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DRAGONES Y MAZMORRAS

En la más alta ocasión

Nuestros compatriotas catalanes, para demostrar su hecho diferencial, acostumbran regalar a sus prójimos un libro y una rosa, extremo este último que además de parecerme una cursilada insufrible fue para mi infancia y juventud uno de los mayores símbolos del machismo franquista.

Personalmente, doy por terminada la guerra. Al menos la de Irak, porque la batalla cultural vuelve por sus fueros. No en vano estamos en la semana del libro, ese invento cuya paternidad reivindican los catalanes y que ¡oh casualidad! coincide con las conmemoraciones que para celebrar el día del libro se llevan a cabo en Madrid desde que yo tengo memoria, y no es poco, pues he llegado al punto en que estoy empezando a perderla.

Nuestros compatriotas catalanes, para demostrar su hecho diferencial, acostumbran regalar a sus prójimos un libro y una rosa, extremo este último que además de parecerme una cursilada insufrible fue para mi infancia y juventud uno de los mayores símbolos del machismo franquista ya que en aquella época las destinatarias de la ofrenda floral eran las mujeres y de la libresca los hombres. Ahora vivimos en democracia, gracias a Dios, y las flores y los libros son para todo el mundo pero, como lo cursi arropa –ya lo decía Ortega– en Madrid los imitan y a los que acudimos a la entrega del premio Cervantes en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, junto al estupendo ejemplar de El maestro Huidobro, una de las obras José Jiménez Lozano, el premiado, también nos quisieron encasquetar una rosa, gesto que en cualquier otra ocasión me parecería igual de cursi, pero que en ésta, me repatea especialmente, por lo espurio.

Llegada a este punto me veo en la tesitura de desoír mi propósito inicial de no referirme a la guerra de Irak, pero no puedo omitir el asombroso hecho de que porque cuatro gatos, cuyos febles gritos eran sofocados por los vigorosos aplausos, se agruparan tras unas pancartas que abultaban más que ellos, los “medios!” dijeran después que el acto “estuvo marcado por la sombra de la guerra”. Lo que quedó fue más animadillo que de costumbre y de paso sirvió para que por una vez los servicios de seguridad fueran todo lo escrupulosos que manda el reglamento a la hora de permitir el acceso al recinto. Como comprenderán no lo digo por elitismo sino porque vivimos en guerra contra el terrorismo, o mejor dicho, el terrorismo nos hace la guerra y hay que ponérselo difícil, digo yo. Pues también ese sencillo hecho de comprobar que el carné de identidad coincida con la invitación, lo magnificaron los medios calificándolo de “rigurosas medidas de seguridad” a pesar de que ni nos cachearon, ni pasamos por controles electromagnéticos para detección de explosivos o armas de destrucción masiva. Total que, al leerlos, creería uno que los que ahí acudimos, estábamos asediados y que la Universidad de Alcalá era poco menos que un recinto fortificado. Supongo que esa quijotesca transformación de la pobre y trivial realidad, en descomunal batalla, ha sido su particular manera de sumarse al homenaje a Cervantes.

A pesar de que según los periódicos el acto fue muy austero yo no encontré mucha diferencia con los más de catorce que llevo sufridos en estos años de servicio, pues esto del Cervantes me lo tomo yo muy a pechos y más en esta ocasión en que se lo han dado a uno de mis autores preferidos. No voy a contarles lo que se dijo en los discursos (para eso están publicados) que fueron, dicho sea de paso, estupendos, sobre todo el de Jiménez Lozano, sino a referirles mi personal experiencia para que puedan ustedes compararla con lo que hayan podido leer en otros medios, destacando algunos detalles que algunos podrían considerar nimios, incluso inútiles, pero que, en realidad, son muy importantes. Por ejemplo, la presencia, por primera vez que yo sepa, de una macera, lo que pone de relieve, una vez más, la imparable escalada de la mujer en la conquista del espacio laboral. La joven funcionaria llevaba con bastante dignidad el engorroso uniforme, que les da un aire muy parecido a los dibujos animados de Alicia en el País de las Maravillas, concretamente a aquellas figuras –ya no recuerdo si del ajedrez o de la baraja– con quienes se encuentra la protagonista en su extraordinario periplo. Su presencia en la sala, muy destacada, pues custodiaban la cátedra desde la que hablaba el premiado, levantó algunos murmullos y el comentario de que “a esa chica se le ve el plumero” que me extrañó no sólo por su vulgaridad, sino por haber salido de la boca de quien salió, nombre que sólo revelaré en mis memorias, dentro de cincuenta años, aunque me imaginó que ya no tendrá importancia.

Otra novedad, que los periódicos mencionaron como una medida represiva, fue la ausencia de la Tuna en el interior del recinto universitario, lo que, a mi parecer, mejoraba considerablemente la cosa y en mi fuero interno bendije a quien hubiera conseguido el milagro. Pero la estudiantina no perdona y estaban esperando a la salida para agasajar a los Reyes, al premiado y a su familia, de forma que si les habían prohibido la entrada por austeridad, prudencia o recato, fue peor el remedio que la enfermedad ya que el público que pudo “beneficiarse” de su arte fue mucho más numeroso y popular que cuando la ordalía transcurría intramuros. Total que el cascabeleo de los goliardos, ensoberbecidos por los grandes espacios, los aplausos del personal e incluso los gritos de los “elementos contrarios”, que se confundían con los de júbilo, pusieron al “austero acto” un broche de espontánea festividad inexistente en ediciones anteriores.

Como es natural, los invitados a la fiesta que el Rey da en honor del premiado en el Palacio Real, por la tarde, fueron más numerosos que por la mañana, aunque algunos hicieron doblete. Había muchas autoridades culturales, así como periodistas, traductores, editores, políticos, escritores e incluso escribidores, dándose la circunstancia, muy excepcional en este tipo de actos, de que nadie hablaba mal del premiado, por lo cual se cebaron sobre todo con los editores, que siempre resulta muy socorrido, a falta de actores que pudieran protestar en contra de la guerra. Se notaban, efectivamente, muchas ausencias, tal como se ha señalado con insistencia en la prensa, pero tengo que añadir de mi cosecha que no por las personas en sí mismas, (todos somos prescindibles) si no porque era mucho más agradable y llevadero circular por la sala, por tanto hay que agradecer a nuestros compatriotas catalanes que nos hayan privado de esos doscientos cuerpos que sobraban y que estaban a esa misma hora celebrando, entre libros, risas y rosas, en Barcelona la festividad de Sant Jordi, de una forma sin duda mucho más quijotesca que el modo en que conmemorábamos en Madrid a nuestro señor Miguel de Cervantes Saavedra, la más alta ocasión que hayan conocido las letras españolas y, como diría José Jiménez Lozano, nuestro mejor cómplice.
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