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La izquierda española y la libertad religiosa

La política religiosa de la España contemporánea no ha suscitado tantas páginas dentro de la historiografía española como quizá hubiera resultado oportuno a tenor de la importancia que el conflicto religioso ha tenido en la vida política española desde la época del regalismo de los Borbones, en la segunda mitad del siglo XVIII, hasta la guerra civil, en 1936, y la misma transición a la democracia de 1975. Sin embargo, esa carencia no parecer haber impedido que la versión progresista de la historia de la política religiosa se haya consolidado sin más discusión. Pocos le han reconocido lagunas graves a una historia que suele partir de una idea que resulta, cuanto menos, bien simple: que sólo el ala izquierda del liberalismo español, la que consideró superado el celo reformista y el regalismo del despotismo ilustrado, tuvo una voluntad férrea y sincera de poner a buen recaudo la autonomía del poder civil frente a la injerencia de la Iglesia católica; y lo hizo, además, soportando siempre la oposición de una alianza firme de conservadores y católicos -antiliberales ambos, claro está-. Los hitos de la revolución progresista, desde el Trienio Constitucional (1820-1823) al Sexenio Revolucionario (1868), habrían abordado esa cuestión religiosa, buscando siempre extirpar la perniciosa influencia del clericalismo en la vida del Estado. La Segunda República española, en 1931, continuando esa tradición gloriosa, se habría tomado más en serio, si cabe, lo de la política religiosa. Por eso, ante el déficit acumulado de secularización, habría planteado como solución definitiva la de la revolución religiosa: dar un paso más allá de la libertad de cultos y la separación del Estado y la Iglesia y practicar una política agresiva que permitiera, en poco tiempo, sustituir la influencia social y educativa de los católicos por una nueva red estatal completamente laica al servicio de los intereses ideológicos y pedagógicos de la izquierda.

Se ha insistido siempre en la trascendencia de la cuestión religiosa para la vida política de la Segunda República en particular y para la historia de la España constitucional en general. Sin embargo, no son muchos los historiadores que han hecho un esfuerzo de comprensión más allá de esa interpretación que trata de disculpar los excesos del anticlericalismo alegando su condición de respuesta irremediable y su carácter modernizador. Pocos discuten esa verdad esencial de la versión progresista de la historia de la política religiosa en la España liberal que se ha comentado más arriba. El resultado no es otro que aprobar la oportunidad de la revolución religiosa, aceptar que hay una justificación para el carácter anticlerical del ala izquierda del liberalismo y dar por bueno que, tanto el catolicismo en su totalidad como los liberales moderados y centristas no habrían hecho otra cosa que obstaculizar el progreso de la libertad en España, viniendo a formar un todo reaccionario con el carlismo y el integrismo. A lo sumo, en el caso de historiadores más temerarios, hay un análisis de la política religiosa de la izquierda española que llega a criticar, aunque sea indirectamente, el carácter revolucionario que caracterizó el anticlericalismo de aquella; pero nadie espere encontrarse con una mínima exigencia de responsabilidades, una disección del discurso anticlerical para comprobar sus paradojas internas o, en fin, la necesaria comprobación de un aserto bien repetido: que el catolicismo, los conservadores y la Monarquía, todos en unión y sin división alguna, han sido siempre un bloque compacto, reaccionario y decididamente antiliberal.

Pocos problemas en la historia contemporánea española han jugado un papel tan importante como la relación tan compleja que han mantenido el ámbito de la política y el de la religión; en su origen como consecuencia de dos hechos sustanciales: primero, la implantación de un régimen liberal y sus efectos sobre la posición tradicional de la Iglesia católica y, segundo, la respuesta que dio la Iglesia (o bien los partidos que se erigieron en defensores del catolicismo, que no siempre estuvieron identificados con la institución eclesiástica, tal y como tantas veces se da por sentado) al desafío de la modernidad posrevolucionaria. El conflicto religioso ha sido, en verdad, la lógica derivación de una profunda fractura de un modelo de Estado y de sociedad basado en la confesionalidad católica y la confusión entre los planos civil y espiritual; en definitiva, el fruto de una larga y compleja trayectoria de transición cuyo punto de partida era conocido -la situación confesional del Antiguo Régimen- pero cuyo fin permanecía, y aún hoy permanece incierto.

