Menú

Juan Álvarez y Méndez, Mendizábal (1790-1853)

A la distancia de más de ciento setenta años del momento culminante de su carrera, aproximarse a la figura de Mendizábal significa afrontar el debate nunca abordado sobre el alcance y las alternativas de la revolución española en el siglo XIX. Un debate que se ha evitado habitualmente: se eludió en la polémica sobre las guerras carlistas durante el siglo que media entre 1835 y 1936, se proscribió después de 1939 y se sepultó en el olvido en los tiempos más recientes. Si preguntásemos hoy acerca de Mendizábal, muy pocos sabrían dar mínima razón sobre el personaje, su tiempo y sus circunstancias. Algunos recordarían la relación de su nombre con una famosa desamortización, pero sin poder ofrecer muchos detalles al respecto. Y los más serían incapaces de situar, siquiera con cierta aproximación, el tiempo en que su nombre significó mucho, tanto para alabarle como para maldecirle. Y es que, por más que la polémica en torno a Mendizábal lograse perdurar durante casi cien años, la obra de quien fuera el más célebre primer ministro de la España del siglo XIX, y un gran reformador de la vida nacional, ha quedado finalmente sumida en un silencio nacido de la desinformación y el desinterés.

El mausoleo en que descansan sus restos, obra de Federico Aparici, dedicado a él y a otros cinco destacados liberales del siglo XIX, es la única constancia pública de su recuerdo y la mejor demostración del olvido en que ha caído su figura. En dicho mausoleo del Panteón de Hombres Ilustres de Madrid descansa, en medio de la mayor de las indiferencias, junto a Calatrava, Argüelles, Martínez de la Rosa, Olózaga y Muñoz Torrero, todos ellos igualmente perdidos en las simas de la desmemoria a que ha sido condenada la historia toda del XIX español. La estatua de Mendizábal, obra de José Gragera, que fue sufragada por una suscripción pública en 1855, se erigió en la Plaza del Progreso (actualmente, de Tirso de Molina) en 1869, siendo retirada y destruida en 1939[1]. Ese mismo año fue retirado su nombre del callejero de Madrid, si bien volvió a él en 1980, al reponerse su nombre a la calle del barrio de Argüelles que el ayuntamiento le dedicó tras su muerte.

Y, sin embargo, es imposible entender las claves políticas, sociales y económicas de la historia de España de los últimos doscientos años sin detenerse en la obra de este personaje singular, aunque sólo sea por la desamortización de 1836. Porque su huella en la historia fue más amplia y duradera de lo que muchos se imaginan.

España y la revolución

Las grandes transformaciones políticas y sociales anunciadas por el Renacimiento tras el restablecimiento en Europa de las sociedades comerciales, después de más de mil años de ardua recomposición, tardaron varios siglos en hacerse realidad. Sus primeras plasmaciones, tras la ambigua Ilustración, se abrieron definitivamente paso con las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. Pero la vía de la revolución no fue clara ni unívoca, pese a la aureola legendaria construida luego alrededor de la voz revolución. Las ambigüedades de la Ilustración determinaron que durante el siglo XVIII, junto a la teoría liberal, nacida para contraponerse al absolutismo monárquico, se alzasen las no menos modernas teorías totalitarias, señaladamente los socialismos y los nacionalismos[2].

Y así, si bien la democracia liberal pudo llegar a Norteamérica sin guerra civil, por la propia evolución del sistema nacido de su guerra revolucionaria (1776-1783), no sucedió igual en todas partes. Inglaterra, pese a la opinión ampliamente difundida, sólo llegó a alcanzar el sufragio universal mediante la reforma continuada de sus instituciones, tras las revoluciones del siglo XVII y las grandes reformas de los siglos XVIII y XIX. Por el contrario, en Francia y en la mayor parte de la Europa continental la revolución se hizo mediante prolongadas convulsiones y espasmos violentos, acompañados de desgarramientos sociales intensos y derramamientos de sangre, constituyéndose en causa enconada de conflicto civil y dejando de manifiesto que, cuanto más imperaba el absolutismo, más radical se habría de mostrar la opinión pública.

La Revolución Española, comenzada en 1808, pareció decantarse inicialmente por la vía de las tradiciones políticas más puramente nacionales. Así, entre 1808 y 1814 pareció seguir rumbos similares a los adoptados por la Gran Revolución Americana, más que el tomado por la Revolución Francesa. Sin embargo, andando el tiempo, y de modo más inconsciente que otra cosa, el proceso revolucionario abierto con la Guerra de la Independencia terminó por adaptarse a las pautas del revolucionarismo francés, sobre todo a partir de las grandes turbulencias del deceno 1834-1844. La actuación de Fernando VII desde 1814, la intervención exterior en nuestra vida política –de la que la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis (1823) fue el hecho más notable– o la sumisión de nuestras elites ilustradas a los patrones intelectuales franceses, aunque no constituyan por sí mismas explicaciones plenamente satisfactorias, ayudan a entender el proceso de adaptación de los revolucionarios hispanos. Un cambio en el que el personaje de Mendizábal se alza, solitario, entre la tradición liberal demócrata más genuinamente española, representada por las Cortes de Cádiz, y la emulación de la vía revolucionaria francesa.

De patriota y conspirador liberal a financiero de éxito en Londres

Pero ¿quién fue este polémico gaditano que desde el más ínfimo origen plebeyo logró alcanzar la fortuna como financiero, las más altas magistraturas de la nación como político y el reconocimiento y la fama más generales durante más de cien años?

