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RETOS DEL SIGLO XX

La anormalidad española

Frente a tan calamitosa “anormalidad”, los regeneracionistas solían proponer una salida sintetizada por Ortega en una frase ilógica, pero muy publicitaria: “España es el problema, y Europa la solución”. De la primera no podía esperarse nada, por tanto. Pero ¿en qué consistía esa “solución”? Su visión al respecto era tan ingenua como atrabiliario su ataque al pasado hispano.  Por sorprendente que resulte,  la fe y el entusiasmo  por  Europa   no fructificó en un solo estudio o análisis medianamente serio, o siquiera en alguna concreción descriptiva de ella.  Ni aun produjo libros de viajes de alguna enjundia.  “Europa” quedaba así poco más que como una expresión mágica.

Por entonces predominaban en el continente regímenes liberales más o menos democratizados, y la propia Rusia seguía ese camino, pero a los europeístas  hispanos no era ése el aspecto que más les subyugaba. No pasaban de constatar que “Europa” (es decir, Francia y en alguna medida Inglaterra y Alemania), gozaban de un orden social, una riqueza y una expansión popular de la cultura muy superiores a los de España, y en ello veían el fruto de una “normalidad” que a España faltaba desde siglos atrás, si alguna vez  había disfrutado de ella. No estaba claro si esa ventaja europea provenía de un mayor aporte racial ario, de una mayor humedad climática, de una menor influencia del clero y de los militares, del espíritu protestante, o de todo ello junto.  Será inútil buscar en los regeneracionistas un esfuerzo intelectual superior a estas concepciones simples, o, menos aún, algún rastro de una percepción crítica de los problemas y conflictos  que no tardarían en despeñar en la  Guerra Mundial a la Europa más desarrollada. La actitud de los regeneradores hacia los países más ricos tenía algo de embobamiento provinciano. Ortega expresaba en una carta su aspiración a ir por el extranjero sin sentir vergüenza de ser español.
 
Y respecto al cuarto punto, los regeneracionistas competían en repugnancia por la Restauración. Para Costa, el régimen se resumía en dos rasgos profundamente negativos: oligarquía y caciquismo. El país estaba  dirigido por una “minoría absoluta, que atiende exclusivamente a su interés personal, sacrificándole el bien de la comunidad”. Esa minoría  era  una “necrocracia”, un poder de lo muerto, lo inútil,  losa aplanadora de las energías populares. Las aplanaba hasta el punto de que el pueblo había perdido la voluntad,   era incapaz hasta de “leer periódicos”, y carecía de “ciudadanos conscientes”. Por tanto, necesitaba un “cirujano de hierro”, un dictador altruista que le sacase del marasmo. Cualquier mejora empezaba por “declarar ilegítima la Restauración”. Azaña no le iba a la zaga en dicterios: “He soñado destruir todo ese mundo”. Ortega la define como “estos años oscuros y terribles”, como la “España oficial”empeñada en asfixiar a “la España vital”. Cánovas, muy respetado en toda Europa como  fundador del régimen  que había dejado atrás el estancamiento y las convulsiones hispanas del siglo  XIX,  era despachado como “el gran corruptor”,  “maestro de corrupción”.  Por contraste, el epiléptico período anterior a la Restauración solía ser mirado con simpatía, como una edad “vitalista”. Muchos escritores y artistas, como Valle-Inclán,  mostraban  simpatía  incluso por el terrorismo anarquista, o por el socialismo, como ocurrió con Unamuno u Ortega.
 
Desde luego, las críticas a  la Restauración (la corrupción electoral y municipal, la  escasa atención a la enseñanza, la desprotección de los trabajadores manuales, etc.)  estaban a menudo bien fundadas. El problema residía en la exageración  y radicalidad de esas críticas, y, sobre todo, en las soluciones propuestas, mesiánicas o arbitrarias en su mayoría, y conducentes a un grave riesgo de  guerra civil, no del todo inconsciente, pues apelaciones belicistas pueden leerse en Unamuno, Araquistáin y otros.
 
La defección de los intelectuales, muchos de los cuales habían  gozado de  una privilegiada educación en las mejores instituciones del país,  de becas para viajes de estudio, etc.,  supuso una irreparable calamidad para la Restauración. Dejaba a ésta a la defensiva, privándola de quienes hubieran podido defenderla  en el plano intelectual contra la marea crítica y política de los extremismos, o elaborar alternativas liberales.
 
