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Cómo y por qué se mantiene el embargo

Existe la muy generalizada creencia de que el "embargo" -de algún modo hay que llamarlo- es la expresión más contundente de la hostilidad de Washington contra el gobierno cubano, cuando, en realidad, no es eso. Se trata de una política sostenida por la capacidad de intriga y el persuasivo talento de la oposición exiliada, capaz de influir en unos demócratas y republicanos que ya apenas abrigan sentimientos anticastristas, entre otras razones, porque la mayor parte de los gobernantes norteamericanos del fin de siglo eran unos niños cuando Castro llegó al poder.

Es cierto que Eisenhower decretó las primeras restricciones al comercio entre los dos países; y no es falso que Kennedy las endureció a partir de la "Crisis de los Misiles", pero a partir de Johnson todos los presidentes norteamericanos han estado tentados de normalizar las relaciones económicas entre los dos países, y si eso no ha ocurrido es, en primer lugar, por la terca resistencia de Castro a flexibilizar sus posiciones cada vez que un emisario de la Casa Blanca ha intentado obtener de La Habana alguna concesión que facilitara el cambio de política. Incluso Reagan, el más duro de todos, estuvo dispuesto a modificar totalmente su política hacia Cuba si La Habana dejaba de ayudar a los terroristas y subversivos en Centroamérica -entonces la mayor preocupación de la Casa Blanca-, pero su enviado, el general Alexander Haig, encontró una firme negativa por parte de sus interlocutores: "Fidel Castro jamás cede un milímetro en materia de principios revolucionarios".

Casi simultáneamente a la adquisición de poder político indirecto en Washington por medio del lobby cubano, se producía en el exilio otro notable fenómeno que impactaría las relaciones con Cuba: la aparición de congresistas cubanoamericanos de nivel nacional. Primero fue electa Ileana Ros-Lehtinen, una mujer enormemente querida por los miamenses, luego Lincoln Díaz-Balart -su tía Mirta, irónicamente, fue la primera esposa de Castro-, abogado con madera de estadista y talento para la polémica, y, finalmente, Roberto "Bob" Menéndez. Los dos primeros vinculados al partido republicano y elegidos por Miami, y el último al demócrata, del estado de New Jersey. Menéndez, además, ocupa dentro de su grupo parlamentario la tercera posición en importancia, lo que puede dar idea de su jerarquía en el Congreso.

La elección de estos tres congresistas cubanoamericanos, especialmente tras la muerte de Mas Canosa en 1997 y la desaparición de la influencia que él poseía como persona y líder enérgico y atractivo, tiene una especialísima significación, pues comporta "el desplazamiento del centro de interlocución", como ha señalado Leopoldo Cifuentes, un prominente exiliado residente en España, que en Cuba poseía una de las mejores fábricas de puros del país. Washington ya cuenta con quiénes consensuar su política cubana: ahora pesan mucho más las opiniones de estos tres legisladores, y la representación que, oficiosamente, se les atribuye de la comunidad cubanoamericana, que lo que puedan decir las organizaciones formadas por exiliados, aun cuando uno de estos congresistas, Bob Menéndez, ha sido seleccionado por un distrito en el que apenas hay electores cubanos. Esto -el gran leverage de estos tres congresistas- explica la redacción y aprobación de la llamada ley Helms-Burton, una pieza legislativa que, debido a la mediación de Díaz-Balart, codifica todos los anteriores decretos presidenciales relacionados con el "embargo", y coloca la política cubana en manos del Congreso, atándole las manos al inquilino de la Casa Blanca que quiera cambiar las relaciones con La Habana. Ahora, la posibilidad de eliminar el embargo sólo radica en el Congreso, y dentro de esa institución hay tres celosos guardianes dispuestos a no dejarse arrebatar esta medida.

¿Cómo defienden la permanencia del embargo estos tres congresistas? Con una combinación de argumentos jurídicos, morales, estratégicos y políticos que vale la pena examinar. En primer término, aclaran que el embargo no le prohíbe a ningún país del mundo comerciar con el gobierno de Castro, invertir en Cuba o favorecer al régimen con créditos, préstamos blandos o francas donaciones. Y la prueba es que algunos de los mejores aliados de EE.UU. -Canadá, España, Francia, Israel- hacen todo eso constantemente. Si en Cuba, de acuerdo con las cifras oficiales de La Habana, operan más de 200 empresas extranjeras, y si Cuba tiene deudas con Occidente que sobrepasan los once mil millones de dólares, es porque el país, por supuesto, no está aislado en el terreno económico. La verdad es que todo lo que Cuba produce con calidad y precio encuentra siempre su mercado en el exterior: básicamente azúcar, mariscos, tabaco, níquel, y ciertos productos biotecnológicos. Y la verdad es que todo lo que Cuba necesita, si tiene dinero para adquirirlo, o si obtiene créditos, puede comprarlo en Europa, Japón, Corea, Taiwán o América Latina, incluidos los productos made in USA, como puede comprobar cualquiera que visite una tienda para turistas. La ley Helms-Burton se limita a prohibirles a los norteamericanos negociar con Cuba -los perjudicados son ellos- y deja abierta la puerta de los tribunales o de la negación de visa a cualquiera que se beneficie o apodere de bienes propiedad de estadounidenses confiscados en Cuba sin previa indemnización.

