Menú
FRAGMENTOS DE UN MANUSCRITO

Gros Noyer y la familia

El autor ya publicó una primera entrega de sus memorias, El exilio era una fiesta, Planeta, 1999. Estos capítulos, que Libertad Digital publicará durante los meses de verano, pertenecen a un nuevo libro de recuerdos, en el que sigue trabajando.

2. Gros Noyer y la familia

Al día siguiente, después de la noche pasada sin dormir apenas en la escuela, todo el mundo se concentró en Gros-Noyer. Hay que explicar que si administrativamente era —es— el mismo municipio, Gros-Noyer y Saint-Prix, son dos aldeas completamente diferentes. Saint-Prix, en lo alto de una colina, linda con el bosque de Montmorency, que no es el bosque más bonito de L´Île de France, rodeado de grandes propiedades, alguna de ellas bastante bellas, y tiene el encanto tristón o melancólico de las viejas aldeas. Gros-Noyer (el grueso nogal), de construcción más reciente, se sitúa esencialmente entre la vía del ferrocarril, con parada en “Gros-Noyer-Saint-Prix”, y la carretera de París, o si se prefiere la Nacional 328, que va a Auvers-sur-Oise, donde se suicidó Van Gogh, luego Pontoise y Beauvais, luego qué sé yo, Bélgica, Holanda, Dinamarca...

Gros-Noyer era más comerciante que Saint-Prix, había más tiendas, la farmacia, por ejemplo, con su farmacéutico drogadicto, un relojero, un zapatero, cafés, tiendas de toda clase, mientras que en Saint-Prix sólo había una tienda de ultramarinos, dos cafés, uno también estanco, una carnicería, una panadería y párate de contar. A mitad de camino entre Gros-Noyer y Saint-Prix se situaba la alcaldía, un edificio de construcción reciente y bastante impresionante, teniendo en cuenta que cada una de las dos aldeas, administrativamente una, sólo contaba con algunos centenares de habitantes. Esa alcaldía se había convertido, como es lógico, en la sede del “comité de Liberación” y habían abierto una oficina de reclutamiento para los jóvenes que quisieran alistarse en las Fuerzas Francesas del Interior.

Nuestro padre, José María Semprún y Gurrea, nos prohibió rotundamente alistarnos, éramos demasiado jóvenes según él para guerrear. Y si cometíamos dicha imprudencia, como éramos menores de edad, nos iría a buscar para llevarnos a casa a bofetada limpia. Poco más de un año antes, Jorge, al contarme su compromiso con la Resistencia y yo pedirle que me llevara con él, me dio la misma respuesta: demasiado joven. Siempre se es demasiado joven hasta que de pronto se es demasiado viejo. Nos alistamos en lo único que era posible, teniendo en cuenta nuestro sometimiento cerril a la dictadura familiar: los equipos de la Cruz Roja. Nos dieron un brazalete con dicha cruz y nos paseamos casi ufanos —yo hubiera preferido otro brazalete y un fusil—, e inútilmente, ya que como dije no hubo el menor herido o muerto en Saint-Prix y alrededores.

Pero yo, cuando vi un camión lleno de FFI, con cascos de la guerra del 14 y pantalones cortos, su pinta era bastante ridícula pese a que iban armados, corrí hacia ellos y les pedí que me llevaran.

-¿ Vas armado?, me preguntó uno de ellos.
-No.....

Era evidente, iba en mangas de camisa, con el brazalete de la Cruz Roja en el brazo izquierdo.

-Pues entonces, nada. Sólo aceptamos gente armada. Y añadió algo así como: “No vamos de paseo, vamos a hacer la guerra ¿de qué nos servirían estos chavales sin armas?”

Y el camión que se había detenido unos segundos, no recuerdo por qué, prosiguió su ruta. Yo no sólo no iba armado sino que no había tocado un arma en mi puta vida. Recuerdo que nuestro padre, encargado de negocios de la República en Holanda, se había comprando una pistola diminuta y se entrenaba en el garaje —sin coches— de la delegación. A mi me encantaban los disparos, el olor a pólvora y la propia pistola, pero jamás llegué siquiera a tocarla. Después, en el Gers, en Bouzon-Gellenave exactamente, en casa del ingeniero Goruchon, quien había participado en los combates de la Liberación y se había traído varias armas a casa, nos divertíamos disparando contra árboles muertos y viejas latas, tal vez de guisantes.

A veces he pensado que si hubiéramos estado en España en 1936, los milicianos hubieran podido aceptar en sus filas a un chaval voluntario, sin armas, porque cuando en el próximo tiroteo alguien hubiera resultado herido, o muerto, se habrían podido recuperar armas para quienes no las tenían. Pero no fue el caso aquella tarde de finales de agosto de 1944, en la carretera de París o la Nacional 328. ¿Qué hubiera sido de mí si me hubieran dicho: “¡vente!”? No sé.

