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IZQUIERDA LIBERAL

España, una nación de mansos

"España continúa mirando a Cataluña como siempre. Un mal necesario que conviene controlar, o un cáncer, que es preciso extirpar", escribió Vicent Sanchis en el Avui el mismo día en que se celebró el referéndum independentista de Arenys de Munt.

"España continúa mirando a Cataluña como siempre. Un mal necesario que conviene controlar, o un cáncer, que es preciso extirpar", escribió Vicent Sanchis en el Avui el mismo día en que se celebró el referéndum independentista de Arenys de Munt.
No, señor Sanchis, Cataluña no es un cáncer; lo que parece comportarse como un cáncer es la ideología nacionalista beligerante que día sí y día también verbaliza su desprecio público a las normas constitucionales españolas a través de instituciones y medios con la intención de demolerlas.

Esa evidencia contraria a la cohesión social de España se trató de canalizar a través de una amplia autonomía política recogida en la Constitución y el Estatuto de Cataluña. Pero pocos nacionalismos responden a tratamientos preventivos, y prácticamente ninguno deja de dar problemas. De ahí que algunos tiendan a la metástasis, bien porque su naturaleza es maligna, bien porque su tratamiento ha sido erróneo. En el caso catalán, la tendencia al nacionalismo se reducía a individuos de clases medias propietarias y funcionariales, a menudo dirigidas por la Iglesia montserratina, frente a una mayoría social cosmopolita barcelonesa y una amplísima clase trabajadora inmigrante. Aún hoy, el catalanismo nacionalista es demográficamente minoritario. El grueso del cuerpo social, por tanto, estaba a salvo de esa ideología desestabilizadora. Según una encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña publicada el pasado 26 de febrero, el 16,1% de los catalanes votaría por la independencia, frente a un 38% que prefiere la autonomía y un 35 que se decanta por una España federal. En cualquier caso, las 12 encuestas realizadas entre junio de 2005 y mayo de 2008 por dicho organismo sobre la inclinación pura por el independentismo arrojan un escaso 15,7% a favor.

Cuatro errores forzados en un contexto catalanista, y circunscritos a cuatro fases históricas, nos han traído a este presente incierto e inquietante, donde la amenaza de metástasis ya no es una hipótesis imposible.

El contexto catalanista

El abuso del nacionalismo franquista contra el sentimiento y la lengua catalanes habían ido generando anticuerpos catalanistas a partir de los años sesenta, lo que, llegada la Transición, permitió a los catalanistas protagonizar el devenir político de Cataluña, al estar más y mejor organizados que cualquier otra fuerza política. Mientras los partidos políticos al uso y las fuerzas sindicales ponían en la consolidación de la democracia española todos sus esfuerzos, el catalanismo transversal los ponía en la construcción nacional mediante el romanticismo cultural y la lengua. Esa ventaja de salida definió el terreno de juego ideológico, el horizonte político y, sobre todo, delimitó quiénes podían jugar en el espacio catalanista.

Primer error: la izquierda nacionaliza su lenguaje

La federación catalana del PSOE, de raíz española y mucho más potente en términos electorales que las fuerzas de raíz catalanista que acabarían formando el PSC, se plega al terreno de juego nacionalista y pierde, desde el principio, la posibilidad de liderar el cambio democrático en el espacio constitucional español. Hasta el punto de que en 1980 entrega la presidencia de la Generalitat a Jordi Pujol, arquitecto de la futura desafección hacia España. El resto de la izquierda, alistada mayoritariamente en el PSUC, se pasa directamente al nacionalismo. PSC y PSUC, así como CCOO y UGT, dejan de este modo sin representación política a la mayoría social de Cataluña.

