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EL PODER DE LAS OLIGARQUÍAS

Falsas explicaciones sobre África

Hay quienes se empeñan en defender que Europa y Usa deberían cambiar el signo de su tutela, volcando en África dinero y ayuda, sin pedir ninguna garantía a cambio, y así todo mejoraría. Y mejoraría, ciertamente, pero sabemos de sobra para quiénes.

En un reportaje televisivo sobre la hambruna que devasta Etiopía, causada por una sequía a la que no pueden hacer frente las primitivas estructuras del país, un misionero español se explayaba al respecto dictaminando que se trataba de un “genocidio organizado” al parecer por los países occidentales, y criticaba en especial la exigencia en el pago de una deuda que, según él, estaba sobradamente pagada. Lo mismo predican las ong, o la mayoría de ellas, en la creencia de que los problemas de África se resolverán condonando la deuda o enviando más dinero.

El misionero llevaba allí gran parte de su vida, y por lo tanto conocía bien el terreno, y realizaba una muy encomiable labor acogiendo a cientos de huérfanos, protegiendo a prostitutas para facilitarles abandonar tal oficio, etc.. Y sin embargo su explicación no tenía en cuenta varios hechos clave en la situación africana (y de otros muchos lugares): el dominio de la política por clanes o grupos políticos violentos y corruptos, o la larga experiencia de los “socialismos africanos”, o, en el caso etíope, de una arrasadora dictadura marxista-leninista. Además, entre tales gobiernos existe una “solidaridad” antioccidental tan acusada como estéril. Así, por ejemplo, ante las críticas europeas a las violencias y falsificación electoral de Mugabe, en Zimbabue, los demás dirigentes africanos cerraron filas en torno al dictador, con la única excepción del presidente senegalés Abdulay Wade. Aunque en los últimos tiempos ha mejorado, en general, la fiabilidad electoral en el continente, los gobiernos distan mucho de ser democráticos, y son ellos y los clanes en torno a ellos, quienes han monopolizado y derrochado los préstamos recibidos, o se han servido de ellos en su particular beneficio. Esa gente suele tener depositadas en bancos europeos grandes sumas, que aliviarían notablemente la situación de sus países si fueran razonablemente invertidas en ellos, y si esa inversión se acompañara de garantías al derecho de propiedad y a la seguridad de las personas.

Tales oligarquías que sangran a sus pueblos, herederas en definitiva de las que en otro tiempo vendían como esclavos a sus propias gentes o a las de otras tribus cazadas ex profeso, se dicen, contradictoriamente, defensoras de la dignidad y de las culturas autóctonas, empleando una abundante retórica antioccidental y antiliberal. Pero la pretendida defensa se confunde casi siempre con la justificación del poder y las corruptelas oligárquicas. Paradójicamente, las ideas esgrimidas por esos políticos tienen precisamente origen europeo, y por lo demás, consisten en los peores productos intelectuales salidos de Europa, aunque resulten tan útiles para desviar hacia el exterior el malestar popular causado por la ineptitud y abusos de las oligarquías locales, perennizando así el poder de éstas. La descolonización se hizo casi siempre invocando alguna forma de “socialismo africano”, cuya aplicación y resultados debieran haber sido suficientemente aleccionadores. Las cojas explicaciones del misionero antes citado, como las de la mayoría de las ong, hacen en definitiva el caldo gordo a los dictadores.

Otra paradoja de esas teorías es su carácter en el fondo racista o, como mínimo, paternalista: los africanos serían incapaces de hacer frente a sus problemas y de responsabilizarse de sus decisiones. Todo tendría que venir de los países ricos, en cuyas manos estaría por completo el destino de África, para lo bueno y para lo malo. Según quienes así piensan, Europa y Usa deberían simplemente cambiar el signo de su tutela, volcando en África dinero y ayuda, sin pedir ninguna garantía a cambio, y así todo mejoraría. Y mejoraría, ciertamente, pero sabemos de sobra para quiénes.

También podría preguntarse el misionero si sus medidas asistenciales, aun fuertemente apoyadas desde fuera, constituyen una alternativa real de desarrollo sostenible, como dicen muchos sin que se sepa muy bien a qué se refieren. Basta formular la pregunta para conocer la respuesta: su labor asistencial, como la de las ong sólo puede concebirse como una ayuda de urgencia: ahí está su enorme valor, pero también su limitación.

No tiene tampoco mucho sentido la crítica a las multinacionales por su contribución a la corrupción ambiente, o por el tráfico de armas, etc. Por mucho que cueste creerlo a los críticos, el origen del mal no está en las multinacionales o en los traficantes, sino en los tiranos que prefieren invertir los recursos de sus países en muy costosos ejércitos y policías. Desde luego, los negociantes aprovechan la situación y la fomentan, en ocasiones pueden incluso haberla creado, pero en general no hay alternativa mientras los gobernantes africanos no cambien de mentalidad. Cualquier inversor europeo, grande o pequeño, puede encontrarse con que la única manera de situar su capital y tener alguna seguridad en el funcionamiento de la empresa y la obtención de beneficios, pasa por sobornar a las autoridades locales, a las cuales no puede sustituir por otras mejores. En consecuencia, las inversiones escasean y, en círculo vicioso, alimentan a su vez la corrupción.

El problema es realmente endiablado, pues no es posible imponer o crear desde el exterior regímenes responsables y expertos, mientras que, por otra parte, los mejores y más capacitados elementos de la población africana, desesperadamente necesitados en sus países, tienden a huir de éstos, no sólo por buscarse un futuro más desahogado, sino por librarse de las arbitrariedades y amenazas del poder, y a veces hasta por salvar la vida.

Sólo con tiempo y paciencia será posible cambiar las cosas. Existen algunos fenómenos esperanzadores, como la aludida mejora en los procesos electorales, si bien abundan por otra parte los signos regresivos, como el fuerte rebrote del pensamiento mágico, incluso en formas sangrientas. El presidente senegalés parece, entre los políticos africanos, quien mejor ha asumido una experiencia de varios decenios, aunque ha tenido ya algunos roces con la libertad de prensa. Ha mostrado poca complacencia con las viejas demagogias, y su postura, en principio, consiste en defender la democracia, los derechos de la gente a disponer de su propiedad, y en un impulso enérgico a todos los niveles de la enseñanza, incluyendo el de las tecnologías más modernas. Es un camino lento y nada fácil, pero no parece existir otro.

Aparte de las inversiones posibles, España podría contribuir al proceso mediante un ambicioso programa educativo, sobre todo en el terreno profesional o de “artes y oficios”, como se decía antaño. Aunque para ello tendría que empezar por mejorar esa enseñanza en la propia España, tan desatendida desde aquellos gobiernos sociatas empeñados en hacer universitarios a todos los jóvenes y en rebajar, de paso, la calidad de la universidad. Pero ese es otro asunto.


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