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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La falsa sabiduría

Hay en casi todas las librerías, y en sitios que no son librerías pero en los que se venden libros (herboristerías, tiendas de chucherías ocultistas, naturistas/ecologistas, etc.), obras al alcance de cualquier lector y cualquier bolsillo cuyo contenido es fácil de resumir: sabiduría. No cualquier sabiduría, sino sabiduría práctica, de efectos inmediatos sobre la bondad, la belleza y la inteligencia del más zafio.

Hay en casi todas las librerías, y en sitios que no son librerías pero en los que se venden libros (herboristerías, tiendas de chucherías ocultistas, naturistas/ecologistas, etc.), obras al alcance de cualquier lector y cualquier bolsillo cuyo contenido es fácil de resumir: sabiduría. No cualquier sabiduría, sino sabiduría práctica, de efectos inmediatos sobre la bondad, la belleza y la inteligencia del más zafio.
Le decía Susan Sarandon a Burt Lancaster en Atlantic City, la bella película de Louis Malle: "Tiene que enseñarme todo lo que sabe". Y él respondía: "¿Qué quiere, información o sabiduría?".
 
La información es, evidentemente, transmisible: basta con que el receptor esté lo bastante atento y posea una memoria menos que mediocre para que retenga lo esencial acerca de casi cualquier asunto. Con ese criterio se planificó la instrucción pública (que no educación): se esperaba que al cabo de unos años de asistencia a un aula, con un maestro normal (en todos los sentidos) al frente, no hubiese nadie que no dominara la lectura, la escritura y las cuatro operaciones elementales, amén de algunas nociones del tipo "el cuerpo se divide en cabeza, tronco y extremidades" o "Lugo, Orense, Pontevedra y La Coruña". Ahora no es tan así la cosa, pero no es éste el momento ni el lugar para emprender una crítica de la educación, que, por otra parte, ya han hecho y hacen mucho mejor que yo Alicia Delibes o Javier Orrico.
 
En relación con la instrucción pública, se esperaba que unos cuantos destacaran y, además de los conocimientos que acabo de enumerar, absorbieran uno que otro teorema, la célebre y nunca bien ponderada lista de los reyes godos y hasta los ríos de Europa. Ésos llegarían a la universidad y entrarían en el espacio de los que manejan información especializada, poniéndose a operar cataratas, construir puentes o defender reos. Pero en ningún caso pretendía nadie que de ese proceso salieran sabios.
 
Los sabios, si los había, nacerían al cabo de los años, de la suma de información y vida. El número de compañeros de clase de don Gregorio Marañón o de don Santiago Ramón y Cajal tiene que haber sido alto, y no pocos de ellos habrán sido médicos meritorios, pero ellos llegaron a la sabiduría, algo que está más allá del mero conocimiento.
 
Pues bien: ahora hay centenares de libros de sabiduría para quienes han llegado a licenciarse en algo pero también para los que no llegaron a la o con un canuto. Vaya por delante el ejemplo de Paulo Coelho, el más-más de todos, pero sin olvidar que le persiguen con esperanza de alcanzarle Jorge Bucay y Alejandro Jodorowsky (y ahora un Jodorowsky hijo, que no abandonará a su suerte la empresa familiar).
 
Todas las generaciones tuvieron santones dispensadores de sabiduría. Gourdjieff, que tuvo el dudoso honor de ser compañero de Stalin en el seminario de Tiflis (o al revés: quizás el honor fue de Stalin), engatusó a buena parte de la intelectualidad europea, aunque menos que su discípulo Ouspensky con sus enseñanzas sobre el Cuarto Camino y la expansión de la conciencia, un melting pot de psicología de la Gestalt y esoterismo que consiguió llamar la atención de un tipo tan duro como Aldous Huxley y lanzarlo por el camino de la investigación espiritual con drogas. No sé si fue el cuarto camino, pero sí la tercera vía: los que no caían en el stalinismo ni en el nazismo caían en el peyote o el LSD y preparaban el camino del hippismo con aires de científicos del alma.
 
Los que no entraban en esas cosas, bien porque el nivel era muy alto y sólo podían acudir a los divulgadores, bien porque los santones como Gourdjieff, Ouspensky o su gran divulgador, Maurice Nicoll, eran demasiado caros y únicamente servían a la jet, ésos se conformaban con sucedáneos de calidad y nivel más bajo. Cuando yo era jovencito, en la época de Rayuela, ese lugar lo ocupaba un tipo llamado Lobsang Rampa, del que se decía que era monje en el Tíbet y había escrito uno de esos best sellers que parecen inagotables y eternos, titulado El tercer ojo.
 
Con el tiempo se llegó a saber que se llamaba Cyril Henry Hoskins, que era hijo de un modesto fontanero londinense y que ni era monje ni había salido jamás de Inglaterra. Pero el daño ya estaba hecho, y yo creo que Rayuela entró como entró en el mercado, aparte sus méritos literarios, porque conectaba con la porción zen de la conciencia de la época.
 
Sin entrar en el budismo ni conquistar los nichos de los gourdieffianos, con una mayor seriedad, le hacía por entonces la competencia a Rampa un chino Lin Yutang, autor de La importancia de vivir, que de Shanghai pasó a Harvard y luego a Europa, fue candidato al Nobel de Literatura y fascinaba a Octavio Paz. Pero era menos pretencioso y fue menos popular que Rampa.
 