La familia de Mendizábal estaba asentada en Cádiz. Sus padres, Rafael y María, eran unos modestísimos comerciantes que poseían una pequeña tienda de lonas, tejidos e hilados. Juan de Dios nació el 25 de febrero de 1790, y fue bautizado en el mismo día de su nacimiento[3], oficiando de padrino el propio párroco, D. Nicolás de Olmedo. De escasos recursos, Rafael y María no le pudieron costear los estudios –de hecho, no se le conocen estudios especiales–, si bien le orientaron por el camino del comercio. Andando el tiempo se convirtió en un hombre corpulento y de talla imponente –superaba los 1,90 metros, lo que le valió el sobrenombre de Don Juan y Medio–; dotado de potente voz, gran aplomo y una excelente oratoria, la suya era una presencia impresionante, capaz de imponerse en las más arduas y complejas situaciones. Gran lector, fue capaz de aprender de mozo varios idiomas; asimismo, llegó a conocer con profundidad los asuntos financieros y la ciencia de la economía práctica, merced a lo cual logró hacerse un hábil negociante.

En 1808 fue uno de tantos voluntarios que brotaron por toda España para combatir contra los invasores en la Guerra de la Independencia. Como tal, participó en varias acciones; hasta que fue capturado por los franceses y condenado a muerte. Encarcelado en Granada, ganó entonces su primera popularidad por la exitosa fuga que protagonizó, junto con varios compañeros[4]. Sus dotes de organizador y administrador le llevaron, una vez retornado a Cádiz, al desempeño de funciones en la intendencia militar: desplegó sus esfuerzos a favor de la causa nacional en el ejército que defendía la última ciudad española libre. Como tantos, saludó la proclamación de la Constitución de 1812, de la que siempre fue ardiente partidario. En el curso de la guerra tomó contacto con elementos masónicos, y después de 1814 se integró en varias logias, entre las que se suele citar la gaditana El Taller Sublime, en la que coincidiría con Istúriz y con Alcalá Galiano, quienes serían con el tiempo sus rivales.

En 1817 le nombraron comisario de abastecimientos militares, y en 1819 se le destinó a la organización de los suministros de la fuerza expedicionaria que se había empezado a concentrar en Cádiz para sofocar la rebelión independentista americana. Desde ese puesto tomó parte activa en la preparación de la revolución de 1820: tenía 30 años cuando secundó la conspiración de los coroneles Quiroga y Riego, quienes, el 1 de enero, proclamaron el restablecimiento de la Constitución de Cádiz. Empeñó en la empresa toda su fortuna, aún escasa, en un gesto que repetiría varias veces a lo largo de su vida. Acudió al llamamiento de Cabezas de San Juan con su fusil, pero Riego le hizo responsable de la intendencia de la pequeña tropa alzada. Fue de los pocos que acompañó al coronel constitucional durante los difíciles días de enero y febrero, cuando parecía que la revolución quedaría en mera sedición. Pero los pronunciamientos de La Coruña, Barcelona, Zaragoza y Pamplona, en marzo, decantaron inesperadamente la situación a favor de los insurgentes, y Riego pudo entrar en Madrid en triunfo.

Fue entonces cuando el rey Fernando VII declaró solemnemente aquello de: "Marchemos todos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". Pero, como es bien sabido, el sistema definido por las Cortes de Cádiz, tal cual se estableció, requería del concurso leal del soberano para que pudiese funcionar de un modo mínimamente satisfactorio. Y Fernando VII, como también es de todos sabido, no fue leal a su compromiso constitucionalista, como en general nunca fue leal con nada ni con nadie. Durante el Trienio Liberal, Mendizábal permaneció alejado de la política activa, rechazando las proposiciones para acceder a la Administración que se le hacían por su participación en el golpe de Riego. De regreso a Cádiz, se abrió camino como negociante y financiero.

Las jornadas del 7 y 8 de julio de 1822 en Madrid y el fracaso de la Regencia de Urgell probaron que el sentimiento constitucional de los españoles era lo suficientemente fuerte como para no poder ser batido sin el concurso de una intervención extranjera. No podemos analizar aquí la compleja crisis nacional e internacional, en Europa y América, que se desataría por causa de la intervención francesa en España. Baste recordar que los llamados Cien Mil Hijos de San Luis derrocaron al gobierno constitucional, repusieron en el poder absoluto a Fernando VII y permanecieron en España hasta bien entrado 1826, como fuerza de ocupación. En los sucesos de 1823, Mendizábal volvió a destacarse como organizador de los suministros del Ejército Constitucional en Andalucía, y como responsable de la intendencia de la tropa liberal que resistió asediada en Cádiz durante los últimos cuatro meses de aquella desdichada guerra. Por segunda vez en su vida, Mendizábal se jugó toda su fortuna a favor de la causa constitucional, batiéndose en la defensa de su ciudad y en los últimos combates de esa triste contienda. Perdió su modesta fortuna, perdió la guerra y hubo de abandonar la patria.

