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DRAGONES Y MAZMORRAS

En España somos doscientos

Se presenta fina la temporada, en cierto modo marcada por el apellido Semprún. Por un lado, y esto es una primicia, nuestro compañero Carlos Semprún publicará próximamente una novela.

Aunque no quiero decir título ni editorial para no traer mala suerte les avanzo, porque la he leído en agraz, que es bastante autobiográfica, luego explosiva. Por otro lado, a propósito de la aparición de su libro Veinte años y un día, y sin abandonar la metáfora pirotécnica, el bombardeo mediático y sistemático de Jorge Semprún deja en evidencia algo que ya me sospechaba: el divorcio entre el así llamado pueblo y la elite intelectual. Conforme más se sosiega el primero, así nos lo reflejan una y otra vez las urnas, más se exalta el segundo. No es sólo que la izquierda se haya vuelto reaccionaria, como sostiene acertadamente Horacio Vázquez Rial, es que se ha vuelto de izquierdas. El Jorge Semprún que conocimos en el gobierno de González, anticomunista, liberal, proaliancista y proamericano, entona ahora la palinodia y añora el dulce yugo del comunismo, al que califica, entre otras bondades, de “generoso” en una reciente entrevista. Y es que, al menos en España y en Francia, el anticomunismo ya no mola entre los actuales “maitres à penser”, que no son ya, tal solía, escritores y filósofos, sino actores y cantantes, como hemos podido ver muy bien este año en España cuando grandes teóricos del pensamiento político, como los Berlanga y Cía, consiguieron algo que sólo los humoristas habían intentado con anterioridad y sin éxito: que, por fin, la culpa del mal (y del buen) tiempo la tuviera el gobierno.

Ni siquiera los intelectuales más fanáticos y más retrógrados, como la Sontag, Saramago o Rosa Regás (por poner un ejemplo en español) han logrado algo parecido ni con sus libros ni con ninguna de sus sesudas manifestaciones públicas que se han visto relegadas por las cancioncillas, por ejemplo, de Manu Chao. Este cantautor, hijo por cierto del escritor Ramón Chao, se ha convertido en un teórico de la lucha por la libertad en España, país que como muchos hijos de emigrantes, seguramente sólo conoce de las vacaciones. Pero da igual, porque como le dijo Carmen Castro a Jaime Salinas, para animarle a que regresara a la patria, “en España somos doscientos”. No se refería al club de los poetas muertos sino al de los hijos de buena familia ilustrada, adinerada, progresista y antifranquista que, paradójicamente, tenían todas las puertas abiertas en ese país gobernado por una dictadura que, aunque atrasada, estaba ávida de novedades y de cambios.

Y así lo pudo comprobar Jaime, como seguramente nos contará en sus memorias, tituladas Travesías, cuya aparición llevo anunciando desde hace cien crónicas y que ha recibido, como era de esperar, el premio Comillas de biografías y memorias de la editorial Tusquets. Fue allá por el año 1994, creo haberlo contado en alguna ocasión, cuando Jaime me propuso que le ayudara a organizar su material y a inducirle a recordar ciertos hechos de manera más o menos sistemática. Estuve trabajando con él durante dos años, y cuando ya teníamos prácticamente recogida toda la parte posterior a su regreso del exilio, en la que contaba sus aventuras editoriales, primero en Seix Barral y luego en Alianza, Alfaguara y, por último, en Aguilar, tras el paréntesis como director general del Libro con Javier Solana, Jaime “rompió” a escribir por su cuenta y decidió acometer la empresa él solito. Yo entonces me retiré del proyecto, con la anuencia de ambas partes y por supuesto de la editorial. Posteriormente me fui enterando de que se demoraba en la redacción, lo que me extrañó por lo avanzado que estaba en aquel momento, pero lo entendí cuando él mismo me explicó que se estaba centrando casi exclusivamente en su infancia. Ahora leo que se detiene en los treinta años. Sabia decisión que le permite pasar sobre ciertas cosas, como sobre ascuas y a la que debe, sin duda, tan meritoria recompensa.

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