La generación siguiente, menos culta, ya ni siquiera necesitó a un Rampa, y aun menos un Yutang: le bastó con Jalil Gibrán, que venía vendiendo bien desde los años 20 pero cuyo mito, con tonos de subreligión dentro de un cristianismo ecuménico, había venido creciendo desde su muerte, en 1931, y su posterior entierro en olor de santidad en una iglesia de Beirut.
 
En los años 60 y 70 El profeta de Gibrán se veía en los trenes y en los aviones como hoy se ven los bodrios de Paulo Coelho. Perlas de Gibrán: "Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes"; "la más bella palabra en labios de un hombre es la palabra madre, y la llamada más dulce: madre mía"; "para entender el corazón y la mente de una persona, no te fijes en lo que ha hecho, no te fijes en lo que ha logrado, sino en lo que aspira a hacer".
 
No siempre la seudosabiduría o sabiduría basura tuvieron sesgo oriental. Los hay que toman El principito de Saint-Exupéry como un manual de filosofía, algo muy alejado de lo que pretendió su autor, o acuden al Juan Salvador Gaviota de Richard Bach, un tipo que dice que el libro le llegó en forma de revelación, que él no hizo más que tomar el dictado y que perturbó a medio mundo con una gaviota que llega a "un plano superior de la existencia" y aprende que "la eternidad no es un lugar ni un tiempo", porque "el lugar y el tiempo poco significan". "Es [la eternidad] saber que nuestra verdadera naturaleza vive simultáneamente en algún lugar del espacio y del tiempo". Da un poco de alipori.
 
Al hilo de toda esa bazofia intelectual y al amparo del multiculturalismo han aparecido las sabidurías "naturales". Desde Wounded Knee, un hito histórico en el desarrollo del multiculturalismo, hasta hoy, por ejemplo, han cobrado vida las máximas de jefes indios americanos refractarios a la acción del hombre blanco, fuera ésta la que fuese. No hay sitio con olor a incienso y venta de ponchos o saris en el que no haya un póster con un texto de algún sabio jefe indio. El jefe Seattle, de los suwamish, le escribió al presidente Franklin Pierce en 1854, tratando de la propuesta de compra de sus tierras por parte del Estado americano:
Meditaremos la idea del hombre blanco de comprar nuestras tierras. Pero ¿puede acaso ser un hombre dueño de su madre? Mi pueblo pregunta: ¿qué quiere comprar el hombre blanco? ¿Se puede comprar el aire o el calor de la tierra o la agilidad del venado? ¿Cómo podemos nosotros venderos esas cosas, y vosotros cómo podríais comprarlas?
Hasta aquí, Seattle se hace el tonto respecto de la transacción misma, que comprende perfectamente, porque en otra parte del texto dice: "Sabemos que si no vendemos vendrán seguramente hombres blancos armados y nos quitarán nuestras tierras"; es decir, que tiene clara idea de propiedad. Y dice más abajo:
Cuando todos los bisontes hayan sido sacrificados, los caballos salvajes domados, los misteriosos rincones del bosque profanados por el aliento agobiante de muchos hombres blancos y se atiborre de cables parlantes la espléndida visión de las colinas... ¿dónde estará el bosque? Habrá sido destruido. ¿Dónde estará el águila? Habrá desaparecido. Y esto significará el fin de la vida y el comienzo de la lucha por la supervivencia.
Es decir, significará, para las cabecitas de gente como el ultrarreaccionario José Bové, enemigo de las hamburguesas extranjeras, o de cualquier ecologista, la llegada del capitalismo.
 
Lo que olvidan Bové, los ecologistas y el conjunto de quienes leen con simpatías la carta del cacique es que el capitalismo había llegado trescientos sesenta años antes de que Pierce fuese presidente, y que, con él, se habían instalado en América esos caballos que parecen haber estado ahí desde siempre. La imagen del piel roja a caballo, que tanto debe a Hollywood, que rodó historias del siglo XIX y aun del XVIII, se ha extendido peligrosamente hacia la imagen del habitante precolombino de América. Imagen tan torpe como la de un italiano precolombino comiendo pasta con tomate.
 
Lo que dice el jefe Seattle puede sonar bonito, pero no es cierto. Los ecologistas lo tienen entre sus más preciados documentos históricos. Lo que lo convierte en algo peor que la afirmación de que el sol siempre sale después de la tormenta hecha por Gibrán, para asombro de ignorantes radicales, y repetida, para asombro de generaciones de ignorantes radicales, por sus predecesores y sus sucesores. La ventaja de lo obvio es que es indiscutible, aunque suene ridículo.
 
Lo más curioso de los progres que admiran a Seattle y lo desconocen casi todo de la historia de los Estados Unidos es que son los mismos que, movidos por su anticlericalismo, discuten con aire seudocientífico la historicidad de los relatos bíblicos. Los mitos de la no propiedad y de la eternidad del caballo en América les parecen más aceptables que los mitos de origen de Occidente. Por eso, cuando se van de vacaciones, se llevan El manual del Guerrero de la Luz.
 
 
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