Por su participación en el golpe revolucionario de 1820 y su actuación durante el trienio liberal, fue condenado a muerte por Fernando VII, aunque logró escapar a Inglaterra. Una vez allí, y tras unos comienzos adversos, su genio y empuje personales le abrieron camino en Londres, donde pudo al fin ver cumplido su sueño de disponer de un establecimiento financiero propio, desde el que pudo desplegar las todas potencias de su poderosa imaginación, como indica Modesto Lafuente[5]. La participación de Mendizábal en una empresa significaba la garantía financiera de un hombre respetado, en términos comerciales, por toda la banca europea. La colocación de capitales y la financiación de grandes operaciones de comercio internacional constituyeron sus especialidades. Todo ello, junto con sus conocimientos sobre el comercio exterior británico, le permitieron informarse con detalle de las circunstancias de la política internacional en la época compleja que media entre 1814 y 1834, cuando surgieron las naciones iberoamericanas, tras la emancipación del Brasil y la fragmentación de la América Hispana.

Durante ese periodo reunió una importante fortuna personal. En pocas palabras, se hizo rico: algunos han estimado su fortuna en más de un millón de libras esterlinas[6]. (En todo caso, su patrimonio debía de ser considerable, cuando se permitía decir que si algún gobierno no daba crédito a España, a él se lo daría cualquier financiero del país de ese mismo gobierno. Por cierto, cuando abandonó el Ministerio de Hacienda, en agosto de 1837, se desplomó la Bolsa: la deuda pública llegó a registrar caídas de hasta 10 puntos en su cotización[7]). Sin embargo, siguió siendo un hombre de principios y volvió a arriesgar sus recursos por causa de sus ideas.

El salto a la política

En el ánimo de Mendizábal latió siempre una genuina pasión de servicio a la nación. Su pertenencia a las sociedades de la masonería le había permitido conocer a casi todos los integrantes del exilio español en Londres y en París, a los que podía ayudar, y mucho, a causa de su desahogada posición económica. De manera que fue ganando renombre en los círculos políticos liberales. Conforme se cita en la Historia general de España de Modesto Lafuente, su estancia en Inglaterra le había hecho un admirador del sistema político británico, por lo que concibió la idea de conseguir que España lograse alcanzar la grandeza y el poder que Gran Bretaña poseía, a su juicio, por causa de los principios en que se fundamentaba su organización política.

Esta pasión le llevaría a participar con su propia fortuna en la política peninsular e iberoamericana, con sus intervenciones para afianzar el trono del emperador Pedro I en Brasil y el de su hija María Gloria en Portugal, entre 1832 y 1835. Su actuación se centró en la reorganización de las haciendas públicas de los dos países, que lograron equilibrar sus economías gracias a los apoyos financieros conseguidos por la mediación de Mendizábal. En agradecimiento a sus servicios, la reina de Portugal le nombró secretario de Estado de Finanzas, cargo del que hubo de dimitir en junio de 1835, tras ser nombrado ministro de Hacienda en España, a la que retornó en septiembre de ese mismo año.

Y es que sus éxitos en Portugal le habían convertido en la principal referencia política de los liberales españoles. El joven voluntario nacional de 1808 y el revolucionario de 1820 era, a sus 45 años, el hombre del que muchos esperaban un milagro. En Portugal, al servicio de la reina María Gloria, había conocido la realidad de una guerra civil prácticamente idéntica a la carlista que asolaba España, ya que el infante D. Miguel (tío de la Reina) pretendía el trono como monarca absoluto. La derrota éste y el afianzamiento en trono de aquélla (1834) elevaron el prestigio de Mendizábal a las más altas cotas entre el liberalismo nacional, al punto de que el Conde de Toreno, que acababa de ser designado primer ministro, le nombró titular de Hacienda en junio de 1835: si había sido capaz de resolver a favor de los liberales las contiendas sucesorias portuguesas, ¿por qué no llamarlo de vuelta a España, para que hiciese otro tanto en su patria?

Pero Mendizábal no llegaría a tomar posesión del cargo. Toreno había llegado a la jefatura del gobierno a consecuencia del fracaso cosechado por Martínez de la Rosa, durante 1834 y los cinco primeros meses de 1835, en el doble propósito de dominar la sublevación carlista e impulsar la liberalización. Estaba demasiado vinculado a su predecesor como para poder enfrentar ambos retos. De hecho, el nombramiento de Mendizábal era un guiño a la opinión pública, con el fin de ganar apoyo para el gabinete entre los sectores progresistas y frenar el proceso revolucionario. Mendizábal, alertado por los medios liberales de que ligar su suerte a la de Toreno podría constituir un error que comprometería muy seriamente el potencial éxito de su gestión[8], planteó al conde y a la reina regente que la única solución a la crisis era su nombramiento como primer ministro[9]. Se trataba de una propuesta atrevida, para la que contó con el apoyo de los medios liberales y de la diplomacia inglesa. Su nombramiento se produjo el 14 de septiembre de 1835. Un dato esclarecedor del talante del personaje es el hecho de que Toreno no le guardase rencor, como acreditó en diciembre de ese mismo año en el debate del voto de confianza, en el que le dio su apoyo.

