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POLÍTICA EXTERIOR

España a la luz (y a la sombra) del drama vasco

En contra de lo que a la ligera sostiene la oposición, sólo en fechas recientes España ha comenzado a tener una política exterior coherente, realista y con futuro.

Se ha sostenido de manera ligera, desde sectores de la Oposición política en España, que la actitud adoptada por el Gobierno a raíz de los últimos acontecimientos internacionales ha quebrado una larga y fructuosa tradición en política exterior basada en un espíritu de neutralidad, paz y viejos aliados muy fieles. Pero esto es insostenible.

En verdad, y por el contrario, es en estos momentos cuando España comienza a encarar una política exterior coherente, realista y con perspectivas de futuro. Durante el siglo XX, España sencillamente no ha contado apenas en el concierto mundial, encerrada como ha estado en un ensimismamiento poscolonial y una melancolía posnoveintayocho, en una vocación autárquica y de postal arcana y folclórica, de guerracivilismo, de localismo y particularismo, de Spain is different, de los que urgía salir cuando lo brindara una ocasión propicia. La incorporación de España a las instituciones europeas a partir de 1986 ofreció una perspectiva de apertura y modernización, la cual no debe entenderse como cerrada y exclusiva, sino abierta a los acontecimientos y a los nuevos tiempos que se estrenan, con vistas a su reformulación y actualización. El 11-S significó uno de esos acontecimientos.

Tras el ataque terrorista contra Manhattan y Washington, resulta a todas luces patético, y hasta cruel, que quiera hacerse de aquella imagen anoréxica y autista de la política española de puertas a fuera un punto de referencia y un modelo a seguir. Referir, por ejemplo, los supuestamente tradicionales lazos de amistad de España con «nuestros hermanos, los países árabes», sería para tomarse a risa, si no fuese porque en realidad lo que tal actitud encubre es un secular antijudaísmo y antisemitismo rancios, ensalzados, primero que nadie y de manera entusiasta, por el General Franco durante más de cuarenta años de régimen dictatorial. Y, por otra parte, destacar nuestro estrecho vínculo con Francia como dechado de relación vecinal resultaría sarcástico, a menos que la memoria de los españoles hubiese borrado completamente su deslealtad a propósito de la ocupación marroquí de la isla Perejil, los episodios del exilio republicano en suelo galo, la complacencia y pasividad durante décadas (todavía hoy no superadas del todo) con respecto el terrorismo de ETA, por citar sólo unos pocos casos.

La decidida orientación del Gobierno español hacia el vínculo transatlántico se ha evidenciado a raíz de la crisis de Irak, pero su verdadero punto de arranque viene entonces del 11 de septiembre de 2001. Esta fecha, que alteró el rumbo del orbe en su totalidad, no podía dejar a España fuera de sitio ni fuera de juego ni indiferente. Resulta lamentable que el sentimiento de tal circunstancia no se haya comprendido lo suficiente por parte de la población española y bastantes de sus grupos políticos y sociales dirigentes. Durante los últimos años, los sondeos de opinión han recogido la preocupación principal de los españoles por el terrorismo vasco, y las muestras de repulsa y condena de sus actos han sido, y son, constantes. Sin embargo, ha calado con fuerza en el tejido social español el mensaje de que la lucha internacional contra el terrorismo es algo lejano que no nos concierne; que el terrorismo etarra es otra cosa…, una cosa nuestra, casi una calamidad, una peculiaridad, en fin, que nos acompaña y define. Y esto en el más optimista de los supuestos, pues no es extraño percibir en muchos españoles el sentir de que el problema del terrorismo es, después de todo, un asunto de y entre los vascos; diagnóstico que, todo sea dicho, contiene una tácita declaración de independencia de lo vasco, como si la cuestión vasca no fuese de facto una cuestión española, y, todavía más, la cuestión española más urgente y grave.

Con esta actitud España ha demostrado ser muy europea. Pues, por decirlo siguiendo el análisis del último libro de Robert Kagan (Of Paradise and Power; o Poder y debilidad, según la edición española), aquí se cree vivir en el paraíso, con inoportunos cadáveres y atentados terroristas que de cuando en cuando alborotan el patio trasero, pero muy seguros, gracias a nuestra proverbial política de comercio, solidaridad y diálogo. Con esta perspectiva de jardín del Edén, pues, ¿cómo podía la opinión pública española entender el mensaje de que el régimen de Sadam Husein en Irak representaba una amenaza real? ¿Cómo puede hablársele de Corea del Norte, Irán o Siria a una sociedad que no sabe muy bien lo que hacer en una concreta región española, con un grupo terrorista y un “gobierno gamberro o matón” propios, ambos tan lejos y tan cerca?

La concreción de la “política de poder” frente a la estrategia de debilidad representa en España, entre otras consideraciones, la apuesta por acabar con el terrorismo definitivamente, en contraposición a la resignada y débil postura de convivir con la amenaza, el riesgo y el terror, de procurar calmarlos y satisfacerlos, de ofrecerles periódicamente algún sacrificio, de hacerles concesiones, de negociar y dialogar indefinidamente. El Gobierno de Aznar, al decidirse por continuar y fortalecer la alianza con EEUU y reorientar las estrategias en el horizonte de una Nueva Europa transatlántica, en la dirección de «paz con seguridad», no cabe duda de que estaba pensando, más que nada, en el drama del País Vasco, en ETA y en el desafío secesionista. Y éstos son nuestros principales problemas en política interior y exterior, ámbitos de acción política difícilmente separables.
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