El señor Sobrie, alcalde de Gros-Noyer-Saint-Prix, fue detenido como “colaboracionista”, por ser alcalde precisamente. Como no había cárcel ni en Saint-Prix ni en los alrededores se le encerró durante una o dos semanas en algún sótano y para humillarle se le obligó a ejercer de barrendero durante algunos días. Luego se le soltó, sin más consecuencias. Curiosamente, ese señor, propietario de una camisería de lujo en París, quien, según los rumores, había hecho una pequeña fortuna de estraperlo, era amigo de mi padre. Si no amigo de verdad, por lo menos se conocían y venían a casa e íbamos a la suya. Mi hermano Paco fue durante un tiempo profesor de piano de sus hijas, dos jóvenes gordinfletas y pizpiretas. Algo ocurrió con alguna de ellas, pero Paco, que me lo contaba todo entonces, no me contó los detalles, sólo me dijo algo así como: “Esa imbécil se ha enamorado de mí”.

Durante un almuerzo con Giner Pantoja, en 1942, cuando mi padre declaró que lamentaba que ninguno de sus hijos fuera suficientemente aficionado a la música como para aprender a tocar el piano, el violín, o lo que fuera, Paco murmuró, tímidamente:

-Sí, yo sí.
-Tu ¿qué?
-A mí me gustaría aprender a tocar el piano.

Pese a las dificultades de todo tipo, desde el día siguiente a Paco se le puso a aprender piano y de aquel infantil farol de sobremesa hizo una profesión, añadiéndose la de compositor años más tarde.

A pesar de lo relativamente complicado del viaje, unos cuarenta minutos en tren desde la Gare du Nord, y media hora de marcha hasta la casa Sedaine, fueron a visitar a nuestro padre bastantes personas. Sobre todo durante el verano de 1939 y hasta la declaración de guerra, y luego a partir de 1944. Durante la guerra y la Ocupación pasaron muchos menos, porque habían huido de Francia y de los nazis adonde habían podido. Mariano Semprún, el hermano de mi padre, piloto militar, que había sido el responsable del aeródromo de Barcelona durante nuestra guerra civil, pasó varias veces, luego se refugió no sé donde, luego volvió a España donde murió, relativamente joven, después de la guerra mundial. De enfermedad, no de un tiro en la nuca.

La familia Semprún —la generación de mi padre—, como muchas familias españolas, se dividió políticamente durante nuestra guerra entre republicanos y franquistas. Mi padre y Mariano claramente antifranquistas; Luis y Fernando, más bien franquistas. Uno trabajaba en Agromán, el otro era médico. La mayor, Mercedes, era monárquica, de esas monárquicas franquistas durante la guerra que se hicieron furiosamente antifranquistas porque Franco no había restablecido de Monarquía. Yo les conocí en 1959 —seguro que los había visto antes, de niño, pero apenas los recordaba— en Madrid.

Entre mi periodo de militante clandestino del PCE, que concluyó a principios de 1957, y mi vuelta a la clandestinidad para el FLP en 1962 realicé un solo viaje a Madrid, para cobrar mi hijuela, porque no teníamos un pela en París y algo había en Madrid. El señor Domínguez, administrador de los “bienes” de la familia Semprún y de muchas otras más adineradas, me aconsejó no vender mis acciones de Águila, del Metro y de algunas cositas más porque era mal momento y subirían seguro, las de Águila (la cerveza) en todo caso y dentro de muy poco. Yo vendí todo, deprisa, mal, casi adrede, como si fuera una vergüenza tener dinero en la España franquista, pero al mismo tiempo sin tener los cojones para renunciar a ello. Debí cobrar algo menos de unas 300.000 pesetas de hoy. Una suma inmensa para nosotros; poca cosa, en realidad. Duró pocos meses.

Como en mi situación peculiar no quería ver a los antiguos compañeros del PCE, por si las moscas, ya que muchos habían abandonado dicho partido, pero no sabía quienes, me dediqué a visitar a la familia. Los vi a casi todos. Las más divertida era Mercedes (Mercedes Semprún de Smith, sí señores, se había casado con un norteamericano con aquel apellido tan original, pero entonces, en 1959, había muerto y es todo lo que sé de él). Clamaba su antifranquismo monárquico con tal pasión en los cafés o cafeterías en donde nos vimos varias veces que casi me asustó. Mercedes tenía alguna relación, no sé si benévola o profesional, con el museo del Prado y organizaba visitas y conferencias.

Luis trabajaba en Agromán y vivía en un piso relativamente modesto y tenía hijas bellísimas. Fernando, medico en provincias, creo que en Asturias, me estuvo hablando durante tres o cuatro horas, para convencerme de que había tenido razón, él y sus hermanos, mi padre se había equivocado, ya que el franquismo tenía aspectos muy positivos y que, si hubieran ganado los rojos, España sería una piltrafa. En mi vida he visto a nadie beber coñac tan deprisa, cada diez minutos pedía una nueva copa. El único que, en mi larga carrera de borracho, le ganaba en velocidad, fue Severo Sarduy, quien apenas probaba una copa ya estaba pidiendo la siguiente.

Pero el caso más curioso fue el de Susana, nuestra hermana mayor. Avisada por el señor Domínguez de mi presencia en Madrid y de mi hotel, me llamó para citarme en una cafetería, a dos pasos de su domicilio. Yo apenas si la reconocí, había envejecido y engordado, claro, pero además le habían salido verrugas en la cara, que fue más bien bonita y que la estropeaban. Se disculpó por no invitarme a su piso porqué tenía no sé que líos de invitados, pero en realidad porque su marido, un tal Aguirregomezcorta (todo junto) no quería ver a un rojo ni en pintura. Fue una conversación aburrida, un reencuentro sin sabor.
0
comentarios