El acceso de Mendizábal al poder se produjo en un momento realmente difícil. Bullía la revolución, la autoridad del gobierno estaba muy desprestigiada y la facción carlista, que se fortalecía en todas partes, desarrollaba una terrible y destructiva guerra civil que consumía la riqueza nacional y las vidas de muchos españoles, sin que los sucesivos gabinetes moderados de Cea Bermúdez, Martínez de la Rosa y Toreno hubiesen logrado apenas nada. En el verano de 1835, el descontento degeneró en numerosos motines y revueltas. En las provincias se formaron juntas revolucionarias que desafiaban al gobierno. El caos amenazaba por doquier. Y es que la situación del país a la muerte de Fernando VII era desastrosa. El crédito público estaba arruinado, la Hacienda Pública vacía, la producción agrícola en baja, el comercio destruido; el fantasma del hambre acechaba, el carlismo progresaba en sus áreas naturales de Cataluña, Vascongadas y el Maestrazgo, y amenazaba extenderse. Para completar el cuadro, España se encontraba saliendo del periodo de mayor aislamiento internacional de su historia, ya que Fernando VII no sólo había sido desleal con sus padres y su pueblo: también, y mucho, en sus compromisos internacionales.

Desde su nombramiento como ministro de Hacienda hasta su llegada efectiva a España, Mendizábal no había perdido el tiempo. Desplegando su habitual energía, se dedicó a poner en orden sus asuntos en Londres, a terminar las gestiones comprometidas en Lisboa y a concitar el apoyo activo de Francia, Inglaterra y Portugal a la causa constitucional en España. Adelantando fondos de su propio bolsillo, comprometió el envío de la Legión Inglesa y del Cuerpo Portugués, de 6.000 hombres. Pero, sobre todo, cambió la orientación de la diplomacia francesa, renuente a apoyar a la reina regente por causa de la enemistad de la Corte de Madrid hacia el rey Luis Felipe, a quien se denominó "el usurpador Orleans" durante mucho tiempo. Mendizábal se comprometió a cambiar esa situación, y Luis Felipe comprometió el envío de una legión de voluntarios franceses.

Mendizábal acogió su nombramiento más como una recompensa a sus esfuerzos y sacrificios por la causa de la libertad que como una carga[10], pese a la enorme dificultad de la tarea. Desde el primer momento tuvo claro el objetivo por el que había que luchar: la pacificación, base fundamental para la creación de riqueza. Su primera medida, nada más llegar a Madrid, el 14 de septiembre de 1835, fue proclamar su programa de gobierno en un memorable "Manifiesto a la Reina y a la Nación", en el que proponía

terminar la vergonzosa guerra fratricida con sólo los recursos nacionales; fijar de una vez y sin vilipendio la reforma de las órdenes religiosas que está propuesta por ellas mismas y planteada desde 1812; afianzar los derechos del trono con los derechos del pueblo; fomentar la creación de la riqueza, de las comunicaciones y del comercio; fijar en leyes los principios rectores del sistema representativo; y el restablecimiento del orden público, único modo de que el país pueda recuperarse de sus heridas y pueda restablecerse el crédito público[11].

Del espíritu con el que alcanzó la Presidencia del Gobierno da buena prueba lo que le dijo al general Córdova:

Habrá leído usted mis discursos en la Cámara: orden, tranquilidad y legalidad son mis divisas: con ellas moriré.

Y se produjo el milagro. El país consiguió tensar sus fuerzas y Mendizábal puso en práctica su programa de gobierno. Las juntas revolucionarias se disolvieron, el desorden cesó en las provincias y en la capital. Hombre de gran capacidad para formar equipos, Mendizábal consiguió configurar el mejor grupo de dirigentes de que dispusieron los liberales en todo el siglo, integrando a todas las tendencias. Olózaga fue su gobernador civil de Madrid, una acertada designación que le permitió controlar la capital. Como secretario de la Presidencia del Gobierno contó con los servicios del luego destacadísimo pensador del conservadurismo Juan Donoso Cortés. En el Ejército, sin cesar a nadie, combinó los mandos entre veteranos de prestigio reconocido y oficiales más jóvenes que se habían destacado en campaña; y en Baldomero Espartero encontró al comandante capaz de terminar la guerra, al tiempo que hacía nacer a la política al más significado líder militar del liberalismo español del siglo.

Sus reformas

La situación política en el otoño de 1835 era muy delicada. La violenta reacción de los sectores que se agrupaban en torno al partido carlista, que había desencadenado la guerra civil en 1833, obligó al pequeño partido cortesano que apoyaba las pretensiones de Isabel II a buscar la alianza con el partido liberal. Así, y siempre bajo la presión creciente de los éxitos militares carlistas, se pasó del gobierno de Cea Bermúdez, hombre del despotismo ilustrado, al de Martínez de la Rosa, un doceañista vuelto del exilio, un posibilista que pretendió establecer una solución moderada. Su obra fue el Estatuto Real de 1834, Constitución otorgada, y la firma del tratado de la Cuádruple Alianza (Francia, Inglaterra, Portugal y España), que significaba un importante espaldarazo para el partido isabelino, pese a las reticencias francesas, que sólo se despejaron en 1835. Pero el inicio de la guerra carlista desató una situación revolucionaria que se prolongaría, con altibajos, hasta 1843. Ante los reveses en la guerra carlista, lo limitado de las reformas de Martínez de la Rosa y los motines registrados en varias provincias y en la capital, en junio del 35 la regente María Cristina destituyó a aquél y nombró a Toreno, también doceañista, con el resultado que ya se ha señalado.