Por otra parte, tampoco es cierto que el gobierno cubano carece de acceso al mercado norteamericano. Todo lo que tiene que hacer es rellenar una licencia y en el 99% de los casos se le concede. Más aún: la sociedad norteamericana es la que más ayuda brinda al pueblo cubano. Las donaciones de los particulares y de las iglesias desde la aprobación de la ley Torricelli en 1992 hasta 1997, de acuerdo con un informe oficial escrito para el Parlamento norteamericano por Roger Noriega, ayudante del senador Helms, se acercan a los dos mil cuatrocientos millones de dólares, cifra por lo menos veinte veces mayor que la procedente de la Unión Europea. Si a este guarismo se le añaden los cientos de millones de dólares que anualmente giran los cubanoamericanos a sus familiares, o la humanitaria aceptación de veinte mil inmigrantes todos los años, se tiene un cuadro mucho más realista de las relaciones entre los dos países: EE.UU., lejos de ser el origen de los problemas económicos de Cuba, resulta ser su principal fuente de alivio.

Desde el punto de vista jurídico tampoco parece haber contradicciones en la aplicación extraterritorial de la ley Helms-Burton. En un mundo que acepta la mundialización de los códigos penales, como se evidencia en la detención de Pinochet en Londres por solicitud de un juez español decidido a castigar delitos cometidos en Chile, o en el que catorce países le declaran la guerra a Yugoslavia por los genocidios cometidos dentro de su propio territorio, resulta perfectamente coherente que un país decida sancionar o someter al arbitrio de sus jueces a quienes no han tenido inconveniente en lucrarse con propiedades de sus ciudadanos que, en principio, han sido robadas a sus legítimos propietarios en terceros países.

Los argumentos de carácter moral que los congresistas cubanoamericanos suelen esgrimir tampoco son desdeñables: un país -en este caso EE.UU.- tiene la obligación ética de imponer sanciones y castigos económicos a las naciones que violan los derechos humanos, especialmente si se trata de gobiernos que no muestran el menor propósito de enmienda. Esto fue lo que se hizo contra la Sudáfrica racista del apartheid o contra la narcodictadura haitiana. Y el hecho de que se trate de sanciones unilaterales, no aprobadas por la ONU, puede ser un dato insignificante. La ONU tampoco aprobó el bombardeo de Yugoslavia y no por eso las principales democracias del planeta dejaron de actuar. Al mismo tiempo, resulta un despropósito tratar de desacreditar el embargo contra Cuba contrastándolo con la política comercial que EE.UU. sigue con China. Es verdad que se trata de un caso de justicia selectiva, pero no porque esté mal en Cuba, sino porque está mal en China. El hecho de que EE.UU. tenga una política incorrecta en China -basada en el tamaño y la población de ese país- no se corrige cometiendo el mismo error en Cuba.

Pero, ¿cómo defender el argumento moral si el embargo afecta al pueblo cubano más que a su gobierno? Porque la anterior es una falsa premisa desmentida por la realidad.

Es cierto que el embargo perjudica al gobierno, pero no a la sociedad. Paradójicamente, es muy probable que ese embargo redunde en beneficio de la sociedad. La experiencia de cuarenta años demuestra que el pueblo cubano sólo ha visto aliviarse su miseria cuando el gobierno, agobiado por la falta de recursos, se ha sentido obligado a permitir actividades privadas -paladares, pequeños mercados campesinos, ciertos empleos y profesiones-, mientras ha recrudecido el estatismo y el control oficial de los ciudadanos cuando ha contado con suficientes recursos económicos. Si hoy las granjas estatales han sido convertidas en cooperativas, o si se ha despenalizado el uso del dólar para que los exiliados puedan ayudar a sus familiares, esto ha sido la consecuencia de la crisis financiera del gobierno. De donde se desprende que levantar el embargo sería una forma de ayudar al gobierno, ergo de perjudicar a la población.

La permanencia del embargo desde el punto de vista político y estratégico también tiene su razón de ser de acuerdo con el análisis de estos tres congresistas: es verdad que en cuarenta años no ha "tumbado" a Fidel Castro, pero quienes lo rechazan por ineficaz, probablemente decían lo mismo de la política de contención frente a la URSS... hasta que un día, un día de 1989, el mundo comunista se vino abajo como el castillo de naipes de la cansada metáfora.

En todo caso, ahí hay un elemento de transacción con el gobierno cubano que seguramente no servirá para llevar a Castro a la mesa de negociaciones -transigir es un verbo cuyo significado desconoce este terco personaje-, pero será muy útil cuando él desaparezca de la escena y una persona más realista lo suceda en la casa de gobierno. En todo caso, es lógico que una oposición a la que en Cuba le está vedada cualquier forma de participación, y que no puede o no quiere recurrir a la violencia para tratar de terminar con la dictadura, se aferre al único instrumento de legítima presión que tiene a su alcance. Si lo sacrificara, piensan los congresistas ¿con qué cuentan los opositores para tratar de defender sus derechos e inducir la democracia en el país?

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