La causa de este abandono se puede rastrear en el acoso moral del catalanismo, cuya consecuencia más patética es el sometimiento a la atmósfera creada por dicho movimiento, para evitar la estigmatización que recaía sobre todo lo español. Ese complejo de inferioridad que arrastran los dirigentes de la federación catalana del PSOE, y que traspasan a sus propios votantes, lleva a los primeros a jugar en el terreno de juego catalanista, lo que sólo engordará electoralmente a sus auténticos propietarios: los catalanistas de CiU. Sin darse apenas cuenta, en dos legislaturas Pujol logra confundir e identificar el nacionalismo catalanista con Cataluña. Lo que era una ideología electoralmente legítima, aunque una más entre otras, es ahora el santo y seña sin el cual no se podrá ejercer políticamente en Cataluña. El nacionalismo logra convertir una ideología en un movimiento nacional, y éste en un instrumento de mobbing político que sataniza y deja fuera de la legitimidad política a todo aquel que no comulgue con la Cataluña nacionalista.

Ese primer error infectará progresivamente al PSC hasta inutilizarlo como depositario de una ideología socialista de raíz constitucional española y obligarle a jugar en el campo del nacionalismo para poder alcanzar el poder.

El lenguaje que les servía en los años ochenta para combatir al nacionalismo de Jordi Pujol es abandonado en beneficio del etnicismo lingüístico, que toman prestado del propio nacionalismo supuestamente combatido. Así las cosas, el nacionalismo copó sin oposición todo el poder institucional y convirtió la escuela en un correccional lingüístico y nacional.

Segundo error: el nacionalismo moderado de CiU cae en su propia trampa

Si el victimismo catalanista sirvió al nacionalismo moderado de Jordi Pujol como instrumento para dejar sin lenguaje político primero y sin espacio electoral después al centro-izquierda catalán no nacionalista y al centro-derecha de tradición española, él mismo está siendo víctima del uso y abuso del propio nacionalismo, de ese victimismo frente a España que tantos réditos le dio a lo largo de sus 23 años de gobierno. El resultado de ese abuso radical perpetrado por una sutil pero persistente pedagogía del odio simplificada por sus juventudes con marcos mentales como "España no nos entiende", "España nos roba", "Puta España", "Somos una nación", ha generado un espacio electoral independentista más cerca de sus enemigos de clase, es decir, de ERC, que del espacio posibilista de CiU. Cinco mil pancartas con el eslogan "Catalonia is not Spain" repartió la Juventut Nacionalista de Catalunya (JNC) el pasado 28 de abril entre los asistentes al partido de la semifinal de la Liga de Campeones F. C. Barcelona-Chelsea.

Si CiU logró hacer jugar en su propio espacio lingüístico, retórico y político al socialismo catalán y acomplejar al Partido Popular de Cataluña, ahora se ve abocada a hacerlo en el espacio independentista de ERC. El referéndum de Arenys de Munt es la evidencia más grotesca. La factura puede ser muy onerosa, sobre todo por las tensiones que esto genera entre Unió, que a través de su líder –Durán i Lleida– se ha mostrado contraria al independentismo, y el soberanismo del líder y sucesor de Pujol en Convergència, Artur Mas.

El error que intento señalar no está en el devenir del futuro electoral de la coalición nacionalista, sino en las consecuencia nefastas que esa deriva soberanista tiene para la cohesión constitucional española.

Tercer error: la deriva soberanista obliga a todos a jugar en el espacio electoral de ERC

Dos golpes de mano contra la legalidad constitucional han servido para evidenciar la deriva: la cascada de declaraciones contra el Tribunal Constitucional antes de que emita su dictamen sobre el Estatuto y el referéndum por la independencia de Arenys de Munt.

Ya no es una carta marcada, es una verdadera rebelión publicitada por ERC contra la legalidad constitucional. La veta victimista descubierta por el soberanismo más radical de ERC con la puesta en marcha del referéndum por la independencia en Arenys de Munt ha obligado al nacionalismo moderado de CiU a sumarse... y a definirse. La cascada de referendos soberanistas que se avecina sólo tiene una consecuencia nueva y buena: obligará a retratarse públicamente a quienes hasta ahora tuvieron en la ambigüedad calculada una forma de llegar al poder. ERC los promocionará, CiU los apoyará pero no los organizará, Iniciativa ya sólo oficia de iglesia laica, y el PSC bracea contracorriente en el espacio que debió rechazar.