La primera gran cuestión que hubo de afrontar el nuevo gabinete fue la obtención del llamado "voto de confianza", que permitiría a Mendizábal gobernar con poderes excepcionales. El debate fue realmente memorable y permitió al gaditano obtener un amplísimo apoyo de la Cámara. Mendizábal terminó su discurso con estas palabras:

Si no encontramos esa inmensa mayoría tan necesaria para resolver el problema con la íntima unión de todas las fuerzas del Estado, nos quedará el consuelo de poder decir, restituidos a la vida privada y seguros del testimonio de nuestra conciencia: hicimos cuanto supimos, cuanto debimos y cuanto pudimos por nuestra patria[12].

En los ocho meses escasos que estuvo al frente del Consejo de Ministros se realizaron reformas trascendentales, algunas de las cuales aún perduran, y se acometieron con gran decisión importantes cambios políticos y económicos, con notable incidencia sobre la guerra civil.

Cuando Mendizábal llegó al Gobierno, en junio de 1835, Bilbao sufría su primer asedio, y los carlistas operaban en Cataluña, Vascongadas y el Maestrazgo. Para hacer frente a esa situación, Mendizábal confirmó a los jefes militares, entre los que se contaba el general Córdova –un hombre de la Reina– del Ejército del Norte, al tiempo que promocionó a jefes jóvenes, como Espartero, que se había distinguido en la campaña. Atendiendo a las demandas del mando castrense, que pedía urgentemente refuerzo de tropas al gobierno, adoptó tres decisiones:

· Reclutar la Quinta de los Cien Mil Hombres: aunque apenas se llegó a los 50.000, se haría famosa en toda Europa por su novedoso sistema, que fue adoptado por muchos países. Establecía el decreto de convocatoria que podía eludirse el servicio mediante el pago de 4.000 reales, o de un caballo apto para la campaña y 1.000 reales.

· Militarizar la Milicia Nacional, bajo mando político de los ayuntamientos y bajo mando profesional de militares de carrera. La milicia alcanzaría rango constitucional en 1837. Estaba compuesta por voluntarios reclutados entre propietarios de bienes inmuebles, empresarios, profesionales liberales y de oficios y comerciantes, que habían de pagar una contribución. Con base municipal y organización provincial, esta fuerza mixta, policial y militar, constituyó la principal base de apoyo de la política progresista. En la guerra prestó apoyo a las tropas regulares, que así no tenían que distraer muchas fuerzas de guarnición en las poblaciones. Si la Quinta no permitió reclutar los 100.000 hombres previstos, la Milicia Nacional aportó más de 200.000 combatientes, poco adiestrados pero muy entusiastas.

· Obtener ayuda militar directa de Francia, Inglaterra y Portugal, que llegaron a desplegar en España más de 10.000 hombres a la vez en los momentos de mayor intensidad de la guerra, en 1836 y 1837.

En el plano administrativo, Mendizábal introdujo técnicas de organización que aprendió en Inglaterra y articuló la red de oficinas ministeriales en las provincias. La principal reforma que llevó a cabo fue la creación de las diputaciones provinciales. Javier de Burgos creó las provincias en 1834 como demarcaciones administrativas. Las diputaciones permitieron integrar la revolución de las juntas provinciales y organizar la administración provincial, estableciendo la conexión administrativa entre el Gobierno de la nación y los gobiernos municipales, los más directamente en contacto con el pueblo, único modo de articular el conjunto de las administraciones en un todo: el Estado liberal español.

Como liberal, Mendizábal pensaba que la libertad de comercio y la liberalización de los mercados eran el secreto del desarrollo económico, y por tanto creía en la generación de riqueza como único modo de elevar el bienestar general. Los intercambios que se producen en ese proceso implican la participación de numerosos actores y sectores, y originan beneficios económicos a todos ellos, lo que finalmente termina repercutiendo en el conjunto de la sociedad.

La desamortización

La desamortización de Mendizábal se hizo mediante un decreto de octubre de 1835 que declaró disueltas la totalidad de las órdenes religiosas con doce o menos miembros. En febrero y marzo de 1836, otros decretos establecieron la nacionalización de sus bienes y su venta. Todos estos textos fueron preparados por Donoso Cortés.

Conviene tener presentes algunas cuestiones a la hora de analizar esta medida, la más polémica del mandato de Mendizábal. No fue la primera ni la única desamortización de nuestra historia. Ya Campomanes había recomendado proceder de tal manera en 1765. Y Jovellanos retomó la idea en su famoso informe sobre la reforma agraria. En la misma senda, el Ministerio Godoy dictó medidas desamortizadoras en 1801. Durante la Guerra de la Independencia se acometieron desamortizaciones, por parte tanto del gobierno de José I Bonaparte como por las Cortes de Cádiz. Todas ellas se suspendieron en 1814. Nuevamente se adoptaron medidas análogas entre 1820 y 1823, si bien fueron suspendidas –que no abolidas– en 1824. Por otra parte, desde finales del siglo XVIII el Papado había concedido a los reyes de los países católicos la facultad de abolir órdenes religiosas que tuviesen doce miembros o menos, pudiéndose quedar con los bienes de las mismas a cambio de garantizar la subsistencia de los disueltos y aplicar sus bienes a fines de utilidad social.

La Corona española poseía, pues, el privilegio papal de ejecutar por sí misma medidas de disolución de órdenes religiosas. Con esa base se habían sugerido y acometido las disposiciones desamortizadoras. Por otro lado, el apoyo de importantes sectores del clero a la facción carlista fue también, qué duda cabe, causa de los decretos de desamortización. El carlismo encontró apoyos principalmente en los obispados y en el clero regular, al amparo de las renuencias papales a la hora de reconocer a Isabel II. En cambio, gran parte del clero secular (párrocos y sacerdotes diocesanos), más urbano y ciudadano, el grueso de los católicos alineados con la Constitución, la reina regente y la corte, comprendieron la necesidad de adoptar las medidas desamortizadoras y las apoyaron.

