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PROGRES TEÓRICOS

La guerra de Ramonet

Los progres teóricos son la versión posmoderna de aquellos personajes de los poemas de Gil de Biedma que venían del mundo de la pérgola y el tenis cargados de mala conciencia por los golpes que la vida no les había dado; por lo menos los más jóvenes, los que tiran las piedras en la calle, son así.

También hay unos cuantos productores de avellanas malas y caras que quieren seguir produciendo avellanas malas y caras toda la vida. Y después están los que ofrecen la justificación intelectual y mediática a los que rompen escaparates. Ahí se encuentra lo más granado de los profesionales del “no es eso, no es eso” de la progresía hispana; unos desde el cinismo, otros por pereza y la mayoría por simple incapacidad intelectual, todos se han agarrado a la bandera de la antiglobalización para no tener que desprenderse a los sesenta de sus prejuicios de toda la vida y, de paso, poder seguir viviendo de lo de siempre, del “no es eso, no es eso”.

La gran conjura que quieren desvelar cotidianamente con la pluma —para que después otros la desmonten con el adoquín— también es la de siempre: la del puñado de multinacionales malvadas que pretenden controlar todo el poder económico en el planeta, pasando por encima de pueblos, gobiernos y soberanías. Ese es su gran argumento recurrente desde que los catecismos de Marta Harnecker para los revolucionarios de salón de mayo del 68 popularizaran el a priori de que el capitalismo está dominado por fuerzas que conducen indefectiblemente a la concentración monopolística. Lo repetían cuando su libertad para elegir el utilitario que querían comprar se limitaba a la gama de la muy nacional y monopolística SEAT, y siguen repitiendo lo mismo cuarenta años después, cuando todos han pasado por el trance de tener que elegir entre cuarenta fabricantes distintos antes de decidirse por el GTI que tienen aparcado delante de la Redacción.

Pero, contemplando las muchedumbres que son capaces de movilizar, alguien que no haya recibido una educación minimalista no puede dejar de pensar en el poder mágico que siguen teniendo las grandes palabras sobre tantos hombres y mujeres. Porque en los pequeños retoques que, a toda prisa, han añadido al viejo guión de siempre, ha bastado sustituir la letanía sobre la muy manida “fase superior del imperialismo” por un hallazgo feliz para que fuera posible el milagro agitador; se trata de un espantapájaros retórico bautizado como “globalización neoliberal”. Este concepto, como todas las grandes palabras vacías, por no significar nada puede significar cualquier cosa que abunde en el autodesprecio por Occidente, de ahí su efecto electrizante entre esa gran masa a la que la educación formal y la influencia de los medios han hecho que haya interiorizado como canon de ortodoxia lo que antes, en los años sesenta, había sido el código de valores de solo una minoría juvenil y contracultural.

Pero la globalización no es más que la supresión de las distancias y las fronteras provocada por el cambio tecnológico que permite que las premisas del modelo de economía de mercado a escala nacional (libertad de movimientos de las personas, las mercancías y los capitales) puedan reproducirse con una dimensión mundial. ¡Anatema!, gritan los Ramonet de guardia llegados a este punto. Porque como saben todos los que no han estado nunca en la selva, en el mercado rige la Ley de la Selva. Y si, como ha escrito Rodríguez Braun alguna vez, los que sí han estado no recuerdan haber encontrado allí leyes e instituciones que protejan la igualdad ante la Ley, que garanticen el cumplimiento de los contratos y prohíban el uso monopolístico del agua por los leones, ni jueces que sancionen la práctica de los tigres de apropiarse de un territorio mediante marcas de orina, no importa, es anatema.

Lo más grave aún, sostienen los antiglobalistas, es que el proceso destruye puestos de trabajo y universaliza la explotación. Pero como tampoco pierden el tiempo estudiando Historia, no les invita a reflexionar el hecho de que el país en el que han nacido solo haya sido capaz de crear empleo después de abandonar el proteccionismo y el nacionalismo económico que han aplastado a su población como una losa durante el último siglo y medio. Que en los años treinta del siglo XX, la época de los fascismos, coincidiesen las mayores trabas al comercio internacional con el mayor nivel de desempleo de todos los tiempos tampoco merece un minuto de su atención. Y que la renta per capita de Corea del Sur —un país que partiendo de la nada decidió integrarse de lleno en la economía mundial— sea 14 veces superior a la de sus iguales de Corea del Norte —un país que partiendo de la nada sigue en ella gracias a la decisión de su dictador de oponerse a la economía de mercado y, por supuesto, a la globalización—, para ellos solo es demagogia maquillada de porcentajes por los tecnócratas del Banco Mundial.

Pero es inútil cargarse de argumentos racionales frente a algo que apela a la irracionalidad en su propio origen. Porque los artífices intelectuales del pensamiento único son muy conscientes de que la clave de su éxito siempre estará en ser capaces de sustituir el conocimiento objetivo por las emociones. La guerra de los Ramonet no es la de las cifras y el análisis económico, sino la de las grandes palabras. Saben que, desde que Rousseau descubrió la veta y empezó a explotarla, en Europa siempre se escuchan con un silencio reverencial los sermones de los sacerdotes secularizados de las grandes palabras. Cuando hablan de Economía, parecen utilizar un lenguaje laico. Diríase que tienen en la cabeza la intuición errada de que es un juego de suma cero, como los que modelizó Nash, una situación en la que si uno gana, necesariamente, otro tiene que perder. Pero solo es una apariencia; detrás de ese velo civil, los sacerdotes de las grandes palabras siempre están apelando, como sus ancestros, a la Culpa, al chantaje emocional del Pecado, y ésa es la clave su éxito renovado.

Es el poder de las grandes palabras vacías. Al viejo Sartre le sirvieron para llevarse a la cama a las adolescentes más bellas de la Sorbona; al chico de Génova, para encontrar una muerte estúpida en una manifestación; a Ignacio Ramonet, para hacerse un hueco en la sección de best seller de El Corte Inglés; y a Visen, para dejar impreso que habiendo escritores, políticos y periodistas, era una pena que los científicos experimentasen con animales.


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