No creo que ERC salga beneficiada electoralmente de esta nueva mascarada, porque sus políticas infantiloides asustan a muchos, pero no hay duda de que el soberanismo sociológico avanzará ininterrumpidamente. Es decir, no se trata tanto de saber quién capitalizará electoralmente la algarada soberanista, sino de ver cómo con cada acto de insumisión o desprecio por la legalidad constitucional se avanza un paso más hacia la definitiva desafección sentimental de una parte de Cataluña del resto de España.

Cuarto y principal error: el Gobierno de España sigue sin hacer política de Estado
No se puede consentir que el líder del partido más votado de Cataluña, Artur Mas, declare: "No hay ningún tribunal que pueda estar por encima de un pueblo"; y que la segunda autoridad de Cataluña, el presidente del Parlamento autonómico, Ernest Benach, diga en la Diada, como un vulgar golpista: "No hay ningún tribunal, no hay ningún Gobierno, que pueda contradecir lo que un pueblo ha expresado en referéndum libre", sin que el presidente del Gobierno les exija que rectifiquen en nombre de la legalidad constitucional.
 
Y no se puede consentir por las mismas razones que no se consintió que el golpista Tejero entrase en el Congreso de los Diputados pistola en mano rebuznando aquello de: "¡Quieto todo el mundo!". Seguramente, para sus partidarios la actitud del teniente coronel estaba justificadísima, porque pensaban que España necesitaba ser salvada de un Gobierno y unas instituciones que la negaban; como seguramente los partidarios del nacionalismo catalán justifican la incitación a no respetar la sentencia adversa del Tribunal Constitucional si entienden que va contra Cataluña.

¿Qué diferencia hay entre aquel golpista y estos nacionalistas que no acatan la legalidad? Mucha, estaría loco si frivolizase a la hora de distinguir entre un golpista armado hasta los dientes capaz de provocar una guerra civil y un político democrático envalentonado por la tajada electoral y el relativismo jurídico interesado. La diferencia es mucha, repito, pero sólo de grado. ¿Qué diferencia hay entre un terrorista de ETA y un alcalde batasuno que incumple la Constitución y desoye las sentencias de los tribunales? Mucha, pero sólo de grado. Unos y otros transgreden algo sagrado en democracia: el respeto a la ley.
 
El nacionalista catalán que, desde su cargo oficial, incumple una sentencia firme del Tribunal Supremo (12-XII-2008) o no acata una sentencia del Constitucional y llama a la gente, directa o indirectamente, a hacer lo propio se está amparando en la fuerza política de las instituciones que dirige y en la sociología que supuestamente controla para imponer su visión del mundo sin pagar el peaje de la legalidad, al modo y manera como el militar golpista se ampara en la fuerza bruta de las armas para imponer la suya. En uno y otro caso se persigue el chantaje y el control del poder por encima de las reglas democráticas constitucionalmente establecidas. La diferencia es que el golpista militar genera violencia inmediata y el golpista institucional manipula y envenena las relaciones de la sociedad con el Estado hasta transgredir la legalidad democrática a través de su capacidad de chantaje. En uno y otro caso, es muy probable que el resultado sea la quiebra de la paz social.
 
En un sistema democrático no es tan importante lo que se defiende (el contenido ideológico) como la lealtad a las reglas formales. El sistema resiste el cambio de modelo social a través de gobiernos distintos que han conquistado el poder sin faltar a las reglas electorales, pero se viene abajo si algún partido –o todos– deja de respetar la forma del sistema. Los nacionalistas pueden estar en desacuerdo con el Constitucional, con la forma de elegir a sus miembros, con el emplazamiento de su sede o el color de su logo, pero si quieren acabar con él o reformarlo han de sujetarse a las reglas previstas por el sistema. Las demás instituciones del Estado (y el Gobierno de la Generalitat de Cataluña es una de ellas), así como sus representantes legales, no pueden dejar de acatar las sentencias ni rebelarse contra ellas. Si así fuere, serían tan golpistas como los militares.
 