La desamortización tuvo efectos económicos muy positivos. La enorme masa adquirida de bienes nacionales fue la base económica que permitió restaurar el crédito internacional de España, comenzar la ordenación y el saneamiento de una Hacienda Pública destruida desde 1808 y, sobre todo, crear un mercado inmobiliario digno de tal de nombre[13].

Entre los frutos de la desamortización se cuentan la creación del mercado inmobiliario, el aumento de las roturaciones y de la superficie cultivada –con el consiguiente incremento de los excedentes, que pudieron dedicarse al mejor abastecimiento de los mercados nacional e internacional– y la subida de las bases tributarias y de la recaudación. La acumulación de recursos de origen agropecuario y la riqueza generada por el mercado inmobiliario permitieron a España iniciar la vía del desarrollo industrial en los decenios siguientes, como acertadamente han reconocido todos los tratadistas que han estudiado el proceso, entre los que cabe citar a Juan Velarde Fuertes[14].

Complemento indispensable de una economía de mercado, fue la declaración de la libertad de movimientos y de escoger oficio o profesión, que quedaron consagradas en la Constitución de 1837. Esta reforma, adoptada en diciembre de 1836, perduraría definitivamente.

La disolución de las órdenes religiosas tuvo también un efecto importante en el sector financiero, cumbre y centro de mando principal en una economía comercial e industrial. Hasta el siglo XIX, en España, por la ausencia de elementos judíos, el crédito había estado en gran parte en manos de las órdenes religiosas, que prestaban bajo garantía hipotecaria. De modo que apenas se habían fundado entidades bancarias privadas o particulares. Mendizábal estableció las condiciones para la creación de bancos privados, que alcanzarían en los años siguientes algunos hitos notables.

Últimas intervenciones

Como señala Lafuente, la tarea de levantar la nación estaba quizá por encima de las fuerzas y capacidades de Mendizábal, y probablemente de las de cualquier otro, pese al inmenso apoyo con que llegó al poder. Sin embargo, su cese vino por otras vías que el mero agotamiento. La Regente, el embajador francés y algunos antiguos amigos, como Istúriz o Alcalá Galiano, junto con lo que empezaba a ser el partido moderado, prepararon cuidadosamente su caída, que finalmente tuvo lugar el 15 de mayo de 1836. El nuevo gabinete, dirigido por Istúriz, se vio contestado por el ejército y las provincias, que no comprendían el relevo de quien había enderezado la difícil situación del año anterior. Las reformas de Mendizábal, entre las que se contaba la nueva ley electoral, que establecía el sistema de distritos uninominales, significaban un cuestionamiento radical del sistema del Estatuto Real de 1834, y miraban a una democratización que en nada gustaba a la Corona, al partido cortesano y a los moderados, que se unieron para provocar el fin de su gobierno. Pero la reacción de los medios liberales se fue intensificando, y el 12 de agosto el motín de los sargentos de la Guardia Real en La Granja de San Ildefonso (Segovia) impuso la caída del gabinete Isturiz, la restauración de la Constitución de 1812 y la formación del gobierno de Calatrava. Mendizábal se encargó de la cartera de Hacienda hasta agosto de 1837.

Pocas cosas pudo ver terminadas este hombre del que tanto se esperaba en el escaso tiempo en que se desempeñó como primer ministro. Lo principal, quizá, fue que supo infundir en la conciencia de todos que la crisis era superable, que la guerra era ganable y que la modernización nacional era posible, a condición de que se realizaran los esfuerzos necesarios. Y no puede olvidarse que su gobierno logró allegar los recursos necesarios para la financiación de la guerra y que cambió el signo de la misma. Cuando Mendizábal abandonó el poder en 1837, la guerra estaba decidida, aunque aún se prolongaría unos años.

La intensidad de la revolución, que alcanzó su momento culminante con la promulgación de la Constitución de 1837, llevó a la división del Partido Liberal entre moderados y progresistas. Entre los moderados figuraban los viejos doceañistas, el partido cortesano y un grupo de jóvenes ex radicales, como Istúriz o Alcalá Galiano; entre los progresistas se contaban los hombres de 1820, como Evaristo San Miguel, los jóvenes radicales, como Olózaga, y la mayor parte de la oficialidad del Ejército, con el que llegaría a ser comandante en jefe, Espartero, a la cabeza. La ruptura, anunciada durante el motín de La Granja (1836), se hizo manifiesta en 1837. Mendizábal, pese a su alineamiento incuestionable con los progresistas, y pese a su apoyo a Espartero hasta 1843, supo estar siempre en buena inteligencia con los dirigentes moderados. Durante su etapa de gobierno había sido capaz de liderar ambas facciones. Como señala Antonio Pirala, Mendizábal

inauguró su gobierno salvando al país, porque no puede decirse menos del que halló a España fraccionada, dividida, sin autoridad verdadera, porque sólo mandaban las Juntas, y estas eran en muchas partes instrumento del pueblo armado, hizo escuchar su voz, y las juntas abdicaron su poder en manos del nuevo ministro que proclamaba la unión de todos los liberales. Este fue el lema más glorioso que escribió en su bandera, la idea más grandiosa de su programa[15].