La sociedad española ha estado sumergida durante los últimos dos siglos en un proceso de transformación constante, afectada tanto por los cambios políticos como por las nuevas formas de vida urbana, la industrialización o el aumento de la movilidad social, entre otros aspectos. Ha sido un proceso que ha supuesto una modificación progresiva de las demandas de los individuos y que ha afectado, como no podía ser de otro modo, a las creencias religiosas y a lo que se esperaba del comportamiento y funciones del clero en el ámbito de lo público. La relación entre esa sociedad en transición y una Iglesia desbordada y desorientada por la fractura del modelo confesional de antaño, es un hecho que, por más que se revele evidente, merece ser recalcado para comprender que la secularización ha sido ante todo un proceso abierto, nunca definitivo, y desde luego más autónomo de lo que pensaban aquellos que confiaban en el Estado para construir una sociedad laica de la noche a la mañana. En el llamado conflicto religioso, bajo la apariencia de un problema exclusivamente político se escondía una transformación social y cultural compleja, que era, paradójicamente, tan independiente de la política como sensible a las políticas del Estado. No se trataba sólo de una cuestión de fe reducida al ámbito privado; el hecho religioso se manifestaba de múltiples formas en la vida pública y existía, por lo demás, una asociación pública que dirigía y administraba la fe: la Iglesia. La modernidad liberal propició que la religión y la política se encontraran en un camino intermedio entre la autonomía de la sociedad y el poder del Estado en el que había que lidiar con un amplio abanico de posibilidades de relación e influencia y adaptar paulatinamente la legislación a las nuevas exigencias sociales.

Antes de las revoluciones liberales, el Estado era confesional, es decir, la relación entre éste y la Iglesia católica se entendía de dependencia y confusión: el Estado asumía, entre sus múltiples tareas públicas, la del control de la religiosidad de la nación; y la Iglesia, además de actuar como guardián espiritual, lo que le proporcionaba un amplio poder político, se reservaba el control de algunas tareas públicas desligadas de su función espiritual, como la caridad y la educación. Claro está que ese modelo teórico de confesionalidad no existía como tal en la realidad, tenía múltiples particularidades y estaba sujeto a cambios constantes. No era tampoco la situación que se encontró la revolución liberal española, pese a lo sostenido por el ala más exaltada del liberalismo español y después por el republicanismo; el Estado absolutista del despotismo ilustrado había transformado radicalmente esa situación gracias a un incisivo y constante regalismo, esto es, al control por parte del Estado de la organización y funcionamiento de la Iglesia católica. El mismo Concordato de 1753 supuso una victoria muy significativa: el Rey se reservó el derecho de nombramiento y el control de las rentas que recibía el Vaticano procedentes de la Iglesia española; además, el Papa renunció al privilegio que eximía a las tierras eclesiásticas de contribuir al erario público. Carlos III conseguiría, en esa misma línea, el exequatur o derecho de la corona a promulgar o no en España las bulas y breves papales -control que le permitió, en cierta ocasión, exiliar a un inquisidor general que le negó la obediencia debida-. El regalismo entusiasta de aquel Rey de "moralidad intachable" que fue Carlos III afectó también a los jesuitas - expulsados en 1767- y al Santo Oficio. Pese a lo que tantas veces se ha dicho, el regalismo de Carlos III y Carlos IV no chocó tanto con la intransigencia de la Iglesia -bastantes prelados, simpatizantes del jansenismo en su versión española, eran partidarios de las reformas aplicadas por la Monarquía- como con la ignorancia y las prácticas supersticiosas de muchos sectores de la población española, y el triunfo propagandístico del movimiento de reacción a las ideas de la Revolución Francesa.

Los liberales españoles, de 1812 en adelante, respetaron ese modelo de confesionalidad pero trataron de hacerlo compatible con el credo liberal, esto es, con el respeto de la independencia del individuo y por tanto de la vida autónoma de la sociedad, y con el necesario sometimiento de la Iglesia a las exigencias de dos nuevas realidades: la plena autonomía del Estado y el funcionamiento de un mercado económico nacional. La conciencia del liberalismo español de la necesidad de conjugar progreso y orden tradicional le hizo respetar escrupulosamente el poder y privilegios de una asociación como la Iglesia que no convenía tener por enemiga. Aun así, se pusieron en marcha medidas como la desamortización de bienes eclesiásticos y la asunción paulatina por parte del Estado de una función educativa y de protección social antaño de exclusivo control eclesiástico.

