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ESPAÑA Y MODERNIZACIÓN

¡Es la cultura, estúpidos!

El proceso de modernización de las sociedades libres pasa por el crecimiento y la consolidación de las estructuras económicas y por el acceso al Gobierno de opciones políticas democráticas de estabilidad. Pero eso no basta, si la cultura no está también a la altura.

Dos grandes debates intelectuales, entre otros, están teniendo lugar en el ámbito del pensamiento liberal actual. En uno de ellos, las grandes bazas estratégicas de lucha contra el megaterrorismo —“realista” y “neoconservadora” o “imperialista civilizatoria”— se juegan el tipo y la suerte en el tapete de la seguridad mundial, confrontando razones a favor de actuaciones bélicas rápidas y quirúrgicas frente a posiciones que aconsejan la vía más lenta del establecimiento de culturas democráticas que apuntalen las victorias militares. En el otro, se polemiza sobre la mejor manera de activar y fortalecer la libertad y el bienestar de los individuos en la sociedad, desde distintos enfoques: el que confía el éxito de dicho objetivo básicamente a la afirmación del dominio y la hegemonía a escala local y global de las políticas económicas liberales y en el triunfo electoral de opciones políticas de centroderecha, y el que, junto a estas metas, añade la importancia de vitalizar la “cultura” de la sociedad civil, por ser ésta la esfera decisiva en la que la conquista de la libertad se asienta y afianza, permitiendo, en cualquier caso, que pueda disfrutarse justamente de sus beneficios prácticos.
 
Creo que pueden establecerse algunas correspondencias entre este debate general y nuestra vida política doméstica, especialmente apreciable en el ámbito de actuación del partido en el Gobierno, el cual sería más propenso al primer modelo de acción que al segundo. Aquí residiría, a mi parecer, una explicación de por qué su actual acción política bascula, en muchos aspectos, entre la resignación y el triunfalismo, todo al mismo tiempo. Según esta filosofía política, los buenos resultados económicos conseguidos en España permiten acreditar la bondad de las políticas desplegadas y son la mejor garantía de futuro, puesto que los ciudadanos, más tarde o más temprano, se mostrarán dispuestos a la moderación y a revalidar su confianza en el partido que las impulsa. Como agentes racionales que son, o se les presume, los electores no van a decidir contra sus intereses o su propia seguridad. Se trata, pues, de confirmar que el balance de resultados cuadra, que se tiene razón en lo que se hace y que lo demás vendrá por descontado. La estrategia del PP en las pasadas elecciones autonómicas catalanas, resumida en el lema “más políticas y menos política” —y que lo ha elevado hasta el 12 por ciento de los votos (¡para un partido con mayoría absoluta en el resto de España!)—, sería un estrepitoso ejemplo de lo que ocurre cuando ese lo demás se eclipsa o se deja a los otros. La situación, no obstante, no se corrige simplemente con obtener más votos y ganar  elecciones. Luego falta gobernar de hecho, y establecer un horizonte de normalización democrática y de modernización. Y he aquí el déficit de ese lo demás, que tiene que ver justamente con las carencias en educación, investigación, cultura creativa y cotidiana: el gran déficit nacional, contrapunto del superávit económico y de las felices expectativas de triunfo electoral en marzo de 2004.
 
A este quebranto de excelencia en la vivencia y convivencia de los españoles se refirió recientemente Víctor Pérez-Díaz en su artículo “Una segunda modernización” (El País, 29/10/2003), y que Carlos Semprún alabó, en estas mismas páginas, en un inteligente cotejo con el tono y contenido del artículo de Fernando Savater que, dándole literalmente la espalda a éste, se encomendaba a un ejercicio premoderno de complacencia con la religión republicana francesa y sus actuales delirios de grandeza. Vale la pena recuperar ahora, al hilo del tema aquí abierto, algunas ideas del texto de Pérez-Díaz con el ánimo de completarlo, o mejor, de coronarlo. ¿Qué balance cabe hacer del cuarto de siglo de democracia en España? Negativo, no, pero tampoco entusiasta; y muy crítico, si se sopesan las oportunidades perdidas. La criatura que ha crecido en España en este tiempo, si se permite la imagen, es más alta que sus padres y está bien alimentada (cosas del desarrollismo), vota cuando le parece (por algo es libre), tiene dinero en los bolsillos y consume con regularidad, a veces, hasta con voracidad (por algo trabaja y, ay, paga impuestos). Pero la fortaleza de su calificación cultural es francamente muy deficiente.
 
España sigue siendo hoy una nación muy disminuida en capacidad de investigación y desarrollo, las patentes aquí registradas se difunden poco y mal y apenas se leen nuestras publicaciones científicas, dentro y fuera de nuestras fronteras. La Universidad ha crecido aparatosamente en número de sedes, profesores y alumnos, pero, añade el sociólogo español, no tenemos una sola institución académica de investigación que pueda, ni lejanamente, parangonarse con una universidad norteamericana. El nepotismo corporativo, la endogamia y la fuerza de la costumbre se aúnan con energía para impedir cualquier reforma (última parada: el caso Aneca). La cultura creativa, autocalificada como “mundo de la cultura”, se premia a sí misma en la gala de los Goya y dice estar estupenda. Mientras tanto, la opinión pública española se suma al espectáculo general nutriéndose de telebasura, derrochando insolidaridad en la “patria lejana” y movilizándose contra la guerra en Oriente Próximo.
 
Pero, al final votan al PP, ¿no? Sí, bastantes, y en ciertos sitios. ¿Y el superávit económico? Ya, aunque ello no permite negar que vivimos en “un horizonte de mediocridad perpetua, que los políticos temen alterar y la sociedad afecta ignorar”. Afirmar esto, concluye Pérez-Díaz, es casi como predicar en el desierto. Cierto, pero como además lo deja escrito en el diario de mayor difusión nacional, ese que abona con su gran poder todo este humus, ¿quién se extraña?
 
 
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