Menú
CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Funcionarios culturales

Debo reconocer que la dimisión polémica de Rosa Regàs como directora de la Biblioteca Nacional me ha encantado. Desde luego, es un hecho diminuto, que no interesa a nadie, pero simbólicamente, por así decir, me ha divertido muchísimo.

Debo reconocer que la dimisión polémica de Rosa Regàs como directora de la Biblioteca Nacional me ha encantado. Desde luego, es un hecho diminuto, que no interesa a nadie, pero simbólicamente, por así decir, me ha divertido muchísimo.
Rosa Regàs.
Con motivo del robo de dos mapamundis de la Cosmografía de Ptolomeo, de 1482, que deban de valer un huevo, el ministro César Antonio Molina regañó a Rosa y afirmó, se nos dice, que durante los tres años que llevaba al frente de la Biblioteca Nacional no había hecho "absolutamente nada" (salvo chupar del bote). Ofendida, Rosa dimite e intenta dar a ese conflicto laboral un carácter progresista. En el basurero independiente de la mañana (El País, que dedica varias páginas a ese real acontecimiento) nos explica que en España, hoy, existe una caza de brujas contra las mujeres de izquierda (¡y yo que me creía que era una sinecura!); y añade: "He sido objeto de una persecución implacable por parte de una serie de medios concretos: la COPE, ABC y Anson".
 
Yo, francamente, no estoy totalmente convencido de que César Antonio Molina se haya doblegado ante esa "implacable persecución" de la reacción más reaccionaria; será más bien que había prometido el cargo a un amiguete; pero también es muy posible que sea cierto que Regàs no haya hecho nada (salvo chupar del bote). En cambio, entiendo perfectamente que Rosa intente hacer de su fracaso un éxito y utilice el victimismo de izquierdas para seguir chupando del bote, en otra sinecura.
 
Da la casualidad de que yo conocí a los dos. Al ministro, como muchos, cuando llevaba las páginas culturales de Diario 16, carruaje que no conducía peor que otros, porque tengo la impresión de que la cultura en los medios españoles se parece a un cementerio: se celebran los nombres inscritos en las tumbas, incluso cuando siguen vivos, y no se discute ni se informa seriamente de arte y creación artística, no se nota vida, y aún menos pasión. Las páginas de "libros", por ejemplo, se parecen a catálogos de editores. En cuanto a Rosa Regàs, la conocí hace siglos en Barcelona, cuando era editora (La Gaya Ciencia) y aún no, afortunadamente, escritora. Formaba parte de lo que yo calificaba "las ocas", que todas las noches iban de la Tortillería a Bocaccio en rebaño. Otros les calificaron de gauche divine.
 
Algo tiene que ver, este diminuto episodio de la Biblioteca Nacional, con el "Estado cultural" y la labor nefasta de sus funcionarios. Pero hay cosas mucho más graves que la dimisión de Rosa Regàs (¿por qué no se dedica a ocuparse de sus 17 nietos y nos deja en paz?). No se puede hablar de solución, porque no la hay en estas cuestiones de la vida cultural de un país, que depende infinitamente más de sus artistas que de sus funcionarios, se llamen Molina o Regàs, pero su saneamiento exige la supresión del Ministerio de Cultura –y no, obviamente, de la Biblioteca Nacional–, algo imposible con el Gobierno actual y el "buenismo" de amplios sectores de la socialburocracia europea (en los USA no existe dicho ministerio, pero existe cultura). Abogan por un Estado todopoderoso, todobondadoso, que se ocupe de nuestra sexualidad (¡mis polvos son míos!), de nuestra salud, de nuestra educación, de nuestros salarios y pensiones, de nuestra cultura, de nuestro clima, de nuestra ciudadanía; y lo que sale de ese horno templado no son ciudadanos, sino piltrafas robotizadas. Ése es el objetivo.
 
José María Aznar.El Gabinete Aznar dio un primer paso en el buen sentido al convertir el Ministerio en Secretaría de Estado, pero fue insuficiente, porque hay que suprimir todo control estatal sobre la cultura, sus dictatoriales leyes de cine, su precio único del libro y todos los demás aquelarres burocráticos que asfixian la cultura y nutren a las ratas funcionarias. Y, claro, suprimir las subvenciones. A cambio se suprimirían (¡estoy soñando!) los impuestos a la creación artística, para abaratar el precio de los libros y de las entradas para el cine, el teatro, el ballet, los conciertos, los museos, etc. O sea, hay que permitir que se desarrollen plena y eficazmente las leyes del mercado.
 
Pero la supresión de las subvenciones estatales no debería limitarse a las destinadas a la "cultura": un Gobierno decente debería suprimir todas las subvenciones a las ONG, esas estafas orgánicas –pero sin prohibir ninguna–, reducir drásticamente las subvenciones a los partidos y sindicatos, como a las iglesias y sectas, incluso si son "ecológicas". Todo esto exigiría un estudio concreto, contable, y democráticamente discutido. Lo que yo afirmo aquí, una vez más, es que esta disminución drástica de las subvenciones a las organizaciones parasitarias formaría parte de un conjunto de medidas que permitirían rebajar los impuestos.
 
La reducción de los impuestos es mucho más que un ejercicio contable estatal: cuanto más disminuyen, más aumenta la libertad cotidiana de los ciudadanos, sus posibilidades de elegir libremente lo que compran, ya se trate de un libro, un par de zapatos o un viaje a Estambul. No es por casualidad si en la URSS sólo una mínima parte del salario se pagaba en efectivo; el resto era en "servicios": transporte de cercanías gratuito, alojamiento colectivo (¡!) barato, cantinas y almacenes de empresa asimismo baratos, etcétera, con el resultado evidente la conversión de los ciudadanos en siervos, mantenidos, pobremente, por el Estado pero con muy pocos rublos para satisfacer sus caprichos, sus trocitos de libertad.
 
Evidentemente, la situación en España no es la misma, el capitalismo limita considerablemente ese totalitarismo light sociata; pero, para volver a la actualidad, si se leen las declaraciones de César Antonio Molina (después de tantos otros ministros) ante la Comisión de Cultura del Congreso, es para sacar su pistola (simbólica) y salir a la calle. "Yo, César, ministro, decido de todo". Lo peor es que probablemente se lo cree. Se cree césar César, ministro, dictador de las Artes y las Letras. No se da cuenta de que sólo es un funcionario, y de que lo único que puede hacer es dimitir, como Rosa Regàs, aunque sea por motivos diferentes.
 
Recientemente, y a modo de conclusión, Luis María Anson –citado por Regàs como "cazador de brujas"– se refería en El Cultural (otro catálogo) a las memorias de Jean-François Revel y aplaudía sus críticas a la exagerada politización del Ministro de Cultura francés en tiempos de Jack Lang. Lo siento, pero Revel fue infinitamente más crítico, porque no sólo se indignaba ante esa "politización" de baja estofa, también ante el fraude reaccionario de la "excepción cultural francesa", y hasta ante la existencia de un Ministerio de Cultura. Como también Marc Fumaroli y algunos más; aunque, desde luego, seamos aún una minoría.
0
comentarios