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CAPITALISMO DE LA INFORMACIÓN

La clase emergente

Cuentan de Alan Greenspan que siempre que debe formarse un juicio económico sobre algún país encarga a sus asesores un informe sobre el peso medio de los contenedores en los que viajan sus exportaciones.

Quiere saber cuántas toneladas pesa su sistema productivo. Y cuanto mayor sea el esfuerzo que deba realizar una grúa para embarcarlo, peor es la primera impresión que el árbitro de la economía mundial percibe sobre la nación evaluada. Para él, la bulimia industrial es un síntoma de ineficiencia.

Greenpan no debe andar equivocado. Un disco de DVD integra mucho más valor que una cinta de vídeo, pero pesa mucho menos. El ordenador que utilizo para redactar este artículo es más liviano que una máquina de escribir; contiene chips de silicio, unos pequeños granos de arena a los que alguien ha aplicado una gran cantidad de inteligencia. Los teléfonos móviles, los sistemas de telecomunicaciones, los electrodomésticos, los… aumentan de precio en proporción inversa al tamaño y a la cantidad de materiales que contienen. Y es que si en el imaginario del siglo XX se asociaba el valor al peso, en la era postindustrial empieza a formarse una convención que identifica inteligencia con levedad y levedad con valor.

Tampoco andan errados los dirigentes de Singapur cuando propugnan, en su plan estratégico para los próximos diez años, convertir a su país en una isla inteligente. Conocen informes, como el reciente de la consultora Mackinsey, en los que se demuestra que ya en 1999 más del setenta por ciento de las actividades productivas requerían de los que las realizasen más habilidades intelectuales que físicas. Y están obrando en consecuencia. Han exportado la totalidad de sus actividades relacionadas con el montaje y la fabricación de componentes a otros puntos de Asia (China, Filipinas y Sumatra). Pero han retenido en su territorio el trabajo exclusivamente intelectual: la investigación, el diseño, la logística y la gestión.

Como ellos, también el Gobierno de Canadá sabe que el único recurso productivo que puede ofrecer una ventaja competitiva sostenible es la inteligencia de sus trabajadores del conocimiento, de los que las estadísticas laborales del ministerio de Trabajo de Estados Unidos designan como analistas simbólicos; se trata de las personas cuyo trabajo consiste en ordenar números, conceptos y palabras; en suma, información. Que lo sabe lo demuestra su nueva Ley de Extranjería. La ficha para solicitar la residencia en aquel país —que se puede rellenar a través de una página web— otorga puntos a los aspirantes en función de la experiencia laboral, los idiomas que dominen, las titulaciones universitarias y la ocupación actual. Si se obtienen setenta puntos, cualquier persona de cualquier nacionalidad tiene inmediatamente abiertas las puertas de Canadá.

Por su parte, los japoneses ya exponen abiertamente que destinar recursos para que se puedan fabricar y mover cosas es la mejor manera de hipotecar una economía a medio plazo. Ellos perciben sus propios empleos industriales como un pasivo exigible del que hay que desprenderse lo antes posible. Y lo razonan argumentando que el enorme coste de la inversión educativa que realiza el país en ningún caso se puede amortizar con la aportación de valor de los que se dedican a tareas manuales. Sostienen que la única forma de rentabilizarla es desviar el coste de la creación de puestos de trabajo que no requieren de habilidades complejas al alargamiento e intensificación de la formación de los que habrían de ocuparlos. La idea es que toda la población forme parte de alguna de las categorías de los trabajadores del saber. Y en cuanto al trabajo industrial consideran que la enorme oferta de jóvenes no cualificados de los países en desarrollo hará que pasen décadas hasta que se convierta en un problema a considerar.

Peter Druker, el padre de la teoría de las organizaciones, acaba de decir en público al director general de una de las mayores multinacionales del mundo: “Sería mejor que dejases de estudiar la historia de la ciencia y comenzases a estudiar la historia de las tribus, porque a ese terreno te estás dirigiendo. Serás el anciano jefe de los cherokees, y ellos no tienen otra autoridad que la que procede de la capacidad, la sabiduría y el logro”. Y Druker tampoco anda equivocado. En la era industrial, los obreros podían ser supervisados; los trabajadores del conocimiento, no. Por la naturaleza de lo que hacen, no hay nadie en sus empresas que sepa más que ellos sobre las funciones que deben realizar. Porque una empresa de publicidad es muy poco más que sus creativos, una cadena de radio son sus profesionales y el activo de una empresa de investigación de mercados no son los ordenadores con los que se hace el tratamiento de datos. Y porque se podrían mencionan cientos de ejemplos que ilustran esa nueva realidad: la de que las empresas son mucho más dependientes de los trabajadores del conocimiento que a la inversa.

El que está emergiendo es un mundo en el que ya nadie puede sustraerse a las reglas de la presión competitiva que impone la globalización (salvo que opte por vincular su economía a acuerdos de cooperación bilateral con Corea del Norte y Cuba). Es un escenario en el que, con un dos por ciento de la fuerza laboral en la agricultura, se pueden producir alimentos para toda la población, y en el que las actividades del sector secundario sólo requerirán de en torno al diez por ciento de los trabajadores. Además, es un entorno en el que, como el mismo Druker ha escrito, “ya no es posible conseguir grandes beneficios fabricando o moviendo cosas”. Es el capitalismo de la información, en el que las empresas que ocuparán el centro de la economía se dedicarán a la producción y distribución de saber, en lugar de la producción y distribución de cosas.

Durante siglos y hasta la Segunda Guerra Mundial (en el caso español, hasta el Plan de Estabilización de 1959), las categorías laborales abrumadoramente mayoritarias eran las que agrupaban al campesinado y al servicio doméstico. A mediados del siglo XX, en menos de una década, quedaron prácticamente extinguidas. A todos ellos la era industrial les ofreció una vía para mejorar su situación. Y se convirtieron en obreros fabriles, el nuevo grupo mayoritario. A pesar de la dureza de su trabajo, sus condiciones de vida mejoraron enormemente. Y también su dignidad. Pero, hoy, la clase obrera está en retroceso en todas partes, porque el centro de gravedad del sistema productivo está pasando velozmente de los trabajadores manuales a los trabajadores del conocimiento. Asistimos al rápido y silencioso crepúsculo de la clase obrera.

Y tal vez exagere el economista británico Charles Handy cuando afirma que ya nadie será empleado avanzado el siglo XXI, pero lo cierto es que tendemos hacia una economía de los liberados, de trabajadores del conocimiento que se gestionarán a sí mismos con mentalidad más de empresarios que de asalariados; de personas que recibirán sus ingresos en función de cómo utilicen su tiempo, no de cuánto o dónde lo empleen. El colapso del Estado del Bienestar es el resultado del choque de la lógica residual del pasado con ese renovado orden económico que están implantando simultáneamente la globalización y la nueva economía. Y la reforma estructural de la legislación laboral europea que propugna la Agenda de Lisboa va en la dirección de adaptar las normas legales a los imperativos de esa nueva realidad económica. Greenspan, Druker, Handy y Blair hace tiempo que lo han entendido. Schroder lo comprendió la semana pasada cuando, ante el desastre económico, puso en marcha la flexibilización del mercado laboral y el mayor recorte del Estado del Bienestar desde la unificación del país. Ahora sólo falta lo más difícil: que, aquí, alguien sea capaz de hacerle comprender a Cándido Méndez lo que está pasando en el mundo.


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