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PROMESAS DE ZAPATERO

La escuela de Barcelona

No por casualidad Zapatero ha elegido Barcelona para anunciar que si en las elecciones le ocurre lo mismo que a Maragall, seguirá sus enseñanzas: formar un gobierno como sea. Es decir, llenar el Consejo de Ministros con todo eso que Alfonso Guerra, en sus tiempos de vicepresidente salao, consideraba competencia exclusiva de la Guardia Civil.

Del mismo modo, tampoco debe ser irrelevante que la Loya Yirga del PSOE haya evitado ratificar de manera formal y solemne la única promesa del candidato que se podría cumplir sin necesidad de hundir la Hacienda o desmantelar el Estado. Tal vez, ahí dentro, habrá pensado alguien que si lo que no puede ser no puede ser,  no por ello ha de ser imposible. Así las cosas, si el Zapatero candidato no sacara más votos que Rajoy, siempre podrían imponer el sacrificio de asumir la Presidencia al Zapatero disciplinado militante; y repetir la lección de cómo hacer acopio de comunistas, nacionalistas y verdes sandía que ya les ha enseñado el profesor Maragall. Todo sin que nadie hubiera faltado a su palabra.
 
En cualquier caso, si hay que tener fe en que Zapatero no miente, igualmente se impone creer que lo de Cataluña sería el modelo para un gobierno progresista en España, básicamente, porque él no se ha cansado de repetirlo. Por eso conviene prestar atención a esa “otra forma de hacer política” que nos anuncian desde la Generalidad. Por ejemplo, habrá que tomar nota de que “el sector del comercio no debe dejarse al libre funcionamiento del mercado”. Lo acaba de declarar el nuevo consejero de Comercio, Pere Esteve. Porque comprar donde a uno le de la gana y a los precios que más le convengan, es de derechas. Y hacerlo a la hora que a uno le plazca, de ultras. Así que se acabó: el tripartito ya está preparando un proyecto de ley para bloquear, a partir de 2005, la liberalización de los horarios comerciales decretada por el Gobierno. Y si la cadena Wal-Mart estuviera pensado aterrizar en Cataluña para hacer que los precios de los alimentos bajaran un treinta por ciento, igual que ha ocurrido en todos los países en los que se han instalado, que lo olviden. No pasarán.
 
Que el libre comercio sea malo para el consumidor que se desea cautivo no quiere decir que sea bueno para la industria; por el contrario, también es nefasto. Así piensa ese grupo de cosmopolitas que acaba de tomar el poder en Cataluña. Consecuente con el dogma, al primer ministro, Carod Rovira, le ha faltado tiempo para anunciar que “se va a acabar la impunidad” de las multinacionales. O sea, que de aquí no se va a mover nadie, porque lo dice él. Y como en Cataluña sólo están instaladas unas doscientas empresas transnacionales, que suponen el cuarenta por ciento de su producción industrial y el cincuenta por ciento de las exportaciones, el consejero de Trabajo, cierto Rañé, afirma estar diseñando varias campañas simultáneas de boicot a sus productos para acabar de arreglar lo del otro. “Hay que pensar globalmente, y hacer las tonterías localmente”, debe repetirse a modo de consigna para el compañero Zapatero mientras contempla extasiado la moqueta de su inesperado despacho.
 
De todos modos, esa gran labor de promoción de Cataluña como destino ideal para los proyectos de inversión internacionales que se estén gestando ahora mismo en todo el mundo, no interrumpe otras tareas más urgentes del tripartito. Sin ir más lejos, Joan Puigcercós, el ministrable de Esquerra en un gobierno del PSOE, ha buscado un hueco en su agenda para poder explicar en los periódicos de Barcelona que “si fuera católico, crearía una Iglesia propia, como hicieron los anglicanos”. No obstante, su aparente agnosticismo no ha sido inconveniente para que haya dicho amén al candidato a dirigir la Secretaría para la Sociedad de la Información. Ese cargo, estratégico para diseñar las infraestructuras que exige el cambio tecnológico y orientar la adaptación de los trabajadores catalanes a las  ineludibles exigencias de capacitación que impone el nuevo escenario global, ya tiene un titular. Acaban de colocar ahí a uno que dirigía la radio municipal de su pueblo, Arenys de Mar.
 
Glosando esa guerra de Gila que han montado en Barcelona contra Corea por el cierre de Samsung, escribía Girauta que la izquierda local no ha entendido a Peter Druker, el gurú de la sociedad poscapitalista. Es demasiado optimista: para no comprender al padre del management, tendrían que haberlo leído antes. Y cada día que pasa es más claro que la coalición se mueve entre Peñas arriba, de Pereda, y Lo pequeño es hermoso, de Schumacher; más allá, no ha llegado ninguno de los tres socios. Eso es lo que hay. Uno de los mitos más absurdamente arraigados en la España contemporánea es el del superlativo europeísmo y la refinada modernidad de la izquierda nacionalista catalana, es decir, de la izquierda catalana. Contra toda evidencia teórica y empírica, la progresía hispana se empeña en aferrarse a esa fantasía. Sin embargo, ni de lejos han cumplido sus primeros cien días de gobierno, y ya han dado marchamo institucional a todos los estereotipos más ontológicamente casposos de la mentalidad tradicional española. Ese discurso rancio que cuestiona permanentemente la moralidad del sistema económico, ese huir de la meritocracia como de la peste, esas inercias mentales que quieren ver en la Administración el modelo para una sociedad compleja, y no al revés; y ese Puigcercós montándole un cisma a Roma desde la barra de un bar.
 
No por casualidad Zapatero ha elegido Barcelona para anunciar que, si le llegan los votos, piensa aplicar las enseñanzas de Maragall. En ningún otro lugar de la Península, como diría el Honorable, podría encontrar maestros más genuinamente castizos.
 
 
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