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AL MICROSCOPIO

Greenpeace nos felicita por Navidad

Y, ahora, los langostinos. Lo primero que hice tras leer la nota de prensa que la organización Greenpeace consiguió elevar a la portada de un diario nacional esta semana fue ir a visitar al pescadero que suele servirme en el mercado de mi barrio. Seguro que necesitaba una dosis extra de ánimo.

Uno se desayuna con el titulo “Greenpeace recomienda no consumir langostinos en Navidades” y lo menos que puede hacer es afiliarse a la asociación de víctimas del ecoalarmismo, de la que seguro que es miembro mi pescadero desde esta semana. El anuncio de la asociación verde era horripilante: El cultivo de langostino en las piscifactorías repartidas por el mundo provoca daños irreparables en el medio ambiente, sobre todo en los manglares. Ergo, boicoteemos a nuestros pescaderos patrios, muchos de los cuales, a buen seguro, ni saben ni lo que es un manglar.
 
Como los comerciantes de langostino no tienen ninguna asociación sin ánimo de lucro que los ampare, ni forman parte de un lobby que les dé poder suficiente como para salir en las primeras planas de “los papeles”, quizás no venga mal que alguien, al menos, explique la otra versión del asunto: es decir, la única versión posible si nos atenemos a los datos que la ciencia conoce sobre la pesca en acuicultura. Habría sido deseable que esta versión también hubiera tenido cabida en la trascripción de la nota de prensa de Greenpeace que hicieron algunos periódicos españoles, pero eso sería como jugar al póquer y ganar.
 
Vamos allá, pues. El lobby ecologista nos advierte que la producción intensiva de langostinos en cultivos de acuicultura sitos en países como Colombia, Brasil, Honduras, Ecuador o Tailandia está esquilmando una buena porción de los manglares del planeta. El manglar es un ecosistema de gran valor biológico (aunque no más que el bosque mediterráneo, la sabana o el intermareal rocoso de la costa de Rota). En concreto, los manglares son conjuntos de biomasa vegetal, sobre todo árboles y arbustos tropicales y subtropicales, que crecen en el límite entre la tierra y el mar. No sólo sirven de refugio y fábrica de nutrientes para numerosas especies, sino que se constituyen en uno de los ecosistemas más productivos del mundo, por ejemplo, para la extracción de leña.
 
Aseguran en Greenpeace (y ya sabemos que lo que asegura Greenpeace se reproduce sin más crítica en los periódicos) que el cultivo de langostino en piscifactorías ha acabado con una cuarta parte de la superficie global de este valioso ecosistema. La realidad, como suele suceder en estos casos, es muy distinta. Según datos de la FAO, en algunos lugares del planeta se ha perdido hasta el 70 por 100 de la superficie de manglar, como es el caso de Vietnam, pero (y esto lo olvidan los ecologistas) el cultivo de langostino no ha supuesto ni un 10 por 100 de esta pérdida a escala global. El resto es debido a la producción de arroz, la tala indiscriminada, la presión de la urbanización del entorno y el turismo.
 
Muchos pensarán que estos datos han sido elaborados por fuentes interesadas. Pues sí, es cierto. Tan interesadas como la mismísima organización ecologista WWF/Adena. Su máximo experto en temas de acuicultura afirmó en un informe de 1996 que “la extensión de bosque de manglar destruida mundialmente por la acuicultura del langostino es una minúscula porción del total perdido”. Y, para colmo, hace sólo 6 meses, preguntado de nuevo por la revista The Economist, insistió: “el langostino no ha de ser presentado como una pesadilla medioambiental”.
 
¿Con qué versión nos quedamos? ¿A qué grupo ecoalarmista hemos de creer más? ¿Al que más vocifere? ¿Al que consiga más portadas de periódicos? ¿Al que meta menos la pata? Mi modesto consejo es que, sencillamente, no nos creamos a ninguno y que, haciendo gala de un sano escepticismo, vayamos a las fuentes del problema.
 