Mediada casi la centuria, la política del liberalismo progresista, zarandeada por la presiones de exaltados y radicales, tomó un cariz más extremista. Entre 1835 y 1840 se buscó desesperadamente crear una Iglesia nacional al servicio del Estado, se interfirió en la organización interna de la institución eclesiástica y se aprobaron medidas que socavaron de manera casi definitiva la propiedad y riqueza de una Iglesia en plena decadencia. La segunda mitad de la década de los treinta fue también la del nacimiento de un anticlericalismo radical y sangriento. Pese a todo, incluso el liberalismo progresista era antes que nada católico; el propósito de la revolución liberal no fue acabar con la religión sino organizar una Iglesia nacional sumisa y controlada políticamente por el Estado.

Los moderados respondieron a la política anticlerical de los progresistas con un Concordato firmado entre la Santa Sede y el gobierno español en 1851. Se reconoció la confesionalidad y se consolidó una partida del presupuesto del Estado para el pago de haberes a los clérigos. Si se atiende a la historiografía progresista, el acuerdo no fue sino el instrumento utilizado por los moderados para devolver a la Iglesia las prerrogativas que le habían sido arrebatadas por la revolución liberal: "El Concordato de 1851, borrón de un gobierno que en tal época desconocía el espíritu de su siglo, el interés, la dignidad y el derecho de su nación, la necesidad de impulsar y dirigir con prudente sentido las conquistas de anteriores revoluciones y las reformas consiguientes al triunfo de la libertad sobre el absolutismo en la pasada guerra fratricida [la primera guerra carlista], determinó nuevamente un periodo miserable de nuestra patria [de 1844 a 1854]".

Sin embargo, fue gracias a la negociación entre los moderados y la Iglesia como se consolidó jurídicamente la principal conquista económica de la revolución progresista, esto es, la desamortización eclesiástica. Aunque el acuerdo entre España y la Santa Sede reconoció importantes privilegios a la Iglesia, muchos otros quedaron definitivamente eliminados y los católicos no tuvieron más remedio que admitir como un hecho consolidado la pérdida de la mayor parte de los bienes desamortizados. El Concordato no recuperó una Iglesia tradicional sino que sentó las bases de una nueva realidad jurídica: la Iglesia dispuso de la oportunidad de reorganizarse y adaptarse a las exigencias de la modernidad liberal, y el Estado, a cambio, consolidó su control sobre la organización eclesiástica y cerró un capítulo histórico cargado de tensiones, asegurándose, a la vez, que la Santa Sede aceptaba la legitimidad constitucional de Isabel II.

La revolución de 1868 introdujo una demanda radicalmente nueva en el liberalismo español, la de la libertad de cultos, una propuesta de los republicanos y de los demócratas que apoyaron los progresistas. Pese a la reivindicación republicana de la separación de la Iglesia y el Estado -aspecto completamente nuevo, ignorado hasta entonces por cualquiera de las ramas del liberalismo español-, la política de la izquierda no pasó de la plena libertad de cultos y, quede esto claro, de un regalismo más acentuado. Pese a todo, se manifestaron ya algunos de los rasgos que caracterizarían la política religiosa de la izquierda republicana y socialista en 1931: intervención del Estado para controlar, limitar o suprimir la libertad de asociación de los religiosos. Apareció entonces, por vez primera, incorporada en el ideario el sector más radical del ala izquierda de la revolución, la demanda de ruptura de la unidad católica del país y la revolución religiosa como condición sine qua non de la libertad política: "Que la embriaguez del triunfo, tan fácilmente alcanzado, no nos haga olvidar que de nada nos sirve habernos librado de los Borbones, imbéciles instrumentos de la teocracia romana, si dejamos a ésta organizada entre nosotros, con su inmensa red (...) que [es] foco permanente de conspiración contra la libertad (...) realicemos, pues, los españoles la revolución religiosa, sin la que será nula la revolución que acabamos de llevar a cabo, y sin la que no es posible dar solución satisfactoria a la revolución" política y económica.

