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El circo europeo

La Unión Europea, o Comunidad Europea, como se la denominaba hasta la firma del Tratado de Maastricht el 7 de febrero de 1992, nació en la segunda mitad de la década de los cincuenta como un proyecto casi utópico inspirado en los muy nobles ideales de convivencia pacífica y armoniosa entre los distintos países europeos que forman parte de ella o que puedan adherirse en el futuro. Pero en los últimos tiempos, esos principios, escritos con letras de oro en el Tratado de Roma, han perdido su brillo y la UE empieza a semejarse a un espectáculo circense. No es que las relaciones entre los distintos Estados miembros hayan sido precisamente fraternales durante la historia de la UE, ni que las actuaciones comunitarias o de sus instituciones se hayan caracterizado siempre por su alto grado de eficacia, solvencia y adecuación a la realidad de Europa Occidental. Por el contrario, el desacuerdo siempre ha estado presente –por ejemplo, en la negociación del Tratado de Maastricht, el Reino Unido y Dinamarca obtuvieron una cláusula especial para eludir el cumplimiento de algunas de sus disposiciones, si así lo deseaban–, dado que se trata de una organización multilateral, formada por países cuyos intereses no son necesariamente convergentes, y con un entramado institucional de carácter supranacional que dista mucho de estar plenamente definido y completado y ha llevado a situaciones cuando menos pintorescas. En la década de los ochenta, por ejemplo, la Comisión Europea se empeñó en que todos los gallineros de la UE debían tener un volumen mínimo por ave, con el fin de garantizar su equilibrio psicológico. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos meses, especialmente los ocurridos en marzo, han revelado demasiados puntos débiles y, sobre todo, más de una actitud que movería a la risa si no fuera por las consecuencias que traen, o pueden traer aparejados los comportamientos de unos y otros.


El primer precedente

La primera prueba de lo que estaba por venir se produjo hace un año y, más concretamente, durante el primer fin de semana de mayo de 1998. Los jefes de Estado y de Gobierno de los Quince se habían reunido en la capital comunitaria por excelencia, Bruselas, los días 1, 2 y 3 de aquel mes. Todo estaba preparado para la gran fiesta de la Cumbre del Euro. Fuegos artificiales, miles de globos y champán a raudales aguardaban el momento de celebrar, por todo lo alto y con gran entusiasmo, que el 1 de enero de 1999 once países de la UE pondrían oficialmente en marcha la moneda única. Pero la fiesta no se inauguraba. Alemania había pactado con Francia que, si la sede del Banco Central Europeo se establecía en Frankfurt, el primer presidente del BCE sería un francés. Sin embargo, los germanos faltaron a su palabra y optaron por el holandés Wim Duisenberg para que ocupase el cargo, en detrimento del candidato galo, el gobernador del Banco de Francia, Jean Claude Trichet. Entonces el presidente de la República, Jacques Chirac, y su por entonces primer ministro, Alain Juppé, bloquearon un nombramiento que tenía que aprobarse por unanimidad. Las horas pasaban, entraba la noche, los periodistas dormitaban en la sala de prensa hastiados de las largas horas de espera y los teletipos anhelaban escupir una noticia que no se producía hasta que, al filo de la madrugada del 2 de mayo, se llegó a un acuerdo: el mandato de ocho años se dividiría en dos periodos de cuatro, el primero para Duisenberg y el segundo para Trichet. La gran fiesta del euro había quedado deslucida, la credibilidad de la UE en general y de Alemania en particular empezaba a estar en entredicho y el mundo había asistido a un espectáculo tan inesperado como insólito: un país de la UE, el más importante, quiso imponer su criterio a todos los demás, y lo había conseguido en buena medida. La armonía empezaba a resquebrajarse.


