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DOLOR Y CLARIDAD DE ESPAÑA

La España de Franco en unas cartas de Bergamín

Cuando a finales de los años 60 Max Aub volvió a España después de un largo exilio, parece ser que dijo estar apenado no ya por la falta de libertad, sino más bien por el hecho de que no se notara esa falta. De sobra sabía él que la versión oficial de la España de entonces entre los exiliados tenía que ver muy poco con la realidad. Poco antes había pasado por Roma, donde yo vivía, y su mujer, que por cierto se llamaba Perpetua, como el ama del cura don Abundio en Los novios de Manzoni y a quien él llamaba Peua, me dijo que ella solía ir a Valencia, donde tenía familia, pero que durante su estancia se negaba a salir a la calle para no ver aquella realidad con la que el exilio no quería enfrentarse. 

Cuando a finales de los años 60 Max Aub volvió a España después de un largo exilio, parece ser que dijo estar apenado no ya por la falta de libertad, sino más bien por el hecho de que no se notara esa falta. De sobra sabía él que la versión oficial de la España de entonces entre los exiliados tenía que ver muy poco con la realidad. Poco antes había pasado por Roma, donde yo vivía, y su mujer, que por cierto se llamaba Perpetua, como el ama del cura don Abundio en Los novios de Manzoni y a quien él llamaba Peua, me dijo que ella solía ir a Valencia, donde tenía familia, pero que durante su estancia se negaba a salir a la calle para no ver aquella realidad con la que el exilio no quería enfrentarse. 
José Bergamín
Uno, en cambio, que no tuvo miedo a enfrentarse a esa realidad fue Bergamín, cuando, diez años atrás, en febrero de 1959, volvía a pisar las calles de Madrid y escribía a María Zambrano, entonces en Roma, animándola a que siguiera su ejemplo. “Madrid me tiene verdaderamente encantado (...) La realidad supera siempre a los sueños. Y es tanta la afirmación de la vida y la verdad de la realidad española que, para nosotros, supera todo. No acabaré nunca de decirte –no puedo expresarlo enteramente– lo que es para mí esta resurrección madrileña, esta pura alegría. No hago más que darle las gracias a Dios por esta Gracia”. 
 
Como quiera que yo fui testigo de esta “resurrección”, no me pillan por sorpresa estos desahogos epistolares, pero me satisface que confirmen el testimonio que doy de ella en Mano en candela. No exageraba yo, pues, cuando escribía al hablar de ese Bergamín “que estaba feliz”.  Hay que agradecerle a Editorial Renacimiento la publicación –con el título de Dolor y claridad de España*– de estas cartas de Bergamín a la Zambrano, en edición de Nigel Dennis.
 
Ya Dennis se encarga de recordarle al lector, apoyándose para ello en otra carta de Bergamín a Justino de Azcárate, que no es oro todo lo que reluce, y que hay otra realidad mucho menos grata. Tampoco esto es una novedad para el que esté familiarizado con la vida y la obra de un personaje tan sinuoso y helicoidal. En la carta a Azcárate hay un juicio negativo que puede valer para los españoles y los gobernantes de todas las épocas, pero en las cartas a la Zambrano hay un pasmo ante una realidad madrileña muy concreta en el tiempo que supera con mucho la realidad pretérita. Y lo expresa así: “(…) creo que en todo ha ganado, aumentado ahora. En todo. Hasta en sus gentes. Es extraño el cambio que percibo en la realidad española, y no, ni mucho menos, para peor”. 
 
Lo más curioso es que Bergamín elija para ilustrar sus impresiones madrileñas nada menos que un Desfile de la Victoria: “Figúrate que ayer 3 de mayo me fui, después de Misa en San Jerónimo, a ver el ‘desfile’ militar. Y lo vi. Y lo que vi en las calles, en el Prado y Recoletos, Alcalá, las plazas de Cibeles y Neptuno, fue la gente, una gente increíblemente noble, limpia, elegante, seria, casi grave: una gente, un pueblo (?) más velazqueño que goyesco (...) El ‘aquí somos otra gente’ es, no sé si por dicha o desdicha, cierto. Esto, todo esto, me parece un mundo de distinta naturaleza. Y gracia. Sorprende la delicadeza, cortesía, ritmo sosegado de las gentes. Y lo bien vestido y calzado (!) que el mundo ‘gatuno’ de Madrid se nos presenta seriamente festero. O yo no me acuerdo muy bien o antes no era así.  Yo recuerdo gentes más vulgares y sucias y chillonas en estas fiestas. Ahora no (...) ¡Qué equilibrio y ecuanimidad!”
   
La cita es larga, y eso que va extractada, pero equivale a un tratado de sociología. Estamos hablando de 1959. Tres años más tarde vino a Sevilla, donde coincidí con él –vivía yo entonces en Ginebra–, y de lo que le escribe a la Zambrano quiero destacar sólo una frase, aunque sólo sea porque este año de centenarios también lo es de otra persona muy querida para mí a quien Bergamín hace referencia: “Los jardines del Alcázar han mejorado en sus extremos y están mejor cuidados que antes por su poeta-gitano-guardián (Romero Murube)”. 
   
No es fácil reconocer en el pueblo madrileño de comienzos de siglo a aquel pueblo madrileño que sedujo a Bergamín a comienzos de los 60. Y es que, para empezar, España ya no es diferente, como decía Fraga; o, dicho de otro modo, ya no es posible decir, con Lorca y con Bergamín, “aquí somos otra gente”. A la hora de asilvestrarse, nosotros no nos quedamos a la zaga.
   
Tampoco Sevilla es ya tan diferente. En una lectura poética en honor de Cernuda, celebrada en el Jardín de los Poetas del Alcázar, creación en su día de Romero Murube, me comentaba Octavio Paz el deplorable estado en que encontraba los jardines, y yo le dije: “¿Qué quiere usted? Lo primero que han hecho las nuevas autoridades es destituir al conservador y meterlo en la cárcel”. Ese conservador, sucesor inmediato de Romero Murube, era el arquitecto Rafael Manzano Martos, una persona a quien la nueva situación tenía especial empeño en humillar.
   
Nuestra patria tiene un pasado mísero, sórdido y mugriento con guerra civil intercalada y del que no empezó a salir hasta mediados del pasado siglo, y lo curioso es que sea a esos años de resurgimiento a los que nuestros cineastas y novelistas reducen la mugre, la sordidez y la  miseria de unos años, los que culminarían con la segunda República, que el catolicomunista Bergamín, momentáneamente contagiado de “nacionalcatolicismo”, recordaba muy bien un día de abril de 1959 después de ir a misa en los Jerónimos y de presenciar el Desfile de la Victoria.
        


* José Bergamín. Dolor y claridad de España. Cartas a María Zambrano. Edición de Nigel Dennis. El clavo ardiendo. Editorial Renacimiento. Sevilla, 2004.
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