Demostrado, sin embargo, el fracaso de aquella revolución tras el desastre de la Primera República, la Constitución liberal de 1876 reconoció, cediendo a las demandas de los progresistas, una tolerancia religiosa limitada y sentó las bases de un nuevo orden constitucional con el que a medida que la sociedad lo demandara se podría dar paso a una mayor libertad religiosa y a un menor control por parte de la Iglesia católica de actividades como la bene1/2cencia y la educación. De nuevo, era la victoria de un liberalismo no exaltado la que permitía que se reconocieran jurídicamente y se consolidaran algunas de las reivindicaciones de la izquierda anticlerical. Los liberal-conservadores, herederos de los puritanos, consiguieron, no sin tener que vencer antes una amplia resistencia clerical, que la Iglesia aceptase un Estado constitucional que abría una puerta de esperanza para las dos grandes demandas del liberalismo: la libertad de cultos y la ruptura del monopolio religioso de la educación primaria.

La constitución de 1876 re3/4ejó, también en materia religiosa, el espíritu de una política de transacciones y equilibrios. El triunfo del liberalismo conservador se vio ensombrecido por una concesión amarga a los católicos en virtud de la cual los españoles se quedaron privados de la plena libertad religiosa. Aun siendo como era un aspecto casi connatural al credo liberal, la cesión se aceptó como un mal menor. Dado el peso del catolicismo en la sociedad española y las consecuencias nefastas que había tenido en las décadas anteriores la 1/2liación carlista de una parte importante de la Iglesia, había ante todo que integrar a los católicos dentro del nuevo Estado liberal y romper con la tradición revolucionaria que asimilaba liberalismo con anticlericalismo. El reconocimiento de la libertad religiosa hubiera sido un gran éxito para el liberalismo pero un fracaso para su supervivencia en una sociedad en la que ciertas reformas planteaban fracturas políticas que sólo podían superarse mediante políticas transaccionales.

Para el liberalismo conservador, la política del compromiso se comprendía dentro de un apego necesario a la realidad histórica del país y del respeto escrupuloso de la autonomía de la sociedad. Ambos aspectos (compartidos por los progresistas hasta la revolución de 1868 al menos en lo referido a la política religiosa) se traducían en que el liberalismo aceptaba las limitaciones de la realidad política y no creía que el Estado debía estar al servicio de un modelo de sociedad diseñado por un partido;5 en política religiosa, pues, el Estado liberal tenía que buscar un equilibrio con los intereses de un catolicismo muy poderoso y enraizado en una sociedad todavía creyente pero ir dejando a su vez la puerta abierta a las demandas crecientes de un mayor laicismo en la vida pública. En resumen, el liberalismo conservador de la Restauración (1876-1923) contemplaba la secularización como un proceso en marcha que no tenía porque desbancar de modo radical a una religión católica poderosa, fuertemente implantada y de la que dependía todavía una disciplina moral que sustentaba a su vez las bases del orden social.

El republicanismo de izquierdas de los años treinta planteó el problema de la secularización a partir de la crítica de esa visión liberal-conservadora y del análisis histórico de la política española desde los tiempos de Fernando VII (1808-1833) en adelante. Los políticos republicanos que propugnaron en 1931 la necesidad de afrontar con medidas drásticas la secularización de la vida política y social eliminaron, de modo intencionado sin duda, el análisis de fondo del liberalismo conservador, según el cual el terreno de la fe religiosa y de las conciencias afectaba a algo más que meros intereses que pudieran ser regulados políticamente; esto es, que la cultura y la sociedad no podían ser transformadas de la noche a la mañana por simple mediación estatal. Los republicanos actuaron en consecuencia con un nuevo "liberalismo intransigente"6 que se definía como la superación de ese espíritu de transigencia del liberalismo conservador, que para ellos no era otra cosa que una traición al servicio de las fuerzas que tradicionalmente habían ostentado el poder en el país -Iglesia, Corona y terratenientes-. Radicalismo en política religiosa, pues: primero, porque pensaban que existía una carencia de laicismo en España que explicaba su retraso respecto a Europa, lo que exigía una política activa de sustitución del papel de la Iglesia en la educación por el del Estado; y segundo, porque consideraban que la fuerza de la religión en la sociedad española servía a intereses conservadores y monárquicos que debían ser extirpados en bien de la tranquilidad y la salud del nuevo régimen republicano. El análisis se resumía en un solo aspecto: poner en marcha una política de confianza plena en el Estado como brazo ejecutor de un programa de cambio, no ya político, sino social y cultural. De ahí la denominación radical de revolución religiosa para referirse a la necesidad de arrancar de cuajo la influencia clerical de la sociedad española.

