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FRANCISCO UMBRAL

Entre Quevedo y Cervantes

Que al poeta Francisco Brines le dieran el premio Cervantes me alegraría tanto como me alegró que se lo dieran a Umbral, aunque la verdad sea dicha, preferiría que me lo dieran a mí. Ya a Umbral le dije que mi alegría era tan grande como mi envidia.  

En la presentación de un libro mío en el Círculo de Bellas Artes, Francisco Umbral compareció, como es friolero, con una larga bufanda blanca. Yo soy más bien caluroso y la bufanda que traía, que era roja, me la dejé en el guardarropa con el abrigo. Luego se me ocurrió —ocurrencias de escalera— que debería haberla conservado a efectos retóricos por lo menos, para darle al público la impresión de que antes de empezar el acto habíamos hecho intercambio de bufandas, como los capitanes de dos equipos de fútbol intercambian banderines antes del partido. Umbral me llamó “liberal conservador”; antes me había llamado “poeta falangista”. Ambos apelativos son inexactos, pero en los tiempos que corren lo último que yo haría sería tratar de refutarlos. Yo en cambio en otra ocasión le he llamado “gamberro” e “hijo de la Pasionaria”, a sabiendas, claro, de que ni le perjudicaba ni le ofendía, pues conozco su teoría del gamberrismo, en la línea de Cela, y, en una época de su vida al menos, presumo que reputaría honrosa la filiación atribuida. Quiero decir que nuestra amistad, que es antigua y tácita, no está montada sobre equívocos, sino cimentada en un amor común por la apasionante lengua castellana. Es para mí una satisfacción y un orgullo el hecho de que, a los pocos días del acto aludido, Umbral fuera galardonado con el Premio Cervantes, porque, como dije un mes después en un acto parecido en el mismo lugar, por poco supersticioso que yo sea como buen meridional, nadie me quita la idea de que le traje suerte a mi presentador anterior, como esperaba traérsela al presentador actual: el poeta Francisco Brines. Que a Brines le dieran el premio Cervantes me alegraría tanto como me alegró que se lo dieran a Umbral, aunque la verdad sea dicha preferiría que me lo dieran a mí. Ya a Umbral le dije que mi alegría era tan grande como mi envidia.
 
Yo no hablaría de estas cosas si no me hubiera sorprendido desagradablemente el vendaval desencadenado contra Umbral por la pertinaz envidia española. Aclaro que hay envidias y envidias. La mía es cervantina; la de los que hablo es quevedesca, y aparte de mal estilo, hubo en ella bastante hipocresía, sobre todo cuando decían que el premio se lo merecía más fulano o mengano, sobre todo si estaba muerto, por no atreverse a decir que quien se lo merecía era el abajo firmante, que es lo que hago yo. Esto de la envidia no se reduce a España. Cambó la reducía a Cataluña y Octavio Paz la extendía a toda Hispanoamérica. Precisamente estaba yo en Italia cuando le dieron a Paz el Nobel y los críticos italianos salieron quejándose de que Italo Calvino se hubiera muerto sin que se lo dieran. También en lo tocante al Nobel de Cela hubo mucho comentario despechado en la Península y Ultramar.
 
A muchos escandalizó que el premio se le diera a alguien que pone a Quevedo por encima de Cervantes. Yo en cambio, que pongo a Cervantes como novelista por encima de José Antonio Primo de Rivera, tuve que conformarme en su día con que se llamara así el Premio Nacional que hasta entonces se había venido llamando Cervantes. No es que me pese, pues de este modo, si mi nombre suena algún día en los augustos conciliábulos, nadie podrá objetar que ya el Premio se me dio en tiempos del “antiguo régimen”.
 
 
 
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