No es difícil observar que el regeneracionismo expresaba un peculiar nacionalismo, en cierto modo el primer nacionalismo español más o menos doctrinario. A lo largo del siglo XIX no se había desarrollado en España una doctrina nacionalista al estilo de la de Prat o de Arana,  sólo esbozos poco sistemáticos,  que lamentaban la decadencia del país y pensaban en una centralización liberal como solución, o bien preconizaban, por el lado carlista,  la vuelta a los viejos fueros o algo parecido, pero con la base común de un robusto sentimiento nacional o patriótico. Aunque  en dicho siglo se crearon algunos mitos típicamente nacionalistas con endeble base histórica, en general el sentimiento español no tenía necesidad de invenciones, porque la huella de un  pasado ciertamente muy notable estaba presente no sólo en el país, en sus monumentos y en mil otras manifestaciones, sino en medio mundo, en el gran número de países que hablaban español, en los nombres españoles extendidos  por el Pacífico y por América, en la fuerza del catolicismo en América, etc. Nada de eso  era preciso inventarlo o mitificarlo. Hechos indiscutibles como la eclosión cultural del Siglo de Oro o la defensa española de Europa  (“la Cristiandad”) frente al expansionismo otomano, y de la Europa católica frente a la expansión protestante, sustentaban un sentimiento nacional que pocos creían necesario sistematizar en doctrinas. La producción ideológica nacionalista fue por eso escasa, y orientada más bien a la defensa de las glorias patrias frente a los ataques de otros nacionalismos,  en particular el francés y el inglés, que las desvalorizaban.
 
Pero la memoria del pasado no dejaba de ejercer un efecto depresivo, por contraste, con el presente. ¿Cómo había decaído tanto España? A lo largo del siglo XIX, y por influencia de interpretaciones masónicas, fue desarrollándose una interpretación negativa de la historia española,  adoptada de los viejos ataques ingleses, franceses y  holandeses, con la conclusión,  implícita o explícita, de que incluso en sus momentos de mayor auge España había seguido una dirección equivocada, y que sólo eliminando o debilitando decisivamente  las causas del error, o en particular el catolicismo y la monarquía, podía  el país convertirse en una “nación” auténtica y moderna.  Esta concepción, con muchos matices, es la que subyace en el regeneracionismo.
 
No es difícil observar la extraordinaria semejanza de este  nacionalismo español con  el vasco y el catalán, a todos los cuales cabe calificar de regeneracionistas. El primero despreciaba el pasado real de España como Arana o Prat despreciaban el pasado real de Cataluña y de Euzkadi, supuesta historia de opresión consentida hasta con abyecta alegría por las poblaciones respectivas. Aunque, a diferencia de aranistas y pratistas,  los regeneradores  no sembraban el odio o el resentimiento hacia ninguna parte de España, coincidían en fomentar la aversión por el común legado hispano y por  la liberal Restauración, así como en una identificación acrítica y subjetiva con “Europa”. También se asemejaban sus  estilos, entre plañideros y amenazantes, y sus tonos exagerados y un tanto megalómanos, de parva sustancia intelectual. No deja de resultar curiosa la divergencia en las conclusiones a partir de las mismas premisas: unos aspiraban a refundar  la nación española, de tan “anormal” pasado; los otros a  desarticularla  y hundirla de una vez por todas.
 
También diferían en la talla intelectual. Si, como hemos apuntado, la calidad intelectual de los próceres nacionalistas vascos y catalanes dista de ser extraordinaria, en el españolismo regenerador encontramos  a figuras  muy superiores, como los mencionados Ortega, Azaña o el mismo Costa, si bien esa superioridad menguaba cuando abordaban el problema de España. Tampoco encontramos en estos últimos la absorbente obsesión de Prat o de Arana con sus propias  construcciones mentales, sino una actitud más moderada y tolerante. Esa ventaja de los regeneracionistas quedaba contrarrestada, no obstante, por el mayor carácter, energía y compromiso de Prat o de Arana. Sin darse cuenta,  Costa  expresaba su fragilidad cuando llamaba a “cerrar con doble llave el sepulcro del Cid”, otro lema muy de moda entonces. El espíritu del Cid les habría venido muy bien para llevar a cabo la inmensa tarea que en apariencia se proponían: nada menos que refundar una nación que tan honda huella había dejado en la historia humana.
 
