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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La famosa revolución social

Mi muy admirada Ángela Vallvey se pregunta con tanto asombro como inteligencia cómo es posible que en la situación actual (4,5 millones de parados, 1,3 millones de familias en la que no hay ingreso alguno y una bolsa permanente de no menos de 2 millones de desempleados aun en tiempos de bonanza, datos a los que yo añado que el 40% de los menores de 35 no está ocupado) no pase absolutamente nada en términos de protesta social.

Mi muy admirada Ángela Vallvey se pregunta con tanto asombro como inteligencia cómo es posible que en la situación actual (4,5 millones de parados, 1,3 millones de familias en la que no hay ingreso alguno y una bolsa permanente de no menos de 2 millones de desempleados aun en tiempos de bonanza, datos a los que yo añado que el 40% de los menores de 35 no está ocupado) no pase absolutamente nada en términos de protesta social.
No hay de qué asombrarse, querida Ángela: la gente es así y contraviene constantemente las leyes de la esperanza.

Yo también me lo he preguntado muchas veces y, en el pasado, con asombro. Necesité un largo tiempo para entender que el interrogante correspondía a una tragedia ideológica de la que era protagonista, junto a varios miles de millones más –no exagero–: la herencia del marxismo, que nos hace suponer de manera casi refleja que la miseria genera un rabia revolucionaria y que los hombres sometidos a la injusticia de lo real se levantan contra ella. Y nada más alejado de la verdad. Los hombres jamás se han alzado por sí mismos contra nada. Ni siquiera contra la esclavitud: Espartaco es un mito, y las revueltas de esclavos jamás lo fueron contra la esclavitud misma, sino contra determinadas condiciones puntuales. El Imperio Romano no cayó por obra de los esclavos, sino por obra de la extensión de su dominio, insostenible, incontrolable, y de la necesidad de estabular esclavos para que se reprodujeran: convertirlos de máquinas en miembros de la especie.

Todas las revoluciones han surgido cuando ha habido una organización generada lentamente a lo largo de años, décadas, en no pocos casos siglos. Una iglesia, un partido, un líder. Nunca han nacido de la espontaneidad. Ni siquiera una magra manifestación goza de espontaneidad. Alguien la organiza por algo, que rara vez es aquello por lo que la gente acude a ella. En ocasiones, el origen es claro y visible: las organizaciones de payeses en los últimos días, por ejemplo. Que han culminado con la aplicación a una docena de detenidos de una vieja fórmula franquista que yo creía derogada: "Atentado a agente de la autoridad", algo de lo que fui acusado, y por ello enviado a la Modelo de Barcelona en los primeros días de la Transición. Y eso porque las organizaciones de payeses no son institución, no están realmente normalizadas en el sistema.

Lo normalizado en el sistema son los sindicatos, que no nacieron para abreviar el camino a la revolución socialista, como tantos creyeron, sino para organizar el capitalismo de forma más eficiente, sin violencias inútiles, mediante unas negociaciones que lo facilitaran todo sin que nadie se moviera en el esquema social: los obreros con los obreros y los patronos con los patronos, y unas uniones obreras y otras patronales, dominadas cada una por su burocracia, en representación de cada parte. No hay un solo obrero en los sindicatos ni un solo patrono en las asociaciones patronales: ninguno de esos burócratas ha visto en persona un proletario o un burgués de carne y hueso en muchos años. Nuestro presidente es perfectamente consciente de ello cuando dice que no hay diálogo social: puede echar a cualquiera cuando él quiera. Eso sí, si alguien saca los pies del plato, manda a los mossos o a los uniformados que correspondan en cada lugar del Estado de las Autonomías.

Los sindicatos, además, aun en los tiempos en que permitían una cierta participación obrera, e incluso comisiones internas en las grandes empresas, fueron representantes únicamente de los trabajadores ocupados. El desempleo es una forma de muerte civil, puesto que quien no trabaja no cotiza. Ni paga impuestos. Que se conforme con que le dure la cartilla de la SS y con lo que le eche Cáritas.