Rubalcaba.Es evidente que la respuesta al presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach, o al líder de la oposición autonómica, Artur Mas, ha de circunscribirse al campo de la política. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio, pero al menos en ese campo deberían tener una respuesta contundente por parte del Gobierno de la Nación.
 
Y ese es el problema. En vez de afearles la conducta, se la justifican. ¿Qué fueron si no las declaraciones del ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, cuando dijo esa obscenidad jurídica de que "lo que España no puede hacer es negar la decisión de un Parlamento democrático elegido por los catalanes"? Con esas declaraciones, ¿qué legitimidad le queda al Gobierno para llamar al orden al secretario de Política Lingüística, Bernat Joan (ERC), cuando rompe el fuego contra el TC afirmando que la Generalitat "ignorará" su sentencia y añade: "No haré ningún cambio en la política lingüística, diga lo que diga el Tribunal Constitucional"? Y quien dice Bernat Joan dice el consejero de Educación, el socialista Ernest Maragall, que bajo el título "Construir Cataluña" publicó un artículo en El País donde llamaba a los suyos a "liderar con determinación un proyecto de construcción nacional (...) con sentencia o sin sentencia". Repito, con esas declaraciones, ¿qué legitimidad le queda al Gobierno para recriminar a ese insigne hombre de Estado, Jordi Pujol, que declare, el 8 de septiembre y en Onda Cero: "El tribunal Constitucional no merece respeto"?
 
No juzgaré los cálculos electorales ni los pactos coyunturales que están detrás de las declaraciones bastardas del ministro Rubalcaba, pero habremos de denunciar con rabia democrática que las palabras del señor ministro conducen a la visión golpista de que la última instancia de la legalidad no está en el Tribunal Constitucional, ni la soberanía en manos del pueblo español, sino en el Estatuto de Cataluña. Rebuzno jurídico tan obsceno no puede salir de boca de Rubalcaba por ignorancia. Ni es torpe, ni es ignorante. Trata de presionar al Tribunal Constitucional, a sabiendas de que su transgresión será utilizada como argumento de autoridad por quienes declaran no respetar la legalidad constitucional.
 
¿Es que hemos de explicar que el Tribunal Constitucional es la última instancia legal, que no hay ley que pueda transgredir nuestra Constitución, venga del Parlamento de Cataluña, del Congreso de los Diputados o del mismísimo presidente del Gobierno de España?
 
Cuando al Sr. Zapatero se le ocurrió aquella gansada de: "Venga lo que venga del Parlamento catalán, yo lo respetaré", debió calcular las consecuencias. Con una Constitución sin recurso previo de inconstitucionalidad, dejar que un estatuto hecho por nacionalistas, aprobado por dos Parlamentos y avalado por un referéndum se pueda aplicar sin antes resolver su constitucionalidad es encender la mecha de una bomba con efectos retardados y consecuencias imprevisibles. Una oportunidad de oro para reeditar un escenario victimista que, como estaba cantado, el nacionalismo está aprovechando de la peor de las maneras.
 
España es una nación de mansos. Arrastrábamos una leyenda de cainismo y golpismo que llegaba incluso al fútbol a través de esas melonadas ridículamente nacionalistas de "la furia española". Y ahora resulta que no somos capaces ni de decirle alto y claro a una minoría cuya obsesión es acabar con la cohesión política del Estado que España es una nación de ciudadanos libres y soberanos organizada en un Estado democrático y social de Derecho en el que todos somos iguales en deberes y derechos, por encima de alcaldadas territoriales.
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