Como un niño con zapatos nuevos

Después de aquello, las aguas parecieron volver a la calma, aunque con algún que otro ligero contratiempo, como la exigencia del nuevo primer ministro francés, el socialista Lionel Jospin, de celebrar una Cumbre Europea extraordinaria sobre el empleo que nadie quería excepto él, como condición para que su país aceptase la Unión Monetaria Europea.Pronto se rompió la tranquilidad y se inició de verdad la primera gran crisis institucional en los más de treinta años de historia de la UE. El Parlamento Europeo, sintiéndose como un niño con zapatos nuevos, quiso ejercitar los nuevos poderes que le había atribuido el Tratado de Amsterdam en 1996 y presentó el pasado febrero una moción de censura, no se sabe muy bien por qué razón, contra la Comisión Europea.

Los eurodiputados, con bastante ironía, indicaban que la finalidad del voto de censura no era la de derribar al Ejecutivo comunitario, sino todo lo contrario, fortalecerle. No obstante, el desarrollo de los acontecimientos empezó a desviarse del guión y el presidente del colegio de comisarios, Jacques Santer, pasó bastantes apuros hasta conseguir el aprobado de la Eurocámara a su gestión y la del resto de sus colegas, un respaldo logrado, en última instancia, gracias al apoyo de los europarlamentarios socialistas alemanes, cuando el Grupo Socialista europeo había sido el principal promotor de la moción.

Garzón a la europea

El daño, sin embargo, estaba hecho. De repente, y ante las críticas a las que se vio sometida durante el debate parlamentario, la Comisión pareció enloquecer, desenterró el hacha de guerra y se empeñó en demostrar una eficacia y una actividad febril desconocidas hasta entonces, aunque para ello tuviera que elegir cabezas de turco y muy torpemente, las escogió. Probablemente porque eso de meterse con los bancos tiene mucho tirón popular, el primer chivo expiatorio seleccionado por el Ejecutivo comunitario fue la banca de la UE. Como si del juez Garzón se tratase, el comisario europeo de Competencia, Karel van Miert, ordenó a mediados de febrero una inspección por sorpresa de varias entidades bancarias de los principales países de la UE, como presuntas culpables de pactar entre ellas el cobro de comisiones abusivas en el cambio de divisas integradas en el euro, cosa que, hasta el momento, no ha conseguido probar. Van Miert anunció la operación con bastante prepotencia y toda la publicidad del mundo, e incluyó en ella a dos de los principales bancos alemanes. Luego pagaría el error.

Pocos días después, la Comisión Europea anunció que a partir del 1 de julio, las duty free -las tiendas libres de impuestos de los aeropuertos, barcos y aviones- quedaban prohibidas. El Ejecutivo comunitario desoía así el mandato que había recibido del Consejo de Europa-formado por los jefes de Estado y de Gobierno de los Quince, y que es el máximo órgano de gobierno de la UE- en diciembre, durante la Cumbre de Viena, de elaborar un informe previo sobre el impacto económico, laboral y social de esta medida. Inmediatamente, la mayor parte de los Gobiernos de la UE, con Alemania al frente, criticaron esta decisión y pidieron un plazo de cinco años para llevarla a la práctica. Bruselas prestó oídos sordos a la petición, se enrocó en sus posiciones y se ganó la animadversión del canciller alemán, Gerhard Schroder. La equivocación le costaría cara.

La crisis

Así se llega a mediados de marzo. El lunes 15, a última hora de la tarde, el Parlamento Europeo dio a conocer un informe sobre la gestión de la Comisión encargado a un comité de sabios. El documento acusaba a seis miembros del Ejecutivo comunitario de fraude, nepotismo y mala administración. Esa misma noche, los eurodiputados socialistas alemanes, que habían apoyado a la Comisión en la moción de censura, reclamaron la cabeza de los seis implicados, entre ellos la ex-primera ministra francesa, Edith Cresson que, en un alarde de soberbia y grandeur, se negó a presentarla; dos días después, Cresson acusó al Parlamento Europeo de haber manipulado el contenido del informe. El colegio de comisarios reaccionó de forma hostil y esa misma noche, la Comisión cerró filas en torno a los imputados y dimitió en bloque. Lo que podría entenderse como la primera crisis de un Gobierno europeo estaba servida.