Los problemas de este enfoque son múltiples, a pesar de que se haya tendido a despacharlos como pequeños desajustes de un modelo imprescindible de modernización. Muchos historiadores, herederos de esa intransigencia y de esa confianza revolucionaria en la política como instrumento de transformación social, han hecho suya la interpretación historiográfica del progresismo español, en virtud de la cual el proyecto de modernización y secularización de la izquierda republicana de los años treinta fue la respuesta adecuada y necesaria al atraso de la nación. Las fuerzas ocultas de la historia y una supuesta objetividad científica, han servido a posteriori para justificar aquella política revolucionaria que, según esa misma versión, habría permitido, de no haber sido abortada por la contrarrevolución, transformar una sociedad atrasada como la española -dominada por la religión, se entiende- en una sociedad moderna y libre. Paradójicamente, esa sociedad más libre y moderna que resultaría de la supresión de la presencia asfixiante de la religión -ingenuidad donde las haya- debía asociar su libertad al crecimiento sin límite de la injerencia del Estado en la vida pública.

Sin embargo, hay que abordar la naturaleza y trasfondo de esos "simples desajustes" propios de una política drástica de modernización y secularización, para demostrar que más que desajustes justificables fueron consecuencias necesarias de una intransigencia y de un modelo de revolución política basados en el exclusivismo y la creencia gratuita pero peligrosa de que la sociedad española era atrasada, analfabeta, supersticiosa, crédula, etc., por la traición del liberalismo histórico a los ideales de la revolución liberal. La historiografía progresista española, como la francesa en el caso de la Revolución, no se ha interesado en la explicación del fracaso de las opciones de violencia revolucionaria e intransigencia ideológica basadas en modelos políticos utópicos, sino en la justificación de la violencia y la supresión del Estado de derecho como simples "desajustes" coyunturales del proceso de modernización o como exigencias de defensa frente al enemigo reaccionario.

La Segunda República contó con el modelo de Constitución que deseaba la izquierda, esto es, un código doctrinal con el que asegurar el cumplimiento estricto de los principios de la revolución. El nuevo régimen no se definió por el hecho de haber abolido la Corona y por una reorganización de los poderes constitucionales; no buscó su identidad y su consolidación en la creación de un marco constitucional amplio y estable que corrigiera lo que los republicanos siempre habían criticado de la Monarquía constitucional: que había sido una "farsa oligárquica" de espaldas a una nación oprimida. No fue así, porque el republicanismo carecía de un modelo de Estado constitucional alternativo al de la Monarquía y porque enseguida resultó evidente que los socialistas, la fuerza mayoritaria, tenían otras preocupaciones y predominaba entre ellos el sector que veía en la República un régimen burgués transitorio que, llegado el momento, debería ser superado por la revolución social.

La revolución religiosa jugó, en ese escenario, un papel primordial: dio contenido a la revolución republicana y definió alguna de las líneas maestras que debían caracterizar al régimen. Esta situación contribuyó a hacer de la nueva República una forma de gobierno asociada a una política religiosa concreta, la de un laicismo agresivo y resuelto. La consecuencia primera y más importante salta a la vista: ¿cómo podrían convivir dentro de ese régimen quienes no compartieran esa política? Si éstos lo intentaban y conseguían vencer las elecciones, es lógico que su gobierno llevara a cabo una política alternativa; al hacerlo, ¿no estarían desnaturalizando un régimen que se había identificado con una política concreta? Más aún, de vencer y desnaturalizar la esencia de la República, ¿cómo responderían los republicanos y sus aliados socialistas? En ese caso, sin la esencia que daba color y vida al nuevo régimen -la política laica entre otras cosas- sus principales creadores sólo tenían una salida coherente: dar por caducada la República y abrir de nuevo el proceso revolucionario que les devolviera el poder; actitud que implicaba la pura y simple desautorización de la victoria electoral del contrario y el más absoluto y antiliberal de los desprecios de otras opciones políticas.

En verdad, con la victoria electoral de la derecha católica y del centro republicano dos años después de proclamada la República (1933), el escenario comentado se hizo realidad. La respuesta socialista consistió en organizar una revolución política para derribar al nuevo gobierno, mientras los republicanos decían haber perdido la República. ¿Qué República? Obviamente aquella que ellos habían caracterizado con todo detalle en el otoño de 1931, cuando decidieron constitucionalizar la revolución.