David Ricardo, y luego, consecuentemente, Karl Marx, se refirió siempre al "ejército industrial de reserva": las bolsas constantes de parados que mantienen dentro de unos límites razonables el precio de la fuerza de trabajo: no hay forma de aumentar los salarios más allá de lo previsto mientras haya alguien dispuesto a ocupar cada puesto vacante. Por supuesto, el individuo en paro no piensa en vender su fuerza de trabajo, sino en que le den trabajo. Es curioso que Marx, que conocía perfectamente el proceso, haya concebido la loca idea de que existía una clase social revolucionaria, determinada por las condiciones objetivas. Y más curioso aún que los demás hayamos aceptado esa idea hasta hacerla parte de nuestro inconsciente, hasta el punto de asombrarnos cuando la previsión no se cumple.

No fueron los campesinos pobres, ni los siervos ni los escasos obreros de la Rusia de 1917 los que hicieron la revolución soviética, sino el pequeño pero bien organizado partido de Lenin, con su aparato de propaganda, con la policía política heredada del zarismo y con el apoyo alemán.

El proletariado español movilizado entre 1934 y 1939 no salió a reclamar salarios ni empleos, sino a quemar iglesias. Porque el motor en los individuos de la máquina general que la agitación y la propaganda ponen en marcha no es la conciencia de clase, ni siquiera su desesperante miseria personal, sino el resentimiento. Eso es lo que movilizan los bolivarianos hoy, los comunistas hace cinco minutos. No se trata de que, como afirmaba Marx, la clase en sí deviniera clase para sí, sino de que los resentidos en sí devengan resentidos para otro, el que sea, que diga representarlos, y que les dé la oportunidad de participar de una expropiación o de la quema de una fábrica, a ser posible con algún burgués adentro.

Por eso, hoy no se mueve nadie en España: quien podría impulsar el movimiento ocupa La Moncloa, tiene los sindicatos a su servicio y no está por la labor. A lo más que podemos atrevernos es a desear que pierda las próximas elecciones y sea sustituido por otros miembros de la clase política que, hoy por hoy, se le parecen hasta el punto de confundirse: me refiero a ese partido político que sostiene que las jubilaciones de los banqueros son ofensivas y que la alianza de civilizaciones, si bien se la mira, no está tan mal.

Si mañana se le ocurriera a Zapatero o a algún asesor inteligente, que debe de haberlo, movilizar a alguien, sería para su propia defensa, incluso violenta, como Kirchner ha creado el movimiento piquetero y otros (peores todavía), y como Chávez ha militarizado a la juventud al margen del ejército venezolano.

Es muy peligroso dejarse atrapar por el propio pasado ideológico y dar por buenas ciertas nociones, como que las clases sometidas luchan para liberarse, o que los pueblos se cansan y se rebelan, o que los pueblos no se suicidan. La humanidad lleva miles de años de sumisión, está cansada y lo más probable es que se suicide.

Cuando el ejército industrial de reserva crezca más allá de ciertos límites, en proliferación cancerosa, dentro de un par de años, se tomarán medidas para devolverlo a una dimensión razonable, cosa que se puede hacer de diversas maneras, según el nivel de desarrollo de una sociedad y de sus políticos –que no representan a nadie–: mediante cirugía social o recolocando a unos cuantos en la producción: si es tiempo de bonanza, como dice Ángela Vallvey, volverá a los dos millones estables y todos nos sentiremos riquísimos, como antes de que estallara la mal llamada crisis; si siguen las vacas flacas, tal vez el recorte lleve la masa de parados a los tres millones, que ya será menos con la huida de los inmigrantes venidos de países a los que se puede retornar –no a Zambia ni a Ruanda, claro–. Y también seremos felices.

La gente lo aguanta todo. Y sólo se levanta cuando alguien, Lenin o Mussolini, la llama. Si no, son Haití.


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