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LIBREPENSAMIENTOS

El portero siempre abre dos veces

Hay quien todavía se sorprende de la capacidad de la izquierda para sacudirse todas sus zozobras y penas, prácticamente desde su misma irrupción en escena, sin mostrar apenas signos de fatiga, disposición a cambiar de aires o una mínima expresión de “autocrítica”.

Hay quien todavía se sorprende de la capacidad de la izquierda para sacudirse todas sus zozobras y penas, prácticamente desde su misma irrupción en escena, sin mostrar apenas signos de fatiga, disposición a cambiar de aires o una mínima expresión de “autocrítica”.
Ocurre que la arrogancia y la contumacia de su actitud brava, a menudo, más que ganada, es graciosamente concedida por bastantes de sus adversarios. Así, estos les absuelven casi siempre, y aquellos, a cambio, les perdonan la vida, a veces.
 
Lo que sea sustancialmente la izquierda política, no lo sé muy bien, por lo que me referiré a continuación a los que quedan de la izquierda. Diría que la mayor parte de estas gentes resistentes y corajudas, a prueba de bomba, tampoco sabría decirlo con palabras claras que todos entendiésemos. Sin embargo, ahí están, activos, el puño cerrado, sin dar el brazo a torcer ("No nos moverán"). Son, en verdad, imponentes sus poderes mágicos de resurrección, por eso siempre queda alguno. Aunque tampoco es para admirarse de ello.
 
Como en su mayor parte no creen en la religión, suelen refugiarse en la taumaturgia, variante de la dramaturgia, y en el conjuro, variante de la conjura y la confabulación, a fin de asegurarse un porvenir y, a poder ser, el eterno retorno, sustituto pagano de la reencarnación. Es de esta manera, entre volatinera y charlatana, que nacen, se reproducen y no desfallecen jamás, a poco que se vean empujados por la necesidad.
 
A este instinto adaptativo lo denominan virtud política. Virtud, que viene de vir ("fuerza"), significa, en este caso, saber recurrir a tiempo y con bizarría a sus armas preferidas: la insurrección y la propaganda. Y cuando las cosas se tuercen y hay que ponerse serios, entonces se valen del más puro y burlón de los cinismos: quítate tú para ponerme yo; o sea: sé solidario y tolerante (no dicen "complaciente"), y ponte en mi lugar... Nada nuevo bajo el sol. Solidaridad de solidaridades, todo en este mundo de la izquierda es solidaridad.
 
Tamaño prodigio se produjo en los últimos tiempos tras el derrumbe del Muro de Berlín. Con el Muro caía también el telón, quedando las vergüenzas al descubierto. Pero estos personajes, sobrevivientes por antonomasia, parecen de acero… inoxidable. Tras aquellas fechas liberadoras, todo indicaba que algunos personajes se habían quedado, por fin, sin capacidad de reacción, renovación, reposición y metamorfosis, se tratase de responsables directos, meros cómplices o sencillos compañeros de viaje del mayor de los crímenes colectivos cometidos contra la humanidad, o mejor dicho, contra los individuos particulares.
 
Vana creencia. Pronto, varias décadas después, pudo comprobarse con qué frialdad y profesionalidad conocidos asesinos en serie, identificados pero sin juzgar públicamente en un nuevo juicio de Nuremberg, niegan y hacen chanzas a propósito de otras armas de destrucción masiva.
 
¿Es sólo cuestión de tener mucha cara de cemento armado lo que permite a estas figuras de leyenda no inmutarse bajo las tempestades de acero? Sin ánimo de sentar doctrina, me limitaré a considerar ahora dos motivos de esta maravilla: uno del pasado y otro del presente, para así comprobar que, a pesar de todo, la vida sigue igual.
 
Comoquiera que seguimos en pleno bicentenario del nacimiento de Tocqueville, me permitiré volver a sus fuentes para comunicar experiencias tonificantes y muy aleccionadoras. Estamos a mediados del siglo XIX. Francia ya ha estallado tras la Revolución de 1789, y, cogiendo los franceses el gusto a la experiencia, se atan a una cadena de sucesivas revueltas, motines y traiciones, hasta nuestros días. Por entonces, dicen, nace la izquierda política, con un firme anhelo: no perecer nunca del todo ni para siempre. Desde febrero de 1848 hasta el golpe de estado de Luis Bonaparte, culminado en 1851, se reactiva una etapa brumosa acaudillada por los socialistas, que arrastra a una famélica legión hacia una utopía en la que pasará todavía mucha más hambre: "¿Quedará el socialismo enterrado en el desprecio que tan justamente cubre a los socialistas de 1848? Hago esta pregunta sin responder a ella" (Recuerdos de la Revolución de 1848, 2ª parte, capítulo II).
 
