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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La desesperanza

No conozco eso que suele llamarse "el desencanto": jamás he estado encantado con nada en materias políticas, ámbito en el cual todo suele ser imperfecto, inquietante, indecente y grotesco hasta la obscenidad.

No conozco eso que suele llamarse "el desencanto": jamás he estado encantado con nada en materias políticas, ámbito en el cual todo suele ser imperfecto, inquietante, indecente y grotesco hasta la obscenidad.
He leído la historia de los hombres y desde sus inicios es igual de horrenda. Uno de los documentos más antiguos que se conocen es una tablilla sumeria en la que se dice: "Temerás al recaudador de impuestos". Y después están los esclavos que construyeron las pirámides y el faraón del que hay que escapar. Y Mahoma y su infinita sed de conquista. Y las guerras de religión entre cristianos. Y la guillotina. Y la tortura en todas sus formas. No hay que esperar demasiado de nuestros semejantes, ni en el pasado ni en el porvenir.

Nos hemos venido defendiendo de todas esas realidades terribles mediante dos mecanismos: la desatención del entorno –que incluye la ignorancia del pasado– y una vaga idea teleológica, aunque no sepamos cuál es el propósito de la historia, ni si esperamos al Mesías por primera o por segunda vez.

La desatención es sencilla: basta con convencerse de una de dos cosas: 1) de que no vale la pena saber, porque uno jamás saldrá de la condición en que ha venido al mundo y se perpetuará en la miseria material o moral y condenará a lo mismo a las generaciones venideras; 2) de que no vale la pena saber porque uno saldrá con esfuerzo de la miseria material y acumulará para sus hijos y sus nietos, para lo cual basta con poseer el don del dinero. Obviamente, esta segunda opción no incluye lo moral, y en muchos casos lo excluye. Se conserva la carta de un comerciante de Lyon que llegó a París el 14 de julio de 1789 y escribió a su familia diciendo que le parecía que su viaje parecía condenado al fracaso porque en la ciudad estaba todo cerrado y él no entendía lo que estaba pasando, pero veía difícil encontrarse con la gente a la que había ido a ver.

La finalidad de la historia es asunto algo más complejo. Hay que decidir entre 1) esperar al Mesías, o 2) preparar el porvenir activamente, que es lo que han hecho todos los revolucionarios a lo largo de los tiempos –"cambiar la historia", decía Marx–, cayendo cada vez en totalitarismos, matanzas, persecuciones y más atraso del que se pretendía superar: fascismo de izquierdas o de derechas, como dice una amiga mía a la que no voy a nombrar ahora ni aquí porque merece un artículo que escribiré en breve.

Los que esperan al Mesías no lo tienen mejor, y a veces hasta se confunden con los otros, porque al Mesías no se lo espera como en un bar, fumando y tomando café, sino siendo un justo, preparándose para el Juicio, no malversando su destino, como dice Jaime Naifleisch, desarrollando a Buber. Y eso lleva a veces a la pretensión de la justicia universal y, por tanto, a la revolución, una vez más.

O sea, que nunca ha sido fácil ser hombre, y los mecanismos de los que nos valemos para subsistir –todos ellos formas del olvido– nunca han sido suficientes. Pero esa lectura de la historia de la que hablaba más arriba presenta una contracara de lo horrendo: frente a cada faraón aparece siempre un Moisés para conducir a los judíos (y, dice la Escritura, a "la multitud mezclada") fuera de cada Egipto: siempre hay alguien que encarna la esperanza, aunque su tarea principal sea por lo general poner orden entre los desesperados esperanzados e imponer unas tablas de la ley, divinas o humanas, señalar el camino para ser un justo y no una bestia sin discriminación.

Siempre hay alguien, aunque se llame Robespierre y esté más enfadado que Moisés, el pobre, que no hizo más que gritar a los ignorantes y romper las tablas en un acceso de furia. Siempre hay alguien, aunque encarne una esperanza perversa, como Hitler, Mussolini o Stalin.

Ahora no. Al menos, no en Occidente. Y, desde luego, nadie puede encarnar la esperanza fuera de nuestro legado judeocristiano. Nunca antes la mediocridad, el repudio a la excelencia y el poder de los incompetentes han sido más omnipresentes –Xavier Roig, en un libro reciente, habla de la "dictadura de la incompetencia"–. En toda la política occidental no hay un solo líder, ni político ni intelectual. Hay deleznables gurúes y figurones como Obama, que nos arrastran a todos hacia un estado de cosas del que será difícil salir. Hay administradores de dinero tendencialmente deshonestos. Hay administradores políticos de intereses particulares, como Ángela Merkel, cuya vocación europeísta llega exactamente a los límites que le impone el Bundesbank, y que viene a demostrar que la Unión Europea no es más que un sueño carísimo del que saldremos con dolor: ya lo explicó El Roto en una viñeta, en los tiempos en que aún pagábamos con pesetas, mostrando un mendigo que decía: "No veo el momento en que las limosnas me las den en euros".

En esto no hay desencanto porque nunca nada de lo que hubo me pareció bien. En esto hay desesperanza. Pero no por culpa de los políticos en activo, sino de la gente en general, de la que jamás he esperado nada, pero que hoy es más incapaz aún de generar nada, ni siquiera un Espartaco equivocado. Y se trata de una situación a la que hemos llegado porque nos llevaron a ella de las narices, deseducándonos, llenando nuestra existencia de Belén Esteban y todo vale, hasta Dinio haciendo porno en la Puerta de Alcalá, negociándolo todo con todos y a la vista del mundo, bostezando en los despachos y aguardando a que todo afuera termine de descomponerse.


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