La caída de la Comisión, sin embargo, es algo más que un hecho ridículamente anecdótico en la historia de los Quince. En primer lugar, porque se produce en un momento históricamente trascendental, con la Unión Monetaria Europea recién inaugurada, con una negociación tan importante como la de la Agenda 2000 -las perspectivas financieras de la Unión para el periodo 2000-2006, en las que se pretendía aprobar un recorte de los gastos comunitarios, una reordenación de las aportaciones de cada país a las arcas comunitarias y la supresión del cheque británico- a punto de concluir, ya las puertas de la ampliación de la UE a las naciones ex comunistas del centro y este de Europa.

En segundo término, porque ha puesto de relieve los muchos talones de Aquiles de lo que se ha venido en llamar la construcción europea, ese proyecto utópico de integración de los países del Viejo Continente en una unión económica, primero, y política después, para formar una suerte de Estado de Estados. Probablemente, en un pasado no tan lejano, este objetivo tenía su razón de ser: la unión frente al enemigo común, esto es, la Unión Soviética y los países del telón de acero. Pero ahora que el elemento de cohesión, la amenaza comunista, ha desaparecido y que hay Estados como Alemania cuyas actuaciones europeas se revisten cada vez más de sus propios intereses nacionales en detrimento de los de sus socios comunitarios y de la UE en su conjunto, se impone un ejercicio de reflexión acerca de hacia dónde va la Unión Europea y cuáles deben ser sus fines, si hay que detenerse en el Mercado Único y la Unión Monetaria o si hay que avanzar más allá de este punto.

Equilibrio de poderes

Dentro de ese mismo proceso de reflexión también hay que plantear cuestiones más

inmediatas, que han quedado patentes con la crisis de la Comisión. Alexis de Tocqueville, uno de esos hombres sabios del pasado que, por desgracia, no abundan en estos tiempos, ya estableció la separación y el equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial como una condición necesaria para el funcionamiento de una sociedad democrática y en libertad. Pero cuando el Legislativo de la UE, es decir, el Parlamento Europeo, ha querido estar en plano de igualdad con el Ejecutivo, o sea, la Comisión, y ejercer los poderes que legítimamente le corresponden, la Comisión ha tratado de romper ese equilibrio necesario e imponerse a la Eurocámara. Irónicamente, el Parlamento Europeo es una institución verdaderamente democrática, puesto que sus miembros son elegidos directamente por los ciudadanos en las elecciones europeas, cosa que no sucede con la Comisión. Desde esta óptica, quienes entienden que la caída del colegio de comisarios refuerza la salud democrática de la UE sin duda tienen razón, ya que una institución democrática se ha impuesto a una que no lo es y que, tal y como se articula el entramado institucional de una democracia, debe estar sometida al control de la Eurocámara, Pero el problema tiene otras múltiples facetas que no se pueden olvidar.

Cuando un arquitecto construye una casa, primero dibuja los planos y luego empieza a edificarla por los cimientos siguiendo el diseño establecido previamente. Con la arquitectura institucional de la UE no sucede exactamente así. Los planos existen, en forma de Tratado de la Unión Europea, pero ni son completos ni la realización de la obra sigue un orden lógico. Así pasa lo que pasa. Por ejemplo, la Eurocámara cuenta con algunas, no todas, de las potestades propias de cualquier Parlamento nacional, entre ellas la de aprobar los presupuestos de la UE, algo que parecen haber olvidado los negociadores de la Agenda 2000 y que puede traer problemas en el futuro, ya que el presidente del Parlamento Europeo, José María Gil-Robles, ha dicho recientemente que "si queremos más Europa, necesitamos más dinero para las políticas comunes" y el Legislativo está de acuerdo con ello.

