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ASPECTOS DE LA GLOBALIZACIÓN

Elogio de Barbie

Alguien dijo que la única patria de un hombre es su infancia. En la de los que hemos llegado a los 40 sin saber todavía muy bien qué seremos de mayores, se coló un personaje que sí lo sabía.

Dentro de nuestro universo libertario y lúcido representaba un contrapeso en forma de orden y supuesto sentido común, eso que un catalán llamaría seny. Era la Señorita Pepys. Mientras que Salgari y Tintín nos arrastraban a la aventura en un mundo sin límites ni fronteras, ella nos proponía la —gris, pero segura— autosuficiencia autárquica de su tricotadora. “Hechas con estas manitas”, todas las fases de producción de las prendas que salían de ella se podían encerrar en el pequeño país de la Señorita Pepys. Intuitivamente, algunos ya rechazábamos entonces a la Señorita Pepys. Nos asfixiaba su horizonte estrecho, su ordenancismo, su falta de imaginación, su particularismo aldeano. Por eso celebramos ahora la ascensión y el triunfo de Barbie, que es su fracaso.

Ética y estéticamente en las antípodas de la Señorita Pepys, Barbie es definitivamente cosmopolita. Los moldes y la pintura que incorpora son norteamericanos; su pelo, taiwanés; el plástico procede de Japón; el tejido de sus vestidos es chino. Además, una de las dos barbies que cada segundo son vendidas en el mundo puede haber sido ensamblada en Indonesia, Malasia o China, indistintamente. Cuando Barbie juega un partido de tenis, por supuesto, calza unas nike. Envuelven sus pies uno de los 40 millones de pares de zapatillas que la multinacional vende al año, y de los que el 99 por ciento se produce fuera de Estados Unidos. Nike solo tiene americana la cabeza —el I+D, el marketing y el management—, el resto de su enorme cuerpo es tailandés, indonesio, malasio, coreano y chino.

Barbie, con su frivolidad, su raqueta, sus nike y su Kent provoca la ira de la Señorita Pepys. Sus portavoces nos gritan a sus admiradores que somos alegres aliados de nuestros sepultureros, igual que aquellos jóvenes ingenuos de las novelas de Kundera que por exceso de inteligencia se hacían comunistas y luego acababan en el gulag. Y en los sesudos misales de escolástica anti-Barbie que Le Monde Diplomatique imprime cada mes en nuestro idioma para alfabetizar en la materia a la sufrida progresía hispana, razonan su maldad intrínseca con máximas que siempre giran en torno a dos argumentos. Por un lado, alertan contra las consecuencias catastróficas que provocará el traslado de plantas industriales al mundo en desarrollo, con el consiguiente proceso de desindustrialización de los países europeos, fenómeno que llevará asociado todo un funesto corolario de pérdida de puestos de trabajo, nivel de vida, degradación de los niveles salariales, etc. Por otro, entonan la elegía de los esclavos de Barbie, de los trabajadores de la periferia a los que la cruel vampiresa explota sin piedad para mayor gloria del capitalismo global, un escándalo que sus lacayos, los artífices del pensamiento único, se encargarían de ocultar y disimular por todas las vías imaginables. Lo inadmisible para nuestra diplomática Pepys es que sea el interés egoísta de poder pagar los salarios más bajos posibles el motor que esté convirtiendo en exportadores de productos manufacturados a países que hasta ayer vivían de plantar maíz y recoger bananas.

Olvida que, para los afortunados trabajadores de esas factorías del mundo en desarrollo, el salario y las condiciones de trabajo a los que han accedido son infinitamente mejores que la mísera subsistencia en una aldea agrícola, o la marginalidad del subempleo urbano en los que vivían antes. También ignora que esas nuevas industrias intensivas en mano de obra generan encadenamientos industriales en los países receptores de las inversiones, con una demanda añadida de imputs a otros sectores locales que comienzan a operar como auxiliares y proveedores de las primeras. No quiere saber que todos los procesos de crecimiento económico de esas características acaban por aliviar la presión de lo que su cuadra de creadores de opinión, en los buenos viejos tiempos, llamaba “ejército de reserva de parados”. Obvia que, a medio plazo, un proceso de crecimiento de esas características acaba siempre traduciéndose en una subida paulatina de los salarios y en la progresiva dignificación de la vida de la gente. Y niega que lo que en su momento fue un catalizador decisivo para el despegue económico de naciones como, por ejemplo, la España de los años sesenta (o la actual Irlanda, uno de los países que más crece en el mundo, en el que las multinacionales representan la mitad del empleo total y cerca de las tres cuartas partes del PIB) pueda volver a serlo para otras ahora.

Pepys ni escucha el argumento de alguien tan poco sospechoso como Krugman de que si se instaurase por decreto eso que nuestros bienpensantes llaman “comercio justo”, y se impusiesen a esos países los niveles salariales del primer mundo, sería como condenar a muerte su incipiente proceso de desarrollo, por cuanto perderían el principal argumento que ahora los hace atractivos para los inversores del centro, además de eliminar la —de momento— principal ventaja competitiva de sus productos para poder acceder a los mercados occidentales.

También de las regiones más oscuras de las mentes de los publicistas al servicio de Pepys han surgido los augurios milenaristas sobre los estragos que la globalización pudiera causar en los sectores más débiles de los países centrales. Ahí se aferran al atavismo lerdo de considerar a la industria como el bien más preciado de una economía desarrollada, de creer que es la fuente del progreso tecnológico, de los mejores empleos, y una garantía de los ingresos de divisas por las exportaciones. No se han enterado —porque los estudios económicos se ocupan de la realidad, y eso no les interesa— de que los países que serán punteros en el siglo XXI alcanzarán esa posición gracias precisamente a haber logrado desindustrializarse a tiempo. No han entendido que serán los que hayan dejado de hacer las cosas, pero que sepan cómo hay que hacer las cosas.

De todos modos, lo que más angustia a la vieja Señorita Pepys es que sabe que la globalización es un ciclón que quita poder a las burocracias y se lo devuelve a los individuos, que hace que el mercado, ese maldito mercado en el que es imposible dar órdenes, comprar lealtades y vivir despreocupadamente pastando en el Presupuesto, se convierte en soberano allí donde se implanta. Sabe que, a la larga, supone el fin del control político de la economía y de la sociedad; el fin de su juguete favorito, el gran mecano de la ingeniería social.

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