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DRAGONES Y MAZMORRAS

En la más alta ocasión

Creo que desde que redacto estas crónicas no había visto tanto público apretujado en un mismo recinto como el pasado martes durante la toma de posesión de César Antonio Molina como director del Instituto Cervantes. Hasta ahora, el récord de asistencia lo tenía Juan Manuel Bonet cuando hace ya cuatro años le nombraron director del Reina.

Ambos son personas muy respetadas y muy populares en el mundo de la cultura madrileña, lo que equivale a decir nacional, y resultaría difícil determinar quién estuvo más arropado en tan alta ocasión, ya que ni los salones ni el patio del palacete de Alcalá de Henares, sede oficial de la docta institución, se pueden comparar, en amplitud, con las salas del antiguo hospital de San Carlos, hoy Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía  (MNCARS), que ha sido abandonado hoy por Bonet con menos alegría que la que experimentó en su momento al entrar.
 
Bonet había conseguido por fin dotar de un proyecto coherente a ese museo-centro (y se me ocurre que tal vez uno de sus principales problemas consista precisamente en ser las dos cosas al mismo tiempo) prescindiendo de toda esa bazofia que, a la luz de los candidatos que se barajaron desde que Carmen Calvo le desautorizara en público (cosa que con su delicadeza habitual hizo desde el mismo día de su nombramiento como ministra), todos temíamos volviera al museo con más fuerza: cadáveres en descomposición, mierdalinas y cosas de ésas, ya saben. Felizmente no es así, y la persona que al parecer va a dirigirlo, Ana Martínez de Aguilar, no anda muy alejada de las propuestas estéticas de Bonet, como ya había ella demostrado en el Museo Esteban Vicente de Segovia, que dirigía desde su creación hasta ahora.
 
La señora Calvo es muy dueña de poner y quitar a sus principales cargos –todos los ministros lo hacen cualquiera que sea su filiación política– pero cuando se trata de instituciones culturales esa prerrogativa se vuelve en contra de la eficacia de estas últimas. Paradójicamente, los cambios en la dirección del Museo del Prado o de la Biblioteca Nacional, que cuentan con una implantación y una andadura más que centenaria, son menos perjudiciales que los que se producen en instituciones nuevas como el Reina y el Cervantes, cuya gestión exige sólidos proyectos a largo plazo que, como es natural, se ven frenados con estos cambios epilépticos, pudiendo muy bien llegarse a esa temible esquizofrenia a la que la ministra en su discurso dijo querer evitar. En este caso, la continuidad está garantizada tanto con Martínez de Aguilar en el Reina como con César Antonio Molina en el Cervantes, lo que deja bien claro que más que de un cambio de política cultural se trata de un cambio de política, a secas.
 
Creo que esa continuidad era percibida por muchos de los que asistíamos a esa multitudinaria toma de posesión y se vio refrendada con la presencia de los cuatro directores anteriores: Nicolás Sánchez Albornoz, Marqués de Tamarón, Fernando R. Lafuente y Jon Juaristi que de esta manera daban al nuevo director un a modo de espaldarazo. El discurso de César Antonio Molina, lo dejó también muy claro. Incluso los discursos de los ministros tuvieron un tono más conciliador que el habitual. Carmen Calvo casi pidió excusas por sus anteriores meteduras de pata (sin llamarlas así naturalmente) que atribuyó a la euforia de los primeros momentos y adujo en su defensa que todas sus declaraciones estaban llenas de buenas intenciones (¡caray!) y que no sería así a partir de ahora. Reconoció, asimismo, la trayectoria anterior de la institución, y que la cultura española estaba "asentada", lo que supone un alivio, pues no habrá que inventar la pólvora a toda prisa, pongamos en mes y medio. A esto hay que añadir los inevitables y deseables buenos propósitos para un futuro mejor, más internacional si cabe, de nuestra amada lengua y de las que la rodean. Es natural.

Por eso Moratinos, el otro gran jefe del invento, insistió en la importancia de que el IC fuera la "casa común de las lenguas autonómicas" y puso el dedo en una llaga pero que muy abierta, porque aunque en principio el IC está obligado a atender esas necesidades, sus buenas intenciones chocan con la cruel realidad de la demanda: lo que la gente quiere aprender, en el extranjero, es español, ya sea de España o de Hispanoamérica, tanto da, pero español, y no vascuence, catalán o gallego y, aunque rabien Carod –e incluso Rovira– ninguna ley española puede obligar a los ciudadanos de otros países a matricularse en estas lenguas si no quieren. Puestos a obligar, lo más que pueden conseguir es que en los centros haya puestos fijos de profesor de dichos idiomas, lo que permitirá a los titulares tener dos o tres años sabáticos, pagados por el sufrido contribuyente, ya verán, y no por las autonomías concernidas, como debería ser. Conozco algún Centro donde la Xunta de Galicia paga tales canonjías o prebendas (o sea, según definición de María Moliner "cargo de mucho provecho y poco trabajo", lo que explico para lectores post-logse o para laicos empedernidos) y los profesores tan contentos. Pero la Generalitat catalana no parece estar por la labor, como siempre; son como esos niños mimados que hacen lo que les da la gana, no paran en casa, no participan en nada, pero quieren tener la ropa bien planchada,  la comida hecha y que les aumenten la paga. El ministro de Exteriores también se refirió a un nuevo objetivo del IC: se va a convertir en un instrumento de paz. Los centros, a su misión de difusión de la lengua y la cultura española, añadirán la de la difusión y defensa de la paz mundial, más o menos como el Ejército actual. Qué alegría. Por eso se van a incrementar las relaciones con los países árabes (así de memoria, creo recordar que hay centros en Siria, Líbano, Túnez, Jordania, Argelia y Marruecos), en particular con Marruecos, donde sólo hay ahora cinco centros: Casablanca, Fez, Rabat, Tánger y Tetuán. El propósito, dijo, es que nos entiendan mejor y nosotros a ellos. Será muy útil para combatir el terrorismo, seguro.  

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