El Parlamento también puede cesar a la Comisión Europea, pero no puede elegirla. El Ejecutivo comunitario, sin embargo, tiene bastantes poderes e incluso, en las materias que le son propias, puede imponer su voluntad a los Estados miembros de la UE, pero carece de la capacidad de disolver la Eurocámara y convocar elecciones al Parlamento Europeo. El desequilibrio, por tanto, es más que evidente y, al no tener el Parlamento ese contrapeso necesario en el Ejecutivo, ha actuado de forma un tanto disparatada. Para entenderlo, hay que tener en cuenta que la caída de la Comisión se ha producido a tres meses de las elecciones europeas y, como dijo Gil~Robles a primeros de marzo en Madrid, "los eurodiputados tienen que justificar su trabajo ante sus votantes". Estrasburgo ha jugado al pim-pam-pum con Bruselas por razones electoralistas.

De caza

Evidentemente, en cualquier democracia esa afirmación de Gil-Robles es una verdad como un templo, de la misma forma que es cierto que los hechos que se imputan a seis comisarios europeos deben perseguirse y forzar la destitución de los acusados si éstos no actúan conforme a los más elementales principios de la ética política y personal, esto es, presentando su dimisión, como ya reclamaba José María Gil-Robles en Madrid antes de que se conociese el informe de los sabios. Estaba claro que el Legislativo iba a la caza y captura de la Comisión. Pero el Parlamento también podía haber hecho un ejercicio de responsabilidad y retrasar en dos semanas la presentación del informe de los sabios, hasta que se hubiera celebrado, los días 24 y 25 de marzo, la Cumbre de Berlín, convocada para cerrar el difícil acuerdo entre los Quince sobre una cuestión de suma importancia como es la de la Agenda 2000. Las negociaciones de la Agenda no fueron fáciles, aunque por entonces estaban bastante encarriladas gracias, entre otras cosas, al papel que ha jugado la Comisión en ellas.

Sin embargo, la caída del Ejecutivo comunitario pudo poner en peligro el logro de un acuerdo final de consenso, y podría haber provocado que la aprobación de la Agenda 2000 no se produjese dentro de la Presidencia alemana de la UE, que concluye en junio, con lo que hubiera sido mucho más difícil cerrar después unas negociaciones que necesitan una Presidencia fuerte y no una débil como la de Finlandia en la segunda mitad de 1999. Eso ha sido una irresponsabilidad por parte de la Eurocámara, cegada como estaba por la obsesión de cobrarse cabezas en la Comisión, y que ha obrado pensando más en sí misma y en las elecciones europeas del 13 de junio que en los intereses de la UE. Por supuesto, el Ejecutivo no ha podido defenderse o, cuando menos, ganar tiempo hasta que pasara la Cumbre de Berlín, con la amenaza de disolver el Parlamento, como es normal en una democracia para garantizar la continuidad de los asuntos de gran importancia (en este sentido, conviene recordar que el PP y CiU no hicieron caer al Gobierno del PSOE en 1996 hasta final de año, ya que durante el segundo semestre de ese ejercicio España desempeñaba la Presidencia de turno de la UE).

Otro aspecto relevante en este caso es el comportamiento de los europarlamentarios, que han actuado como grupos nacionales en vez de como grupos ideológicos, tanto en la moción de censura contra la Comisión como en su posterior caída. Ciertamente, en una democracia parlamentaria plena, conceptos como la disciplina de voto no tienen sentido en tanto en cuanto los escaños no son, o no deben ser, propiedad de los partidos sino de los diputados, ya que éstos son los que encarnan la soberanía nacional y la voluntad popular expresada a través de los resultados electorales. En caso contrario, se vulnerarían principios tan fundamentales como el derecho a elegir y ser elegido o el de representatividad de las instituciones. No obstante, cuando se habla de una institución supranacional como el Parlamento Europeo se introduce un matiz diferencial importante, ya que la Eurocámara es parte del entramado institucional de una organización formada por Estados nacionales soberanos, no por provincias y regiones de un mismo país, carentes de soberanía nacional y sometidas a una Constitución. Por ello, lo lógico es esperar de sus miembros que tengan en cuenta las señas de identidad de la institución de la que forman parte y se comporten conforme a ellas. En este sentido, que los diputados alemanes actuasen al dictado del Gobierno de su país y no de los intereses más amplios de la UE revela dos de las carencias fundamentales de la construcción europea.

