En medios públicos o privados, la objetividad y la imparcialidad son quimeras que nos han vendido muy bien los políticos y, en algunos casos, los empresarios. Nosotros, sujetos, tenemos valoraciones subjetivas, nuestras percepciones están limitadas, nuestros valores morales determinan lo que está bien y lo que está mal. Como mucho, se puede pedir honestidad a la hora de transmitir esa visión subjetiva. De la misma manera, que un programa traiga varias opiniones o posiciones tampoco lo convierte en objetivo, pues pueden dejarse fuera otras que alguien puede considerar esenciales, o utilizar el tiempo de manera inequitativa, o sabotear a alguien a base de interrumpirle en momentos clave. Etcétera. Ser imparcial puede ser posible en situaciones simples; no en terrenos como el de la política, donde hay demasiados intereses. Pero es que ser parcial y subjetivo no es un pecado; es humano, y puede que una estrategia empresarial perfectamente aceptable.

La supuesta profesionalidad de los trabajadores tampoco es una cuestión importante para lo que nos ocupa. Hay sacerdotes que son grandes profesionales y consiguen no sólo dar paz a sus feligreses, sino aumentar su rebaño. De la misma manera, hay asesinos profesionales tan extraordinarios que jamás les han echado el guante. La profesionalidad no dice nada de la naturaleza de una empresa, de su idoneidad o necesidad, sino de cómo se desempeña alguien en su trabajo. Cuando Juan Ramón Lucas se defiende de Ana Mato diciendo que la única consigna que le han dado desde la dirección de su empresa ante la campaña electoral del 22 de mayo es que vele por la independencia, lo que quiere decir es que nadie le va a decir lo que tiene que decir; pero es que los gestores, si hacen bien su trabajo, no tienen por qué hacerlo, pues sus profesionales sabrán perfectamente qué contenidos deben potenciar y cuáles no. Les bastaría con contratar a un periodista honesto de izquierdas (o de derechas) para que los contenidos de izquierdas (o de derechas) tomasen protagonismo sin que necesariamente el profesional en cuestión decidiese darse a la manipulación. Qué no podrán hacer si el elegido no es honesto y sí un hábil manipulador.

Lo que está en entredicho es la naturaleza pública de estas televisiones; si es moralmente aceptable la existencia de una televisión pública subjetiva y parcial –no puede ser otra cosa–. Si tenemos que costear entre todos una televisión pública que dependa del poder político y que se ponga al servicio del partido, la ideología o el gobierno de turno.

Cuando echaron a andar en el ancho mundo las primeras empresas televisivas, en España había una dictadura, la de Francisco Franco, que puso en marcha una televisión con el objetivo de servir al poder y educar a la población en los principios morales y políticos del régimen –o cuando menos no maleducarla–. El problema es que, en democracia, el modelo de televisión pública es básicamente el mismo.

Existe, sin embargo, una novedad. Algunas televisiones públicas han dejado la producción de ciertos programas en manos de productoras privadas; ahora bien, éstas hacen las veces de excelentes comisarios ideológicos. He aquí un ejemplo más de cómo la alianza entre el Estado y las Empresas es tremendamente negativa para el ciudadano y el contribuyente.

Pero es que, además, las televisiones públicas nos salen carísimas. Presentan unas pérdidas que no aguantaría ninguna empresa privada. Las públicas españolas acumulan al año cerca de mil millones de euros en pérdidas; a esa cifra formidable hay que añadir unos 600 millones en concepto de subvenciones. Son empresas deficitarias, y existen porque el poder político así lo quiere. No hay razón alguna para mantenerlas, las opciones que tiene hoy el ciudadano para estar informado o entretenido son múltiples y variadas, gracias a las nuevas tecnologías.

Me extraña el anuncio de Ana Mato sobre la privatización de las televisiones autonómicas; no porque no sea una medida muy positiva, sino porque no sé si creérmelo. ¿Es una opinión personal? ¿Está recogida en las propuestas del PP? ¿Es una promesa electoral, o sea desechable? Por otro lado, ¿hay empresarios dispuestos a hacerse con esas entidades, tremendamente endeudadas? ¿Ven negocio, u oportunidades de medrar al calor del poder político? ¿Podemos pensar que las pujas por esas televisiones serían libres, o se las llevarían determinados empresarios por razones que nada tienen que ver con el mercado y la libertad de empresa?

Ahí quedan esas preguntas.

 

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