No hay mayor atropello de la idea de lo que es una constitución que usarla para consolidar jurídicamente una revolución, una forma sin duda de asegurarse que la oposición no pueda gobernar sin tener que modificar las esencias constitucionales del régimen. La izquierda republicana, consciente de este hecho, no hizo nada para remediarlo una vez que el centro-derecha ganó las elecciones y ellos pasaron a la oposición (1934/1935). Por el contrario, se limitó a amenazar con un golpe de Estado si la derecha católica entraba en el Gobierno y a reconstruir la unidad de acción de la izquierda sobre la base de la legitimidad revolucionaria: la defensa de las esencias de la República de 1931.

La revolución religiosa, también constitucionalizada por la izquierda, fue parte esencial de ese ciclo revolucionario recurrente. Durante 1931 jugó un papel decisivo que afectó tanto a la configuración constitucional del régimen como al terreno de la lucha simbólica y la defensa de la República frente a sus enemigos. En 1932 y 1933, bajo los gobiernos izquierdistas de Azaña, dio contenido a la revolución jurídica que debía desarrollar los mandatos constitucionales. Tras la victoria del centro-derecha a finales de 1933, la revolución religiosa siguió en el punto de mira de los republicanos y socialistas, que trataron de demostrar que el nuevo gobierno desnaturalizaba el régimen al paralizar el proceso de secularización emprendido en 1931. Tras el fracaso de la opción revolucionaria socialista en octubre de 1934 y la retirada de la oposición republicana del parlamento, durante 1935 la revolución religiosa pasó a un plano meramente simbólico, como complemento perfecto de la propaganda y la crítica que permitió a la izquierda reunirse en una nueva coalición electoral. Recuperada la República en febrero de 1936, tras la victoria del Frente Popular, recobró su camino.

La diferencia entre 1931 y 1936 en materia de revolución religiosa es el quid de la cuestión para entender lo que pasó con el proyecto republicano. En 1931 funcionó la opción de desviar la atención revolucionaria hacia objetivos inmediatos que, repletos de contenido simbólico para la izquierda, sirvieron como aglutinante y permitieron estabilizar el régimen. La opción del laicismo agresivo y de una política radical de destrucción de la posición social y cultural de la Iglesia actuó como medicina para calmar el clamor revolucionario y reconducirlo por vías constitucionales. La revolución en la escuela, una de las caras de la revolución religiosa, se convirtió en el instrumento más efectivo para hacer la revolución sin violencia, para evitar que el clima de euforia republicana de la primavera de 1931 se disolviera en un desorden permanente y en un conflicto de legitimidades revolucionarias enfrentadas sin solución. El precio, como en otros aspectos, fue muy elevado: la violación de libertades fundamentales reconocidas por la propia Constitución para dar salida a las demandas anticlericales, pero sobre todo, como queda dicho, hacer de la ley fundamental del país un código de partido e impedir que triunfara el objetivo de la derecha liberal republicana: un República de y para todos.

En 1936, cuando se recuperó la República, la situación había cambiado por completo respecto a 1931, sobre todo por la respuesta antidemocrática de la izquierda a la victoria del centro-derecha en 1933, y no por el efecto de una política reaccionaria de desmantelamiento de la democracia durante el segundo bienio como siempre se ha dicho. En febrero de 1936 los republicanos creyeron que todavía era posible encauzar la revolución por vías legales. El problema al que se enfrentaron era similar al de 1931: cómo parar la revolución desencadenada por ellos mismos. De no haber tomado la victoria del centro-derecha en 1933 como la tomaron, podrían haber articulado una oposición leal al régimen que en las elecciones de 1936 habría luchado por recuperar el gobierno sin tener que hablar de la salvación de la República. Pero no fue así y lo que se dilucidó en 1936 fue, de nuevo, si recuperar la vía de consolidación jurídica de la revolución o no. Y entretanto los republicanos siguieron engañándose, la revolución jurídica, tal y como la entendía Azaña, y expresada en materia religiosa o escolar como en 1931/1933, ya no era posible. Los contenidos del imaginario de la revolución durante las elecciones de febrero habían cambiado radicalmente respecto a 1931. La izquierda obrera no pensaba ya en conformarse con discursos burgueses como el de anticlericalismo. Ahora se trataba del verdadero contenido, anticapitalista y anticonstitucional, de la revolución social y política y el alcance de la misma. De hecho, el aglutinante del Frente Popular y la primera medida exigida por los partidos obreros al gobierno de Azaña fue la amnistía total y sin limitación para los detenidos en la revolución de 1934 y otras huelgas revolucionarias del segundo bienio. Admitir que todos los que se habían sublevado contra el orden republicano, sin más, debían ser puestos en libertad no era precisamente la manera de encauzar jurídicamente la revolución y consolidar la vigencia de la Constitución. Las exigencias de la hipoteca política de la izquierda republicana no permitían ya que la revolución religiosa fuera prioritaria y sirviera para disuadir de la violencia a quienes veían en la recuperación de la República el paso previo a la revolución social. En ese ambiente, no es extraño que alguien dijera que el Frente Popular jamás llegó a gobernar. Era imposible que lo hiciera porque su precaria unidad se disolvió en sus propias contradicciones tras la victoria electoral de febrero de 1936.

