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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Excepciones poco culturales

“Bueno, me despido, porque tengo que ir a la oficina”, me dijo una tarde, hace veinte años, Philippe Laudenbach, veterano actor, que ha trabajado mucho sin llegar jamás a ser una estrella. Y como lo de oficina me extrañaba, me explicó que así calificaban ellos los teatros subvencionados o estatales, en los que firmaban un contrato para 20 o 40 representaciones, y que hubiera o no público, tuviera o no éxito la obra representada, como funcionarios cobraban su sueldo.

En aquellos teatros se había perdido la emoción del riesgo, la noción de juego. De aventura, cuando en los teatros privados no se sabe cómo va a ser acogida la obra, esa apasionante emoción del riesgo, el placer del juego desaparecía, ibas al teatro como a la oficina, precisamente cumplías tu contrato, y el contrato, o sea el estado, o sea los contribuyentes, también cumplían, pagándote, sin tener para nada en cuenta el público, ni siquiera el talento de los actores, y aún menos la calidad de la obra. No estoy seguro que hoy los actores, como los demás profesionales del espectáculo, piensen lo mismo.
 
El conformismo asistido ha conquistado territorios inmensos, y si antaño muchos habían querido ser artistas por afición, desde luego, pero también para no ser funcionarios, para no ir todas las mañanas a la oficina, hoy casi todos quieren ser funcionarios, por aquello de la seguridad del empleo y de las pensiones. Además el sistema es profundamente perverso: todos los años se revisa la cuantía de las subvenciones para el año siguiente. Puesto que realizáis beneficios, no necesitáis tanto dinero. Entonces, los más listos directores de teatros estatales, y poco a poco, todos los demás encontraron el truco: reducir al máximo el número de representaciones, de forma que nunca jamás tuvieran beneficios, incluso algunas pérdidas eran bienvenidas, porque así podían pedir, no sólo el mantenimiento, sino el aumento de las subvenciones.
 
No les interesaba el público, no les interesaba un éxito popular, les interesaba su prestigio personal, y las subvenciones. Y, sin embargo, algunos de estos directores tenían o tienen talento. Citaré sólo a dos, muy diferentes en cuanto estética de sus puestas en escena: Roger Planchon y Patrice Chereau, quienes chuparon del bote estatal como el que más, utilizaron el sistema a fondo, pero con talento, repito. Pero también es cierto que se hartaron, me imagino, de las antesalas de los ministerios, y ambos han abandonado sus cargos de directores de teatros estatales, para dedicarse al cine, con más o menos éxito.
 
Y hablando de cine, la flor y nata de la “excepción cultural francesa”, el sistema estatal de financiación es tan complicado que sólo puedo dar algunos ejemplos, no me cabe para más. El objetivo ideológico, político y económico oficial es la defensa de la industria cinematográfica francesa contra la invasión de los extraterrestres yanquis. La coartada cultural que hay que defender en el cine francés, porque es el mejor cine del mundo, no se la cree nadie, en todo caso no el público. Además de las subvenciones estatales directas, como la famosa “avance sur recettes”, y otras, se ha impuesto una tasa en cada billete para alimentar un fondo para la producción de películas. ¿Quién decide qué proyecto de película hay que subvencionar?
 
No tengo ni idea de cómo están las cosas ahora. Pero el arma absoluta es la televisión, desde luego estatal, pero no sólo, TFI, cadena privada, la más popular y la peor, se ha convertido en una gran productora de cine. La actitud del estado es perfectamente mafiosa. Imponen un porcentaje cada vez más importante de películas y telefilmes franceses en todas las cadenas, y en este caso no tienen la bofetada de la sala vacía, que la gente se duerma o “zapee”, tiene una importancia muy relativa. En cambio, la industria del cine sobrevive, y hoy apenas existe un proyecto de película, sin acuerdo previo de una o varias cadenas de televisión.. Y evidentemente, ese proyecto tiene que ser políticamente correcto. O si se prefiere, “socialmente útil”.
 
Existe, sin embargo, no una solución, porque en este terreno del arte y la cultura, no existen soluciones, y es imposible planificar el talento de los creadores, y aún menos su genio, como tantos pretenden hacerlo, pero bueno una medida de sentido común, de la que ya he hablado en otras ocasiones y que para resumir definiría así: suprimir al mismo tiempo todos los impuestos y tasas a la creación artística, y suprimir todas las subvenciones estatales a esa misma creación artística. El resultado sería abaratarlo todo, las entradas en los cines, teatros, salas de conciertos, danzas y ópera, museos, sin que el funcionario de turno en el ministerio te imponga sus criterios, porque él es quien dispone del dinero. Porque a eso se resume todo.
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