Mendizábal abandonó el Ministerio de Hacienda por última vez en 1843, exiliándose de nuevo hasta 1847. Vuelto a España, vivió el resto de sus días rodeado de una amplísima consideración general. Murió en Madrid en 1853, y su entierro constituyó un acto de duelo general de la nación. En la madrileña Plaza del Progreso (actualmente de Tirso de Molina) se erigió, por suscripción pública, una estatua en su memoria; si bien se hizo en 1855, su inauguración no se produjo hasta 1869: las reticencias de Isabel II hicieron que la estatua no pudiese ocupar el sitio que se le había destinado hasta después del destronamiento de aquélla.

Un personaje singular

Es el de Mendizábal un caso atípico entre los jefes de gobierno españoles de la época moderna. Llegó a primer ministro sin ser noble ni cortesano. No fue militar, ni político profesional, ni funcionario, y no se perpetuó en la actividad política. Fue un hombre del comercio, un activo financiero con inquietudes políticas pero sin veleidades caciquiles, lo que hace de él un caso único entre los gobernantes hispanos de los últimos doscientos años.

Hombre forjado en la experiencia de la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz, Mendizábal fue leal a la Corona, favorable a la alianza con Inglaterra y partidario de la unidad liberal. Sin embargo, la Corona lo traicionó, tanto en vida como después de muerto, Inglaterra no lo apoyó tanto como él esperaba y necesitaba, y el partido liberal se rompió definitivamente justo entre 1835 y 1836.

Sobre él se dijeron y escribieron muchas cosas, unas favorables y otras menos. Así, cuando el 29 de diciembre de 1908 Segismundo Moret recreó en la sociedad El Sitio de Bilbao la historia de los asedios carlistas a dicha villa, no pudo evitar hacer mención a una figura que, según sus propias palabras, "se destacó entre todos y ante la que debemos inclinar nuestra frente y enviarle nuestro saludo": "Mientras todos los políticos se dividían en camarillas, mientras querían muchos de ellos obtener el favor del Palacio Real, mientras eran innumerables las intrigas de los que rodeaban a la Reina Regente, vino de Portugal a salvar la nación"[16]. Cuarenta años antes, en 1868, en la primera edición de su monumental Historia de la Guerra Civil y de los partidos Liberal y Carlista, Antonio Pirala lo describió en términos similares: en la terrible situación que vivía España en 1835-1836, y "para fortuna de la causa liberal, un español, lejos entonces de su patria, era el destinado a salvarla"[17]. Para cuando Moret lo recordaba, hacía 55 años que Mendizábal había muerto, y su estatua adornaba la Plaza del Progreso.

Estadista lo fue, sin duda, como fue Pater Patriae para todos los liberales durante los cien años que median entre su mandato como primer ministro y el comienzo de la última guerra civil. Benito Pérez Galdós tituló con su nombre uno de sus Episodios Nacionales, concretamente el segundo de la tercera serie.

Entre conservadores y moderados su figura fue siempre cuestionada. Menéndez Pelayo le dedicó un amplio artículo de su Historia de los heterodoxos, donde, aun reconociéndole su honradez personal, llega a decir: "La revolución triunfante ha levantado una estatua a Mendizábal sobre el solar de un convento arrasado, (…) la revolución ha acertado gracias a ese instinto que todas las revoluciones tienen en perpetuar, fundiendo un bronce, la memoria y la efigie del más eminente de los revolucionarios, del único que dejó obra vividera, del hombre inculto y sin letras que consolidó la nueva idea y creó un país y un estado social nuevos, no con declamaciones y ditirambos, sino halagando los más bajos instintos y codicias de nuestra pecadora naturaleza"[18], refiriéndose con ello, obviamente, a la desamortización de 1836. Y los tradicionalistas lo consideraron poco menos que un enviado de los poderes infernales, si bien no está claro que ello se debiera sólo a la famosa desamortización, sino en general a los cambios que se produjeron bajo su mandato, que significaron el comienzo del fin para la causa de los carlistas. Con posterioridad, socialistas y comunistas, y otros pretendidos progresistas, también lo han considerado un infausto personaje, en curiosa coincidencia con los tradicionalistas: a su juicio, no habría sido más que un típico representante de la burguesía capitalista que desperdició la posibilidad de hacer, mediante la mentada desamortización, una reforma agraria "progresista y de izquierdas"[19].

Tampoco los hispanistas extranjeros expresan muchas simpatías hacia Mendizábal. Así, para el británico Raymond Carr, en su tan célebre como desafortunada obra España 1808-1939[20], no pasaba de ser un "judío" y un "banquero de segunda", cuando en realidad nunca fue banquero y nunca fue judío, que se sepa.

