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LA SUBCULTURA DEL ODIO

La coacción como arma política

Que la vida pública española se encuentra en estos últimos tiempos sacudida por un clima de agitación y radicalización incontenibles es una impresión que va corroborándose cada día que pasa.

Al plan organizado por toda la oposición de hostigamiento al Gobierno de José María Aznar durante su segunda legislatura, se ha sumado la crisis de Irak, dando como resultado un panorama de crispación y convulsión que se ha propagado a todos los ámbitos de la sociedad. Que el objetivo primero y último de las movilizaciones y manifestaciones, sean cuales sean los pretextos publicitados, queda circunscrito al empeño de acosar, y a ser posible derribar antes de la hora de las urnas, al Gobierno y al PP, es algo que está fuera de duda. La cuestión problemática reside, entonces, en la valoración que deba hacerse del asunto. Para unos, es probable que todo esto no signifique más que la revitalización de la esfera pública, que se muestra radiante en su función propia —De revolutionibus—, y una muestra ardorosa de la salud democrática del pueblo reconstituido, la exaltación de la opinión pública. Para otros, este horizonte de radicalización y coacción en la escena política conduce sin remedio a un grave deterioro, a una especie de euskadización de la vida pública española.

De todas las circunstancias que ilustran la corrupción pública y democrática en la Comunidad Autónoma Vasca, propongo detenernos en una en particular: la persecución, el asedio, la amenaza, la intimidación, la provocación, la criminalización… hasta el exterminio, de las personas y fuerzas sociales y políticas que no coinciden con el programa de actuación y con los presupuestos ideológicos considerados como “políticamente correctos”, o sea, como manda el Dogma, la Fe y el Partido, la santa alianza de la ortodoxia y el sectarismo. Se trata de una estrategia inconfundiblemente totalitaria, nacida del fanatismo, del odio y del resentimiento que se resume en el hecho simple, frío como el acero, de negar el derecho a la existencia a quienes previamente han sido demonizados, puestos en la picota y en el punto de mira. En el País Vasco estas personas son los no nacionalistas, y con respecto a las agrupaciones políticas, los militantes, representantes electos y dirigentes del Partido Popular y del Partido Socialista. El resto de España, en el escenario actual, ofrece sin embargo, una variante notoria, pues la lista se reduce, y además donde allí unos son hostigados, aquí pasan a ser hostigadores.

Desde que se desencadenó la cacería contra el Gobierno y el PP desde todos los frentes de la oposición, y especialmente desde los grupos más radicales y extremistas —a quienes irresponsablemente se ha dado vía libre, carta blanca e impunidad para actuar sin control ni límites, sirviéndose de ellos como avanzadilla, guardia de corps, cuerpos de asalto… del batallón general— el ojeo y la batida se han dispuesto en una ofensiva ni siquiera disimulada, sino que se exhibe con ostentosa obscenidad hasta el punto de ser transmitida en directo por el pregonero mayor de la manifestación organizada en Madrid (otra más) el 15 de marzo de 2003 contra la intervención militar en Irak (o lo que sea), todo un Premio Nobel de Literatura que proclamó: “no les vamos a dejar en paz”. Si alguien duda que estas palabras contengan una amenaza, que espere, porque escuchará cosas más duras…, si no se pone fin a este desvarío. En la ensalada de banderas, de pancartas, de consignas que algunos se llevan últimamente entre manos, no siempre existe uniformidad. El actual líder del PSOE repite mucho desde hace semanas la consigna que le dictan sus jefes: “¡Déjenos en paz!”, dirigida, cómo no, contra el presidente Aznar, y que curiosamente se parece mucho al igualmente poco ingenioso lema que bramaba hace no mucho tiempo Herri Batasuna (o como se denominara entonces la izquierda abertzale) por las calles y plazas de la Comunidad Autónoma Vasca: “¡Que nos dejen en paz!”, como manera de exigir la independencia. Se dirá que hay una diferencia entre el santo y seña del Nobel y el del dirigente socialista. Ciertamente que la hay, pues, después de todo, alguna diferencia sigue habiendo entre comunistas y socialistas.

Mas el asunto no se limita a una simple batalla de palabras. Lo que se ha escenificado en la arena pública de la patria de Sabino Arana, pero también en el resto de España, es una cruel partida de ajedrez entre la Vida y la Muerte, en cuyo tablero, para que unos vivan en paz, otros han de ser sacrificados, en su existencia física o en el ejercicio de sus libertades, no se les ha de dejar en paz… Pues su simple presencia provoca, excita, exaspera y solivianta: “no les vamos a dejar en paz”.

