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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

El progreso

La cosa viene de lejos. Probablemente, para la Modernidad, se inicie en Newton, un hombre a caballo entre dos siglos, el XVII y el XVIII. En 1795 Condorcet publicó su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.

La cosa viene de lejos. Probablemente, para la Modernidad, se inicie en Newton, un hombre a caballo entre dos siglos, el XVII y el XVIII. En 1795 Condorcet publicó su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano.
Lo hizo en condiciones especialmente difíciles, escondiéndose de los jacobinos y sin libro alguno que le sirviera de sostén, a pesar de que la obra es una historia universal dirigida a demostrar que la humanidad progresa en sentido positivo,
al menos, mientras la Tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del universo y mientras las leyes generales de ese sistema no produzcan sobre este globo ni un trastorno general ni otros cambios que ya no permitiesen a la especie humana conservarse ni desarrollar las mismas facultades.
Es curiosa su fe, muy cuestionada en aquellos días por el avance jacobino, pues fue funcionario de Luis XVI, girondino y corría el riesgo de ser enviado a la guillotina. Murió en su celda, oficialmente de un edema pulmonar, aunque no ha faltado el investigador que haya arriesgado la posibilidad de un suicidio. No me parecería sorprendente.

En 1797 Kant escribió su Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor, que publicó al año siguiente. Es decir, se trataba de una cuestión en boga en la época, que recogió en el XIX Federico Engels al referirse a la "línea ascendente del progreso", lo cual bastó para que el debate al respecto durara hasta nuestros días. Naturalmente, la idea procede de la filosofía clásica, pero no había ocupado un sitio preponderante hasta que la Ilustración la catapultó hacia el centro.

Hoy, nadie parece dudar de que la humanidad posee las condiciones necesarias para progresar indefinidamente, ni en la izquierda (por supuesto, es uno de sus bastiones: el problema es que no saben dónde queda el progreso después de la URSS, por eso Zapatero mira hacia el Caribe) ni en la derecha. El Zeitgeist de la primera década del XXI, como escribí hace poco en este mismo periódico, es progre. Y los progres son los tipos que, por soberbia, ignorancia o ambición –o una suma de las tres cosas–, creen realmente saber hacia dónde hay que ir para mejorar.

Entre 1917 y 1960, creyeron que la estrella guía estaba en Moscú. Después se dividieron y algunos empezaron a pensar que la Cruz del Sur se encontraba en Pekín o en La Habana. Esto último todavía tiene defensores, pero es evidente que la utopía se está desgastando: al menos, la toma del Palacio de Invierno o la Larga Marcha poseían cierta grandeza épica, de la que participaron subsidiariamente los guerrilleros de Sierra Maestra; ahora, un Castro caduco, carente de toda gloria, intenta pasar el testigo al militarote Chávez. En el ínterin, muchos Condorcet murieron en campos de exterminio o de concentración, en Siberia, en cualquier rincón de China con una bala en la nuca, o en una de tantas purgas y revoluciones culturales internas –o marginales, como la de Camboya–. Muchos gritaron al ser fusilados "¡Viva Stalin!", o "¡Viva Fidel!", o, lo que es peor, tal vez, "¡Viva la revolución!". Es decir, fueron asesinados en nombre de una causa en la que creían firmemente.

Lo cierto es que no existe razón alguna para creer que la humanidad esté abocada a una línea de progreso ascendente, y mucho menos indefinida. En el mejor de los casos, lo está a un proceso, eso sí, cuyo final desconocemos.

No quiero ponerme a hacer aquí y ahora una lista de suicidas progres: baste con la mención de Codorcet. He hablado y escrito mucho sobre la expansión islámica, pero lo he hecho poco acerca del suicidio voluntario de Occidente frente a ese dato de la realidad. Veamos ahora lo que sucede en España, que en 1980 era el segundo país de Europa con mayor número de jóvenes (después de Irlanda): el 26,1 por ciento de nuestra población era joven. En 2008, esa proporción se había reducido al 14,3 por ciento. En otros términos, pasamos de 10 millones de jóvenes a 6,6 millones. Nuestra tasa de fecundidad es de 1,39 hijos por mujer, muy por debajo de la tasa de reemplazo generacional, que es de 2,1. En 2008 hubo 115.812 abortos declarados. Entre 1985 y 2009 nacieron en España 1.234.682 niños. Todos estos datos han sido extraídos de un informe elaborado por el magistrado José Luis Requero y publicado en La Razón.

A ello hay que agregar que a finales de 2009 vivían en España 4.625.191 extranjeros legales (según ABC), y había una estimación de un millón de ilegales. La población foránea ronda, pues, del 12 por ciento del total. Esos inmigrantes, a su vez, son los padres de una parte importante de los niños que nacen en territorio español. Lo que significa, parafraseando a Alfonso Guerra, que dentro de veinte años a España no la va a conocer ni la madre que la parió. Si eso no es voluntad suicida... Y, por supuesto, nada tiene que ver con el progreso y mucho con el proceso, un proceso en el que los políticos intervinieron por medio de la no intervención y por su afán desesperado por conseguir fondos para jubilaciones que luego se gastan en otras cosas.

El progre medio está con la alianza de civilizaciones; planifica su descendencia, es decir, tiene pocos hijos o ninguno, y siempre tarde; niega cualquier retraso del progreso originado en un cambio etnocultural; y tiene una desenfrenada confianza en el porvenir, que llegará radiante. Para el progre medio, la derecha (que también es progre) tiene como misión interrumpir ese proceso de cuando en cuando, asentándose por unos años en Moncloa, pero para ser siempre superada por la inflexible voluntad popular de seguir adelante, como ocurrió en 2004, Atocha mediante. Gracias a ello, hay que ver lo que hemos logrado en sólo seis años (que se cumplen en estos días): tenemos ley del aborto, ley de igualdad (hasta Ministerio de Igualdad, como Hitler), ley de asistencia, una inexplicable pero avanzada ley de economía sostenible y un sinfín de cosas más que estimulan la confianza de los inversores y permiten a los progres hablar de la debilidad del euro y otras zarandajas.

Por otro lado, está Ahmadineyad, para gusto del cual Felipe González se disfrazó no se sabe si de iraní o de natural de Dos Hermanas en domingo, en los tiempos en que la plebe se ponía camisa limpia y la llevaba con el cuello abotonado pero sin corbata. El hombre se está haciendo una bomba atómica y no mira a Israel con buenos ojos, pero el progre medio confía en sus buenas intenciones. Después de todo, está aquello de "nuestros tradicionales lazos de amistad con los países árabes" –desconoce la diferencia entre un árabe y un persa: los dos son musulmanes y oscuros de piel; como desconoce que hemos estado en guerra de verdad con los árabes entre 711 y 1921–. En cambio, los judíos, ya se sabe. Si eso no es voluntad suicida...

Todo hace pensar que la línea ascendente del progreso tiende a inclinarse hacia abajo. Condorcet pensaba que las cosas iban a seguir así mientras "las leyes generales" del sistema del universo no produjeran sobre este globo "ni un trastorno general ni otros cambios que ya no permitiesen a la especie humana conservarse ni desarrollar las mismas facultades". No contaba con la posibilidad de que el hombre mismo generara unos cambios que le impidieran conservarse y desarrollar la mismas facultades, pero resulta que esa posibilidad cabe. De puro brutos que somos.


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