Menú
ECONOMÍA

Grecia y España: el enésimo fracaso keynesiano

John Maynard Keynes se hizo famoso por ridiculizar la famosa Ley de Say. "La oferta genera su propia demanda", decía. Este mal resumen de las palabras de Say le sirvió para hacer chufla de toda la economía clásica, que, si bien tenía importantes carencias, había llegado a conclusiones muy superiores a las de Keynes.

John Maynard Keynes se hizo famoso por ridiculizar la famosa Ley de Say. "La oferta genera su propia demanda", decía. Este mal resumen de las palabras de Say le sirvió para hacer chufla de toda la economía clásica, que, si bien tenía importantes carencias, había llegado a conclusiones muy superiores a las de Keynes.
Ironía mayúscula, si alguna frase podría servirnos para sintetizar la ideología acientífica del inglés, sería ésta: "La demanda genera su propia oferta". Keynes hizo de la demanda agregada, del gasto en consumo e inversión, un deus ex machina capaz de llevar la prosperidad material a toda la sociedad. El gran pecado de la humanidad desde tiempos inmemoriales había sido su austeridad: no gastaba toda la renta que generaba. En el límite del disparate, llegó a sostener que podíamos consumir... ¡aquello que ni siquiera habíamos producido!

Si bien la economía clásica había establecido la proposición, tan de sentido común, de que sólo podemos invertir lo que hemos previamente ahorrado, Keynes, absolutamente fóbico al ahorro, dio la vuelta a la ecuación: debemos invertir –crédito bancario mediante– incluso lo que no hemos ahorrado. Dios proveerá; la sobreinversión generará una renta extraordinaria para los agentes de cuyo ahorro (posterior a la inversión) obtendremos los recursos que necesitábamos en un principio. Como el propio Keynes explicaba en su Teoría general:
Si se concede un nuevo crédito a un empresario sobre los que ya tenía, esto hace posible que pueda emprender una inversión que de otra manera no realizaría, [de modo que] las rentas se incrementarán (...) El ahorro que resulta de esta decisión es tan genuino como cualquier otro.
Con un crédito bancario infinitamente elástico, para nadar en la abundancia sólo necesitábamos un agente que estuviera siempre dispuesto a tomar prestado ese crédito y pasara a invertirlo en cualquier cosa: sí, han adivinado, ese agente es el Estado, con sus programas de gasto financiados con cargo al déficit.

Pero, claro, el déficit público sólo puede multiplicar indefinidamente nuestro bienestar si asumimos que basta con desear que las piedras se conviertan en pan para que ello suceda o que existe un volumen casi infinito de recursos desempleados, que sólo mediante el crédito bancario pueden ponerse en funcionamiento. Ya lo explicó sucintamente Hayek:
Lo que nos ha proporcionado Keynes es un sistema económico basado en la hipótesis de que no hay escasez real y sólo existe escasez artificial, creada por personas que no quieren vender sus bienes y servicios por debajo de unos precios arbitrariamente fijados.
Este disparate sobresaliente, esta visión mística de la deuda –de cualquier volumen de deuda– como creadora de riqueza, se convirtió en doctrina oficial de todos los gobiernos a lo largo de la Gran Depresión; de ahí en parte que ésta se convirtiera en la crisis económica más prolongada de la era contemporánea. Como interesados en repetir la historia –no sabemos si ahora toca la tragedia o la farsa–, los Estados actuales han vuelto a aplicar las recetas fallidas de entonces y, oh sorpresa, han fracasado de nuevo. Desde luego, no lo admitirán, pues por algo la ideología les obstruye la sinapsis, y tratarán de vendernos que, sin sus masivos planes de estímulo, hoy estaríamos mucho peor. Aunque es difícil imaginar de qué modo algunos países como Grecia o España podrían estar peor de lo que ya están gracias a las políticas keynesianas que han aplicado.

Grecia tiene unos problemas enormes, generados esencialmente por un excesivo endeudamiento público que, por extraño que les parezca a algunos, no sirvió para expandir, a la muy keynesiana manera, la riqueza de sus habitantes. Por lo visto, aquí una deuda sí sigue siendo una deuda, es decir, algo que tiene que pagarse a partir de nuestra renta futura, y no un activo que genera por sí mismo la renta necesaria para amortizarlo. Lo aclaro porque algunos keynesianos no parecen terminar de tenerlo claro; véase el conocido caso de Lawrence Klein:
La deuda pública comprada por los residentes de un país no puede ser jamás una carga, porque nos debemos el dinero a nosotros mismos.
España, por su parte, tiene un serio problema de deuda privada que sólo en los últimos meses, gracias a los elefantiásicos déficits zapateriles, se ha visto realmente agravado por la deuda pública. A este respecto, Paul De Grauwe trata de lavar la cara a Keynes argumentando que las sociedades que han llegado al límite de su deuda privada deben contar con importantes estímulos de gasto público para que las familias y empresas no pierdan sus fuentes de renta, cayendo en una espiral de impagos que se lleve a toda la economía por delante.

Pero fijémonos en que aquí el argumento keynesiano de que hay que aumentar la demanda agregada para volvernos todos más ricos desaparece por completo: lo que predica De Grauwe es que hay que sostener el crédito privado a través del crédito público, pero no que la deuda pública permita autoliquidarse junto a la privada. Lo cual, dicho sea de paso, es otro sinsentido; al igual que una deuda interna no deja de ser una deuda, el margen de endeudamiento del Estado –en ausencia de un banco central servil– depende de los mismos factores que el margen de endeudamiento del sector privado: de la riqueza de sus ciudadanos. Si los individuos han asumido más deudas que aquellas que pueden cubrir, el Estado no podrá hacer nada por evitar el impago. Como mucho podrá solidarizarse con los afectados presentando también él la declaración de suspensión de pagos. La diferencia entre el sector público y el privado no está en su capacidad de endeudamiento, sino en la prudencia para seguir endeudándose: cuando todos los agentes habían comprendido que no era momento de asumir más deudas, sino de desapalancarse, entró Zapatero victorioso agotando el crédito (la confianza en la capacidad de repago) de este país, endeudándose más y más, hasta que unos criminales económicos le han dicho basta.

Como digo, el argumento no sirve para validar las desastrosas tesis de Keynes. Si la teoría keynesiana tuviera un ápice de verdad, el simple concepto de margen de endeudamiento no existiría, o al menos no existiría mientras siguiera habiendo recursos ociosos que pudieran movilizarse para crear riqueza. Cuanto más gastáramos y cuanto más nos endeudáramos, más crecería nuestra renta y, por tanto, más se expandirían los recursos con los que contamos para amortizar esa deuda. Es porque las cosas no funcionan así, porque el gasto público no se multiplica mágicamente en producción privada, porque la demanda agregada no se derrumba sin motivo alguno sino por la existencia de malas inversiones reales que deben ser corregidas, por lo que las recetas keynesianas, coherentemente aplicadas, conducen a la bancarrota nacional (o a su expresión monetaria, a la hiperinflación).

El gasto nunca ha sido la fuente de la prosperidad; de hecho, es la prosperidad lo que permite gastar. España y Grecia son dos muestras de que el Estado no puede corregir con más gasto y deuda las malas inversiones privadas pero, al contrario, sí puede agravarlas. No es algo demasiado novedoso. Mises ya lo sintetizó para el caso del intervencionismo en general: "El Gobierno no puede enriquecer al hombre, pero sí puede empobrecerlo". Los españoles lo estamos padeciendo ahora mismo.
0
comentarios