No obstante, Tocqueville no se resiste a callar y aventura algunas respuestas: "Las teorías socialistas continuaron penetrando en el espíritu del pueblo, bajo la forma de las pasiones de la codicia y de la envidia, y depositando en él la simiente de revoluciones futuras, pero el partido socialista, en cuanto tal, quedó vencido e impotente" (op. cit., 2ª parte, capítulo X). He aquí una de las claves del fenómeno que a unos deja estupefactos y a otros chamuscados: un partido y unos partidarios que son vencidos una y otra vez a lo largo de la Historia continúan, como si nada, penetrando el espíritu del pueblo sin tregua. ¿Quiénes sino ellos han de helarle el corazón?
 
Estos sobrevivientes natos, cuando el viento no sopla a su favor, saben camuflarse con gran desenvoltura. Amenazan sólo cuando tienen cubiertas las espaldas, aunque siempre representan un grave peligro. Refiere a la sazón Tocqueville una ilustrativa anécdota de aquellos años levantiscos. Dos de sus sirvientes son espectadores de primera fila de la jornada insurrecta: uno, socialista; el otro, no. El primero, celebrando apresuradamente el éxito de la sublevación, se envalentona y saca bravucón los dientes y la daga esa misma mañana: proclama que, llegado el momento de la gran justicia, piensa matar a su señor nada más cruce la puerta de la casa. El segundo sigue con sus ocupaciones como si tal cosa, fiel a sus tareas y leal a su patrón. Al caer la noche, en el momento en que dan sus últimos suspiros los restos del día, las tendencias han cambiado; y lo que se creía azúcar es ahora sal gruesa. El portero de la casa, fanfarrón cuchillero de amanecida, recibe finalmente a su señor como todas las jornadas, postergando así sus planes sediciosos para mejor ocasión. Tocqueville recelaba y estaba expectante, pero no hay sangre:
 
"En tiempos de revolución, la gente se vanagloria casi tanto de los supuestos crímenes que quiere cometer como, en los tiempos corrientes, de las buenas intenciones que pretende hacer. Siempre he pensado que aquel miserable sólo se habría vuelto peligroso, si la suerte del combate hubiera parecido inclinarse contra nosotros, pero se inclinaba, por el contrario, a nuestro favor, aunque de un modo indeciso todavía, y que bastaba para protegerme" (ibidem).
 
Hoy, en España, sobreviven variadas especies de este género de porteros y porteras. Abren la puerta a todas las posibilidades y no se cierran a nada, pues se trata de espíritus abiertos en cuerpos curtidos por estar habitualmente bajo el sol (que más calienta). Se apuntan tanto a un roto como a un descosido, y a la ruptura o insurrección la llaman "alta costura". Les da igual ocho que ochenta, excepto cuando es hora de reparto y algo les puede tocar en la progresista redistribución de la riqueza. Hacen drama de la premisa menor, silban para despistar en el término medio, pero resoplan ante la premisa mayor, que es lo principal. A veces cuesta identificarlos, pues suelen camuflarse, salir a la superficie y sumergirse de nuevo para no ser descubiertos, pero, tarde o temprano, acaban delatándose (por la boca muere el pez), hablando a borbotones (¡por allí resopla!).
 
Viven muy sueltos y templados los bien pagados porque confían en salir siempre indemnes de su praxis. Se burlan así de la derecha piadosa porque saben que, desde la misericordia, siempre les perdonará sus pecados. De esta manera, sin perder el empleo y el sueldo, ahí siguen de porteros. Se carcajean cuando la derecha centrada les apunta con el dedo y afea sus soeces, porque no tienen duda de que, desde el espíritu del consenso, siempre acabará aceptando los términos del contrato social: condonas tú mis deudas y me absuelves y yo te perdono la vida. Los mismos pagan siempre la cena a quienes no se la han ganado. Quiero decir: la pagamos todos con nuestros impuestos y nuestro tiempo, que es oro.
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