La relación tensa y problemática entre religión y política durante la Segunda República revela aspectos de gran importancia acerca de la consistencia lógica del republicanismo de izquierdas y del papel de los valores literales de la libertad política bajo aquel régimen que fue la culminación de la trayectoria política de la oposición de izquierdas a la Monarquía constitucional. La cuestión religiosa se abordó de tal manera que la política no sirvió para remediar un conflicto latente en la sociedad española sino para extremarlo y utilizarlo como arma arrojadiza; buen ejemplo, sin duda, del déficit liberal y de las grandes contradicciones de la ideología republicana. Construida sobre la oposición a los valores de compromiso que habían hecho posible la restauración de la Monarquía en 1876, el resultado fue una ideología profundamente negativa que excluía la sustancia básica de toda actividad política: la continuidad con el pasado y el aprendizaje de las experiencias políticas anteriores. Con un discurso de oposición al Rey y a sus veleidades dictatoriales se derrotó moralmente a los monárquicos y se proclamó la República, pero la tarea de construir un sistema político no podía resumirse en ser lo contrario de lo anterior, más aún si se arrastraba, en relación a la coherencia teórica del modelo constitucional republicano, la pesada carga de la ausencia de una legitimidad estable a falta de la continuidad histórica.

Se mezclaron así pasiones ideológicas y análisis intelectuales que no tenían tras de sí un concepto equilibrado, nacional e integrador de la República. La revolución religiosa aportó homogeneidad simbólica y, aunque frenó la violencia revolucionaria más exaltada, fue un poderoso aliado de la demagogia revolucionaria y el estado de excepción. La esencia del régimen dependió, entre otros dos o tres aspectos más, de los contenidos de la revolución religiosa. Mantenerla viva fue además un buen procedimiento para amparar la peliaguda unidad de la izquierda y mantener entretenidos a los socialistas con una política de construcción pedagógica de un nuevo modelo de ciudadano español.

Mención aparte, aunque sea como un último apunte breve, merece la reacción que provocó entre los católicos esa política de revolución religiosa y su constitucionalización, una reacción que la historiografía se ha negado a tomar en serio por considerarla únicamente como un ejemplo de la actitud contarrevolucionaria típica de la derecha católica. Ahora bien, esta cuestión del discurso ideológico de los conservadores, la respuesta y posición de la Iglesia y la política religiosa de los gobiernos de centro-derecha en 1934/1935, fueron bastante más que una mera reacción antirrepublicana; algo en lo que se ha evitado profundizar porque tras ello se esconde, no lo olvidemos, uno de los aspectos que más molestaron a la izquierda republicana y socialista y a la posterior historiografía progresista de la República, el que fuera precisamente la derecha católica la que mejor y más rápidamente respondiera al desafío de la movilización democrática y se alzara con la victoria electoral en diciembre de 1933. La posición en que habían quedado los católicos tras la aprobación de la Constitución (muy divididos de antemano ante la aceptación sincera o no del nuevo régimen) desvela también un último aspecto trascendental para comprender la relación entre catolicismo y libertad en España: la responsabilidad de la izquierda anticlerical en el triunfo de los sectores antiliberales e integristas dentro del catolicismo; el exclusivismo en el ejercicio del poder de que hizo gala la izquierda y que trasladó a la Constitución de 1931 no fue, precisamente, el mejor aliado para la victoria de las opciones posibilistas de la derecha católica española de los años treinta.

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