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ACERCA DE ESPAÑA TRAICIONADA

La crítica debe ser crítica

El libro España traicionada es un torpedo en la línea de flotación de la mendaz historiografía que en estos últimos veinte años ha tratado de convencernos de que el régimen del Frente Popular no era revolucionario, sino democrático y continuador de la república del 14 de abril.

Convencernos de que fue culpablemente abandonado por las demás democracias, y ayudado en cambio, de buena fe, por Stalin; de que el envío del oro español a Moscú fue un acto legal, y su gestión por el Kremlin irreprochable, salvo por irregularidades menores; de que las Brigadas Internacionales no eran un ejército comunista, sino una empresa idealista en defensa de la libertad de España; de que Negrín defendió la democracia liberal… Y otros mitos tan del gusto de los Juliá, Viñas, Raguer y una infinidad de estudiosos de esa cuerda.

España traicionada se compone de documentos secretos soviéticos, es decir, papeles no destinados a la propaganda, a esas ruedas de molino tan ávidamente tragadas por los autores aludidos en su copiosa, pero básicamente estéril, producción historiográfica. El libro armó revuelo en su edición en inglés, ya hace un año, y era sin duda bien conocido de la mayoría de dichos estudiosos, que no le dedicaron una línea. Hace algún tiempo fue traducido por fin al español, y el silencio ha continuado, aunque era difícil mantenerlo. Así, el más ingenuo de esos historiadores-propagandistas, E. Moradiellos, le ha dedicado una breve reseña en el suplemento de ABC. Conviene decir que el mismo autor también reseñó en Revista de libros mi trabajo El derrumbe de la república y la guerra civil, cosa que le agradezco, porque rompía un poco el silencio mantenido al respecto por el nutrido clan de los historiadores “progresistas”. La reseña, bastante deshonesta desde el punto de vista intelectual, dio pie a una breve polémica que no llegó a tomar vuelo por la soberbia e indisciplina mental con que Moradiellos la planteaba. Así está el patio en esos ambientes, y así está la universidad.

La crítica de Moradiellos a España traicionada tiene interés no tanto por lo que dice, pues quien la lea no sacará gran cosa en limpio sobre el contenido del libro, sino por la técnica empleada para neutralizar en lo posible el impacto de los documentos. Empieza por recurrir al argumento de autoridad —también lo hizo en su polémica sobre El derrumbe...—, aludiendo a autores y libros no citados en España traicionada. No tenían porqué serlo en una recopilación de documentos que, por lo demás, dejan seriamente “tocados” a tales autores. En particular le duele al crítico la ausencia de referencias a la historiografía española. Esto, como ya observé en otra reseña del libro, revela la arrogancia anglosajona, pero no debiera extrañarle a Moradiellos, porque él y los demás “progres” han alimentado abundantemente esa arrogancia, con su servilismo hacia lo peor de la historiografía anglouseña, hacia los Preston, Jackson y similares. Pero el resentimiento es comprensible. Les pasa como a aquellos “latinoamericanos” de que hablaba Rubén Darío, postrados ante el esplendor cultural parisino, sin recibir a cambio ni una mirada. Por lo demás, muy pocos historiadores ingleses o useños conocerán algo a fondo las indispensables obras de Martínez Bande o los hermanos Salas Larrazábal, por ejemplo, entre otras cosas porque han sido silenciadas y casi enterradas por el clan progresista; pero sin duda conocerán la abundante producción de estos enterradores. Y, conocida, difícilmente la habrán apreciado mucho.

Moradiellos plantea así la cuestión de la política soviética en España: ¿Procuró Stalin “fomentar la revolución social mediante la creación de un estado satélite español y la provocación de una guerra europea (hipótesis del pérfido Stalin)”, o bien trató de sostener “un régimen democrático en oposición al expansionismo del eje italo-germano y con la esperanza de forjar una alianza con las democracias occidentales en defensa de la seguridad colectiva (hipótesis del honesto Stalin)?” Él, como los demás historiadores ahítos de ruedas de molino del agitprop soviético, cree en la segunda opción. Pero la disyuntiva entre el Stalin honesto y el pérfido rebaja el problema a un nivel algo pueril, y además cae por su peso tan pronto abandonamos la ficción de que el Frente Popular español era democrático. Pues componían ese régimen las fuerzas sublevadas en octubre de 1934 contra un gobierno legítimo, pretextando un peligro fascista inexistente. Esas mismas fuerzas volvieron a crear, desde febrero del 36, una situación revolucionaria real, no fantástica como el supuesto fascismo del 34, provocando la rebelión in extremis de una derecha amenazada de liquidación política y física.