Comparada con ese objetivo,  las pretensiones de Prat o de Arana sonaban a modestas y llevaderas empresas provinciales. Pero muy pocos regeneracionistas hablaban en serio, a pesar de su retórica pasión, o estaban dispuestos a obrar en consecuencia con sus grandilocuencias, invectivas y frases ingeniosas. Se limitaban a juguetear imaginativamente con ellas, vanidosos jueces del pasado y del porvenir, o adoptaban poses de  desengaño y pesimismo.  Humanamente respondían al tipo clásico del “señorito”, frívolo y desconocedor de los rigores de la vida, más bien que al de hombre inspirado o al hombre de acción.
 
El regeneracionismo no iba a cuajar en partidos como los nacionalismos catalán o vasco, y algún intento como el de Basilio Paraíso quedaría en anécdota. No por ello tuvo un  menor efecto corrosivo sobre la sociedad y la política, al desprestigiar el sistema de libertades y difundir ampliamente, con el aval de firmas ya por entonces prestigiosas, la impresión de que para hundir ese sistema valía todo. 
  
Pero  las virtualidades del sistema se manifestaron después del 98  en la rápida liquidación –contra lo pronosticado por  La veu de Catalunya y otros— de las secuelas presupuestarias y en la absorción de la pérdida de los mercados caribeño y filipino, en nuevas leyes de protección al trabajo, en medidas para extender la enseñanza primaria,  en medidas democratizadoras, etc. Para sorpresa y decepción de quienes daban por hundido al régimen y a la misma España,  todo se mantuvo firme, con una prosperidad en aumento. Como se ha observado,  diez años después el analfabetismo había bajado del 50%, habiéndose creado el ministerio de Instrucción Pública, se habían cuadruplicado las obras hidráulicas, tan importantes en un país de sequías, había aumentado la botadura de barcos mercantes, y la escuadra destruida se había recompuesto con buques mejores y más modernos.
 
Los años siguientes al 98  pueden interpretarse como una lucha entre las nuevas fuerzas por hundir  la Restauración y de ésta por subsistir frente a su acoso.  En la pugna, otra grave fuente de problemas fue la guerra de África.  Tras haber conquistado Argelia y Túnez, Francia ansiaba imponerse totalmente en el Magreb, ocupando también Marruecos. Creció  la rivalidad entre Francia y Alemania por la zona,  hasta casi  desencadenar la guerra europea, aunque Alemania terminaría cediendo. El designio  de París era visto con recelo en Madrid y en Londres, pues dejaría  a la península Ibérica rodeada, al norte y al sur por el imperio francés. Por ello terminaría imponiéndose un reparto en la Conferencia de Algeciras, en 1906,  quedando para España, como protectorado, la franja norteña marroquí de 20.000 kilómetros cuadrados y 700.000 habitantes, pequeña y pobre, muy difícil de controlar por su terreno abrupto, sobre todo en la región rifeña, y por  la belicosidad de sus habitantes, nunca doblegados tampoco por los sultanes. Algunos militares y políticos españoles  quisieron verlo como una oportunidad para modernizar el ejército y resarcirse en algo por la derrota del 98, pero tanto la gloria como la riqueza a ganar parecían dudosas. Madrid, poco entusiasta de la empresa, que quizá no hubiera acometido sin las presiones de Londres, obró con vacilación, procurando evitar el conflicto y buscando arreglos con los jefes moros. En pocos  años el protectorado se convirtió en una pesadilla, muy aprovechada por la oposición en España para socavar al régimen.
 
Como sabemos, la Restauración terminó quebrando, aunque, pese al carácter “artificioso”, “irreal”, “podrido”, “inane” “muerto”, que le achacaban sus contrarios,  resistió todavía un cuarto de siglo. Y su caída final iba a demostrar la falta de  alternativa a  ella.  En la segunda parte del libro veremos la incidencia de los nacionalismos en ese proceso.
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