En primer lugar, que la Eurocámara es un instrumento para que uno o varios Estados soberanos impongan su voluntad a otros. En segundo término, que los europarlamentarios no tienen mentalidad europea, sino nacional. Por tanto, la pregunta es inmediata: en este orden de cosas, ¿tiene sentido una institución como el Parlamento Europeo, en la que los grupos políticos son casi una ficción y en la que tiene tanto peso la disciplina de voto por nacionalidades?

Las razones de Alemania

Llegados a este punto, conviene aclarar una cuestión, el interés de Alemania en la caída del Ejecutivo comunitario. El Gobierno alemán estaba molesto con la Comisión por varios asuntos, entre ellos el de la inspección a los bancos y el del cierre de las tiendas libres de impuestos. Pero hay más. A Alemania no le han gustado algunas de las actuaciones de Bruselas en el ejercicio del papel institucional que corresponde al colegio de comisarios, especialmente que la Comisión prohibiese el año pasado la fusión de los gigantes europeos de la comunicación Kirch y Bertelsmann. A partir de entonces, en Alemania se empezó a hablar de hacer desaparecer el cargo de comisario de la Competencia, que desempeñaba hasta la crisis Karel van Miert, y sustituirlo por una agencia europea con sede en la República Federal y controlada por ella.

El Gobierno germano también estaba molesto porque, frente a la posición de dureza adoptada por Alemania en las negociaciones de la Agenda 2000, la Comisión ha actuado como institución europea y defendido una propuesta de consenso con esa visión radicalmente contraria a los deseos alemanes. Por último, la llegada de los socialdemócratas al poder, tras las elecciones legislativas alemanas del pasado 29 de septiembre, ha traído un cambio nada desdeñable en la política europea del país. El espíritu constructivo del ex canciller Helmut Kohl, herr Europa como le llamaba irónicamente la prensa británica, ha sido sustituido por una concepción basada en el debilitamiento de las competencias de la Comisión y la devolución de una buena parte de ellas a los Estados nacionales. Éste era uno de los puntos básicos del programa electoral del SPD y del nuevo centro de Schroder, en contraposición al europeísmo de la CDU de Kohl, que alcanzó su punto máximo con el apoyo a un euro que gusta muy poco al votante alemán. El acoso y derribo germano al Ejecutivo comunitario estaba servido, a la espera solamente de que se presentara la ocasión adecuada para darle la puntilla.

Con estas ideas, desde luego, no se construye Europa, salvo que Europa se entienda como una entidad que marche al paso que marque Alemania. y un ejemplo de estas pretensiones lo han deparado las negociaciones de la Agenda 2000. El Gobierno germano, y muy especialmente su ya ex ministro de Finanzas y ex presidente del SPD, Oskar Lafontaine, atacó con virulencia el Fondo de Cohesión y, más en concreto, el derecho de España a recibir ayudas procedentes del mismo. El Fondo, en verdad, tiene cosas muy criticables, especialmente desde una concepción filosófica de política económica, porque impide que España haga lo que tiene que hacer, es decir, reformar el presupuesto, el gasto público y el marco de colaboración entre la Administración y la iniciativa privada en la financiación de la inversión en infraestructuras y la gestión de las mismas y de los servicios públicos.

Sentado este principio, también hay que decir que la existencia del Fondo de Cohesión y las normas que regulan su funcionamiento están consagradas en el Tratado de la Unión Europea, que no es equiparable a una Constitución propiamente dicha, pero sí a una Ley Fundamental como las de la República francesa. Y el Tratado es una norma aprobada por todos los Parlamentos nacionales a la que se encuentran subordinados los ordenamientos jurídicos de los Quince. Por consiguiente, hay que respetar su contenido y cumplir sus disposiciones mientras no se establezcan modificaciones en su articulado, aprobadas de la misma forma en que se hizo con el Tratado. Éste es uno de los principios fundamentales de un Estado de Derecho, uno de los pilares básicos de las democracias liberales, que establece una de las garantías más importantes para la sociedad: la seguridad jurídica.