Por tanto, no es que Stalin quisiera fomentar la revolución social en España, sino que ésta era una realidad, y él, al revés que nuestros peculiares historiadores, lo sabía perfectamente, aunque empleara consignas “democráticas”, como siempre lo hizo, y siempre fraudulentamente. Su actuación consistió en controlar y encauzar la revolución, en dominar al Frente Popular de acuerdo con su interés de gran potencia, según demuestran de modo inapelable los documentos de España traicionada.

Tampoco hay verdadera oposición entre la política de contención de Alemania y los tratos con ésta. Stalin estaba convencido, lo repitió en diversas ocasiones, de la inevitabilidad de una nueva guerra europea, y su actividad sólo puede entenderse a partir de esa convicción. El problema clave era si la guerra estallaría por occidente, entre los países “imperialistas”, o por oriente, entre Alemania y la URSS. Si lo primero, la devastación en la Europa occidental abonaría una irremisible expansión revolucionaria, dejando a Stalin como árbitro de la situación. La segunda posibilidad, en cambio, había que evitarla a toda costa. Moscú procuró por una parte aislar a Alemania y por otra pactar con él, predominando, según los casos, una u otra línea; pero la tendencia fundamental, como denunció Krivitski, era el acuerdo con el dictador nazi, logrado tras laboriosas maniobras. España fue un peón importante en ese gran designio, y su papel de peón exigía su total sumisión a las directrices soviéticas, lograda con el gobierno de Negrín, y al mismo tiempo la apariencia de un Frente Popular democrático, a fin de empujar a Francia y Gran Bretaña al anhelado conflicto con Alemania. Conciliar ambas cosas era muy difícil, pero en eso consistió el juego.

Tiene alguna razón Moradiellos cuando rebate esta conclusión de los compiladores del libro: “A partir de la amplia investigación de Howson ya no se puede volver a afirmar que la Unión Soviética fue el baluarte de la lucha contra Franco”. En efecto, lo que demuestra Howson en su mediocre libro es lo sabido desde siempre: que sin la ayuda soviética, aunque ésta tuviera sus grados de estafa, el Frente Popular se habría derrumbado pronto. Pero no saca la conclusión lógica: que el mayor tirano y genocida del siglo XX fuera el baluarte de la “república”, ya dice mucho sobre el carácter de ésta. Y dice tanto más cuanto que el término “ayuda” no define en absoluto la intervención soviética, pues ésta no sólo fue pagada por adelantado, sino que sirvió para hacer perder su independencia a la España izquierdista. La URSS, en efecto, adquirió un dominio fundamental sobre el Frente Popular a través del oro, de las armas, del PCE, y de los consejeros soviéticos. Sí cabe hablar de ayuda en el caso franquista, pues Alemania e Italia la adelantaron a crédito, fue pagada después en excelentes condiciones, y nunca permitió a Hitler o a Mussolini adquirir en el bando nacional un poder ni remotamente comparable al de Stalin en el contrario.

La crítica principal a España traicionada es la que Moradiellos intenta disimular. La dominación stalinista en España, ¿supuso una traición por parte de Stalin? Ni mucho menos. Él servía a sus intereses, y no tenía porqué sacrificarlos a los de España. Fueron los jefes del Frente Popular quienes pusieron en sus manos los instrumentos de dominio, empezando por el oro. Si hubo traición, ésta sólo puede achacarse a los dirigentes “democráticos” españoles.


(Nota: En el artículo anterior se hablaba de “Sagasti” como iniciador de Romanones en la masonería. Como ya habrá pensado el lector, se trataba de Sagasta)


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