Mendizábal significó el momento de plenitud del espíritu del primer liberalismo español, el de las Cortes de Cádiz, justo en el momento en que estaba a punto de desaparecer. Ha pasado a la historia como el líder de la revolución iniciada en 1808, y se le atribuye el mérito de haber logrado su triunfo definitivo. Pero en realidad lo que representó fue el final de las primeras ilusiones liberales. Mendizábal, más que el cabecilla, fue el dominador de la oleada revolucionaria abierta en 1834, salvando con ello el trono de Isabel II. Desde su juventud, y probablemente durante toda su vida, estuvo imbuido de las pasiones políticas de la época, pero a medida que su figura fue cobrando importancia tomó partido por el posibilismo frente al idealismo de los más radicales. Fue uno de los grandes revolucionarios liberales que, con el tiempo, fue haciéndose más liberal y menos revolucionario, paulatinamente desengañado de las grandes promesas y cada vez más partidario de las reformas efectivas, aunque aparentemente más pequeñas. Esta es la clave para entender casi todo lo que se ha alabado o criticado de su persona, tanto su cordura como su eficiencia, su tolerancia y su aplomo, su decisión, su generosidad, su pragmatismo, y su aparente desconsideración hacia los demás.

La acción de gobierno de Mendizábal fue todo lo contrario de la de un idealista, y es imposible idealizarlo, pese a su novelesca biografía, sin caer en el absurdo. Pero también, como la mayoría de los hombres de 1808, fue un genuino heredero del mejor espíritu liberal español, configurado durante el siglo XVIII, que no careció de un gran interés por los asuntos públicos ni, desde luego, de patriotismo. La aparente paradoja de su toma del poder personal y de su gobierno en régimen de excepción no dejó de ser en el fondo muy española. Y la célebre desamortización, además de no ser exactamente una idea suya, fue la respuesta a un estado de necesidad, al tiempo que una inevitable concesión a los ideales del liberalismo y al grupo de doctrinarios con el que tuvo que contemporizar, aunque luego no llegase jamás a ponerse de acuerdo con ellos. Hubo más lógica que dogmatismo en aquel acto, como demostraron los hechos.



[1] Los datos relativos a la estatua de Mendizábal han sido tomados del estudio "Precisiones a un monumento escultórico madrileño desparecido: Mendizábal", realizado en 1994 por la profesora de la Universidad Complutense de Madrid María Socorro Salvador Prieto y publicado en Anales de la Historia del Arte, nº 4, número monográfico dedicado al profesor D. José María de Azcárate (en Internet: http://revistas.ucm.es/ghi/02146452/articulos/ANHA9394110505A.PDF).
[2] Véase a este respecto el excelente estudio sobre el siglo XVIII español de Mario Onaindía La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración, Ediciones B, Barcelona 2002.
[3] Alfonso García Tejero, en tomo I, página 3, de la Historia Político-Administrativa de Mendizábal, Tipográfica Ortigosa, Madrid, 1858.
[4] Antonio Pirala, en tomo II, página 336, de la Historia de la Guerra Civil y de los partidos Liberal y Carlista, segunda edición, corregida y aumentada con la historia de la regencia de Espartero, editada por la Imprenta del Crédito Comercial, Madrid, 1868.
[5] Modesto Lafuente, en el tomo VI, págs. 97 y ss., de su Historia General de España, Montaner y Simón Editores, Barcelona, 1882 (edición corregida y aumentada por Juan Valera, con la colaboración de Andrés Borrego y Antonio Pirala), realiza un magnífico relato de la vida y circunstancias de Mendizábal hasta que accedió al poder, así como de su acción de gobierno entre septiembre de 1835 y mayo de 1836.
[6] Manuel Tuñón de Lara, en el volumen I, página 114, de La España del Siglo XIX, Laia, Barcelona, 1975.
[7] Modesto Lafuente, ob. cit.
[8] Antonio Pirala, ob. cit., tomo II, página 340.
[9] García Tejero, ob. cit., página 127 y ss., donde se reproduce una carta de Mendizábal a Martínez de la Rosa, hecha pública en 1851, en la que se explican con gran detalle los hechos que determinaron la caída del gabinete Toreno y el nombramiento de Mendizábal.
[10] En este punto coinciden las obras de Modesto Lafuente, Antonio Pirala y Alfonso García Tejero.
[11] Modesto Lafuente, ob. cit.
[12] En Antonio Pirala, ob. cit., tomo II, página 369.
[13] Alfonso García Tejero (ob. cit., pág. 197) cifra en 10.340 millones de reales los ingresos obtenidos por Mendizábal con la desamortización, uniendo el efectivo reunido y la deuda amortizada, para un tiempo en que el presupuesto anual era algo superior a los 800 millones. A ese importe habría que añadir el aumento de las bases imponibles tributarias, tanto en la tributación por la propiedad como en la relacionada con los productos derivados del incremento de roturaciones y cultivos.
[14] V. Juan Velarde, "Isabel II y su época: una nota sobre el pensamiento económico y la realidad de la España isabelina (1830-1868)", Cuadernos de Investigación Histórica, 21, 2004, págs. 319-353, y "Los tres momentos de la economía española durante la Revolución Industrial", Torre de los Lujanes, 58, 2006, págs 9-17.
[15] Antonio Pirala, ob. cit., tomo III, pág. 366.
[16] Segismundo Moret, "Historia de los Sitios", conferencia pronunciada el 29 de diciembre de 1908 en El Sitio y editada por dicha sociedad en el volumen La sociedad El Sitio, altar de oradores, Ansoain, Navarra, 2002.
[17] Antonio Pirala, ob. cit., tomo II, pág. 335.
[18] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, edición facsímil del CSIC, Madrid, 1992, volumen II, página 1.145.
[19] La obra citada de Tuñón de Lara es característica a este respecto.
[20] Raymond Carr, España 1808-1939, Ariel, Barcelona, 1970, página 174.

0
comentarios