El ser humano ha vivido durante siglos siendo un agricultor en tierra y un cazador en el mar. Si en suelo firme hemos diseñado innumerables técnicas para controlar los procesos de producción de la madre naturaleza, en el océano nos hemos limitado a capturar los recursos que ésta nos sirve (a excepción de algunas milenarias técnicas de pesca de corral de las que tenemos vivas muestras en la costa gaditana). La acuicultura ha ofrecido a las comunidades más desfavorecidas la posibilidad de “cultivar el mar”, de poner a disposición de la alimentación humana recursos pesqueros potenciados por la tecnología y la ciencia. Es lo que muchos han llamado “revolución azul”. El problema es que la acuicultura, tal como hoy la entendemos, es una actividad joven. No llegan a cuatro las décadas dedicadas a su investigación con herramientas modernas. Y en este tiempo hemos tenido oportunidad de aprender de los errores y potenciar las virtudes. Las piscifactorías modernas conservan mucho de las centenarias técnicas de pesca corralera nacidas en Oriente. Según expertos de la FAO, el 80 por 100 de las parcelas destinadas a tal fin se dedican a la producción de especies herbívoras u omnívoras poco agresivas, y la mayoría utiliza técnicas de baja intensidad destinadas al consumo local. El 20 por 100 restante forma parte de lo que se considera cultivo intensivo, más dañino para el entorno. Entre los problemas derivados de esta actividad se encuentra la contaminación producida por los restos de alimentos y los peces muertos, la fuga de especies extrañas al entorno y el uso de antibióticos en exceso para combatir enfermedades en la fauna comercial.
 
Sí, la acuicultura es una actividad relativamente agresiva cuando se realiza a escala industrial, tanto como lo es la producción de alimentos agrícolas en tierra. Y es que para alimentar a 6.000 millones de terrícolas hay que cambiar algunos bosques por cultivos y pastos y algunos manglares por piscifactorías. La cuestión reside, pues, en cuánta hambre estamos dispuestos a pasar (o mejor dicho, dispuestos a tolerar que pasen los menos favorecidos) a cambio de proteger nuestro medio ambiente.
 
Pero ni siquiera los pérfidos langostineros (y su brazo armado, la legión de los pescaderos de barrio) son insensibles al deterioro del entorno. De hecho, todos los expertos reconocen que el problema ambiental de las piscifactorías se hace presente sólo en los países en los que no existe regulación al respecto. O sea, que resulta que los culpables de la catástrofe langostinera son los Gobiernos de los estados sin legislación adecuada. Mi pescadero está libre de culpa. Lo sospechaba, la verdad, pero el pobre ya ha pagado los trastos rotos de esta campaña aventada desde la prensa. En 1997 la FAO y la Global Aquaculture Alliance llegaron a un acuerdo para confeccionar un código de procedimientos ambientalmente responsables en las granjas de acuicultura. Los países productores de langostinos de piscifactoría tienen la obligación de velar por el cumplimiento de estas normas. Tras su aplicación, muchas industrias del sector dejaron de talar manglares para sustituirlos por piscifactorías y se procedió a la reforestación de las zonas más afectadas. De hecho, imágenes por satélite tomadas sobre las costas de Honduras y Ecuador, por ejemplo, demuestran que la masa da manglar ha crecido desde 1995. No ocurre así con otras áreas en el entorno de Vietnam e Indonesia, donde se siguen realizando prácticas poco controladas. Curiosamente, la campaña de Greenpeace menciona especialmente a países como Honduras y Ecuador entre los productores más demonizados.
 
Se da la circunstancia, además, de que el langostino no está precisamente entre las especies acuicultivadas más agresivas. Mucho peor para el entorno son los peces carnívoros que necesitan alimentarse de otros peces para crecer en las piscifactorías. Pero ni siquiera estas especies han supuesto un deterioro dramático de los recursos marinos. A pesar del auge de la acuicultura, el porcentaje de capturas de pescado destinado a alimento para peces de granja se han mantenido estable en el último medio siglo. La razón es que antes se utilizaban grandes cantidades de pescado para alimentar al ganado y ahora esa práctica se ha eliminado. A cambio, los expertos opinan que la alimentación de animales de granja marina es mucho más eficaz y requiere menos recursos.
 
En resumidas cuentas, nos encontramos ante otro caso de alarmismo, quiero pensar que inocentemente magnificado, pero que coincide con la llegada de unas fechas especialmente peligrosas para las economías familiares de cientos de pescaderos españoles. Una vez más, los amigos del medio ambiente se convierten en enemigos de sus compatriotas trabajadores honrados que se ganan la vida vendiendo viandas para las cenas navideñas. Mi pescadero ya está pensando convertir su tienda en un manglar. A ver si así le defiende algún lobby.
 
 
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