Sin embargo, Oskar el rojo, como le apodaba una parte de la prensa alemana por militar en el ala más dura del SPD, no quiso entenderlo así y trató de anteponer los intereses alemanes a cualquier otra consideración, aunque para ello tuviera que pasar por encima del Tratado de la Unión Europea. La Comisión, en su papel de árbitro, se negó a ello y salvó el Fondo de Cohesión, pero no el puesto. Ésta es la Europa que parece querer Alemania, aunque en su deseo de dirigirla olvida que el respeto a la ley es uno de los fundamentos de las democracias modernas y de las sociedades avanzadas que obliga a todos, ya sean personas o Estados soberanos, tanto en el ámbito nacional como en el internacional.

Debilidad premeditada

Tampoco los socialdemócratas alemanes son los únicos responsables de todo este

maremágnum institucional. Su marcha atrás en la construcción europea, en cierto modo, entronca con las razones mismas por las que se eligió al luxemburgués Jacques Santer para presidir la Comisión. Su predecesor en el cargo, el francés Jacques Delors, dejó a su paso una huella tan profunda que en la historia de la Unión Europea hay un antes y un después de Delors. Precisamente por ello, en 1995, cuando dejó el puesto, los líderes comunitarios eligieron a Santer. No querían un presidente ni una Comisión fuertes sino gestores, y esa búsqueda deliberada de la debilidad del Ejecutivo comunitario ha terminado por resultar uno de los factores que han provocado su caída y la consiguiente crisis institucional.

No obstante, una Comisión fuerte pero que carezca de las responsabilidades propias de los Gobiernos nacionales y cuya elección no se produzca en unas elecciones europeas, o a través del Parlamento y como resultado de ellas, no haría más que profundizar en el déficit democrático de la UE. Por ello, nunca debería haber un Ejecutivo comunitario fuerte si su nombramiento no es el resultado de la expresión de la voluntad popular mediante el voto en unos comicios. La cuestión, por tanto, no es la disyuntiva fortaleza o debilidad, sino si se quiere un verdadero Ejecutivo europeo, con todo lo que ello implica, o si, por el contrario, se busca solamente un equipo de gestores, en cuyo caso habría que redefinir las funciones y poderes actuales de la Comisión. La UE todavía no ha resuelto el dilema, ni se ha querido embarcar en su solución, sea cual sea la línea por la que se decanten los Quince. Pero las cosas no pueden seguir en su estado actual por mucho tiempo, ., ya que las crisis institucionales pueden estar a la orden del día.

Conclusiones

Las conclusiones que se extraen de toda esta situación son varias. En primer término, la UE necesita una reforma institucional en profundidad para funcionar de verdad y evitar que, en el futuro, se produzcan situaciones como el circo europeo al que hemos asistido en las últimas semanas del invierno de 1999. Pero, sobre todo, los Quince necesitan reflexionar sobre el proyecto de construcción europea, su validez y la forma más adecuada de llevarlo a cabo. Ortega y Gasset decía, respecto a los problemas de la España de antes de la guerra civil que "lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa". La Unión Europea también tiene que averiguarlo porque, a lo mejor, resulta que la integración y las instituciones asociadas a ella carecen de sentido, sobre todo si el sentimiento europeísta está en retroceso. Pero si existe una razón de ser para avanzar en la construcción de un Estado de Estados en el Viejo Continente, es preciso tener en cuenta que los entramados institucionales políticos sólo funcionan cuando se respetan principios como la libertad, la responsabilidad, la separación de poderes y el imperio de la ley, es decir, los preceptos básicos de la democracia liberal. Todo lo demás conduce a espectáculos tan bochornosos como el que nos acaban de deparar el Parlamento Europeo y la Comisión.

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