Son tan arrogantes, se sienten tan impunes, que no tienen nada que ocultar. Lo suyo es la acción directa, la política desnuda y bronca, la “oposición tranquila”… Cuando la catástrofe del Prestige, un dirigente de los nacionalistas gallegos voceó que si se le ocurría a Aznar, presidente del Gobierno de España, acercarse a sus costas (de la Muerte), habría muertos… Mientras tanto, muchísimas otras voces, desde la calle, los medios de comunicación, desde la oposición, se recriminaba a Aznar el hecho de que no se había dignado ir a Galicia, que se desentendía de la suerte de los gallegos, y de los españoles todos, y además después de haber hundido él solito el maldito barco… De hecho, las autoridades políticas de la Xunta de Galicia, los ministros del Gobierno español y los dirigentes del PP que se han paseado por aquellas tierras han sido hostigados por reducidos, pero aguerridos, grupos levantados en son de guerra. Con ocasión —¡con la oportunidad!— de la movilización general “contra la guerra” (o lo que sea) no hay acto público, oficial o no, en el que sorprendida, o anunciada, la asistencia de miembros del PP, no se organice su boicot, o se “reviente”. Allí donde van, un cortejo de sujetos con pancartas, hombres-anuncio, a voz en cuello, el insulto en la boca, el puño en alto, el dedo acusador, les siguen como una plaga, como una peste. Todo muy espontáneo y cívico: la sincera y franca participación ciudadana, la libertad de expresión, dicen algunos. Y esto ocurre al tiempo que a miembros de ¡verdaderas agrupaciones pacifistas! (¡Basta Ya!), como Fernando Savater y Gotzone Mora, expulsados del País Vasco, o coartados para poder expresarse y manifestarse públicamente allí, se les impide estar y hablar en otros lugares de España (alguna Universidad de Cataluña, sin ir más lejos).

Pero es que hay más. En la manifestación citada (no se me pierda el lector, aunque sé que es tarea ímproba el orientarse en el piélago de desfiles y de velámenes al viento, y sitúese, que me refiero a la del día 15 de marzo en Madrid), en esa manifestación, digo, entre mil pancartas y carteles, desfilaron unos individuos portando las fotos de los diputados del PP que, según ellos, votaron “a favor de la guerra” en el Pleno del Parlamento anterior al día de autos. Uno por uno, y son bastantes (en realidad, son mayoría en la Cámara), allí aparecían sus retratos con sus nombres y el delito cometido, a la vista de todos, para que se les conozca y se les identifique. A quien corresponda.

Existe una tentación (totalitaria, añade Jean-François Revel) muy humana, pero execrable, que consiste en dejarse seducir por el empleo del miedo, y aun del terror, con el fin de imponerse a los oponentes políticos. La sugestión de ver al adversario convertido en enemigo y al correligionario en amigo, la fascinación de acosar al contrincante hasta la extenuación o el exterminio, el verlo desesperado, acorralado y a punto de cocción son reclamos demasiado atractivos para que algunos los dejen pasar, cuando la ocasión se presenta. Ciertamente, es preciso haber acumulado grandes dosis de indignación, rencor y resentimiento para poder incubar este huevo de la serpiente. Mas para calentar el ambiente está la Propaganda y la Agitación, la “subcultura del odio”.

Según ha mostrado la Historia hasta la saciedad, es tan fácil encender un fuego, como arduo extinguirlo; tarea sencilla es el destruir, pero laboriosa el construir. Resulta cómodo el activar y excitar a los sujetos siempre propicios para la violencia y el desmán con el fin de que abran brecha y faciliten la tarea, la cual con artes democráticas y pedagogía social resultaría más prolija, larga y trabajosa. En especial, cuando se tiene mucha prisa para llegar al poder o se quiere todavía más poder.

Sépase, con todo, que la dialéctica de los medios y de los fines en política no permite escisiones ni secesiones ni excepciones. En la práctica política y a la hora de la verdad, ambos, medios y fines, convergen, y los guiones y los protagonistas que escriben la historia salen a relucir, más pronto o más tarde. Quien se asocia con un criminal, acaba siendo su rehén o su víctima.


Fernando R. Genovés es filósofo, ensayista y colaborador del suplemento del diario ABC, Blanco y Negro Cultural. SU último libro publicado lleva por título Saber del ámbito. SObre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Ed. Síntesis, 2001.

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