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América, diez años después

Sólo una sociedad tan resguardada de la historia como la americana puede deleitarse generando fantasías cinematográficas del caos tan estremecedoras. Ese día, sin embargo, otro orden de caos se fue adueñando lentamente de lo cotidiano en Nueva York. Diez años después, continúa su devenir y, torpemente, la historia aún busca instalarse en América.

En Nueva York, cada uno vivió el 9/11 a su manera, salvo que, entendiblemente, todos insistimos en compartir por un tiempo una misma emoción sobrecogedora, un ánimo parcamente solidario, excesivamente (casi vanidosamente) cívico y de lo menos agresivo. Lo íntimo se hizo público, y quizá así se excusen algunas confidencias.

Trabajaba yo entonces en un gran despacho de abogados y vivía en la planta baja de una town house, a unas 30 calles de las torres. Las veía en cuanto salía de casa (después, durante meses sentí el desencuentro de no verlas más). El día en la oficina empezaba tarde, sobre las 9:30. No hay ruido alguno que sorprenda en Manhattan, y es así que, entrando en la ducha, oí con leve curiosidad el inusual zumbido de un avión volando bajo; no lo habría recordado más de unos minutos si no fuera por lo que siguió. No tengo televisor y, como de tantas otras cosas, me enteré por terceros. Saliendo, retrasado y apurado, a las 9:15, encontré en la puerta de la calle a los dueños del pequeño edificio. Aún puedo verlos, en esa perfecta mañana otoñal, los Waldman, una pareja cincuentona. Al volver de dejar a su hijo en la escuela (Stuyvesant, a cuatro calles de las torres), él presenció desde la explanada del río Hudson el primer impacto. Apurado, buscó a su mujer y juntos vieron el segundo impacto. Decir que estaban trastornados sería una exageración. Animadamente, intercambiamos conjeturas, aventurando yo que se trataba de alguien pilotando una avioneta entre las torres, intentando batir un récord.

Cuando caminaba hacia el metro, sonó mi teléfono. Mi novia, desde Madrid, me preguntaba si había visto lo que acababa de suceder. Me desvié los pocos metros necesarios para tener una vista completa de las torres. El cielo era de un azul tan nítido, y el humo de los incendios tan difuso, que nada resaltaba, más allá de lo que podría ser el vapor producido por algún desagote. Quien mirara con atención notaría un borde en llamas que delineaba el frontal de un avión sobre una de las caras de la Torre Norte. En la calle, la gente caminaba absorta en su prolija rutina, hablando por sus celulares, con inocente confianza en un cierto orden por última vez en mucho tiempo. En la medida en que sabían del ataque, descontaban que manos idóneas se estarían ocupando de esclarecerlo.

Al salir del metro en Grand Central me aproximé a las pantallas de un punto de venta de prensa. Se informaba del avión caído en el Pentágono. Me esfuerzo por recordar qué pasó por mi mente, pero sé que no era aún horror. En el ascensor, que paró en varios de los 15 pisos del edificio en que trabajaba, se veía a la gente ir y venir con su habitual celo profesional. No había duda de que el sitio de uno era su escritorio (me ocupaba en esos días de una oferta hostil de compra que acababa de recibir un cliente latinoamericano), con sus urgencias de siempre. El 9/11 era todavía una distracción.

Solo gradualmente llegaron emails avisando de que se habían habilitado pantallas en varias salas de conferencias para quienes dispusieran de tiempo y quisieran ver las noticias. Culposamente, acudí enseguida. La gente entraba y salía; había ahí una veintena de individuos, atendiendo a lo que decían periodistas que sabían tan poco como ellos y que llenaban el silencio de las lentas y tempranas imágenes profiriendo calmosas inanidades. Hasta que cayó la primera torre. A eso sí que le siguió un gemido en la sala. Fue lo primero que claramente no se correspondía con nuestra realidad. La mujer de uno de los socios tenía una reunión esa mañana en una de las torres; la amiga de una secretaria trabajaba en una torre; el hijo de un amigo de alguien también... Y así. Luego la noticia del avión en Shanksville, Pennsylvania, y, pasado un rato, la caída de la segunda torre, mutilando nuestro cielo, para nuestra incredulidad.

De vuelta en mi escritorio, seguí trabajando, recibiendo llamadas de mi jefe y del cliente de Caracas, sin siquiera una referencia a lo que sucedía en el World Trade Center. Pasada una hora, llamé a un amigo que trabajaba cerca de las torres. Su cielo se había oscurecido y veía papeles meciéndose en el aire desde su alta ventana. Acto seguido, llamé a mi novia en Madrid y a mi familia en Buenos Aires para tranquilizarlos, y ya después empezó a fallar el teléfono por el colapso de las líneas. Los primeros en irse del despacho fueron las secretarias; luego quienes vivían en Brooklyn o en los suburbios. Finalmente, a las cuatro o cinco de la tarde, empezamos a irnos los demás. Yo caminé (no había transporte público) desde Lexington y la 45 hasta mi casa, en el West Village. Me encontré con amigos que hacían otro tanto; intercambiamos impresiones sobre la jornada, que parecía surreal pero ni épica ni histórica aún.

Las cosas son tan tremendas como nos lo permita nuestra capacidad de comprender y aceptar.

Por la noche me junté con un vecino para ver el discurso de Bush, ya con las alarmas y el tono marcial y plomizo que definiría la nueva década.

La Administración Obama ha impartido directivas a las distintas agencias federales respecto del tono que deben asumir las conmemoraciones oficiales del décimo aniversario. Pide resaltar que los americanos no han sido las únicas víctimas del 9/11 y evocar también a las de Bali, Bombay, Casablanca, Kampala, Londres, Madrid, Mombasa y Moscú. Esto sorprende. El 9/11 fue un hito de ribetes espectaculares en la historia de una ciudad icónica y, junto con el ataque al Pentágono y el avión que se estrelló en Pennsylvania, dominó el espacio público nacional durante dos periodos presidenciales. En respuesta, América se abandonó a una voluntad de simplificar su identidad y sus circunstancias como elemento clave de su poderío para así poder desatar una demostración instintiva de fuerza que finalmente no dejó en claro mucho más que la contundencia única de esa fuerza misma. En esto, América estuvo unida y movilizada ("United we stand", banderas por todos lados), con o sin aliados, su soledad vivida como parte de su excepcional destino, con un sentido del heroísmo que muchos consideraron fatuo.

Es verdad que Obama (muy pocos se fijaban en él por aquel entonces) fue una de las pocas excepciones al acuerdo de extender el fuego de Afganistán a Irak, por lo cual obtuvo rédito político ocho años más tarde. Supo anticipar el acecho del enemigo interno que tarde o temprano enfrenta una sociedad angustiada y aislada. Pero ¿enlistar en estas efémerides una tropa variopinta de víctimas extranjeras para recobrar la efímera solidaridad internacional de las primeras horas no es acaso llevar las cosas al otro extremo? Y pensar que el primer aniversario consistió meramente en la lectura del sublime discurso de Lincoln en Gettysburg y, después, de los nombres de todos y cada uno de los caídos en las torres...

¿Qué dice esta evolución acerca de los Estados Unidos y de su capacidad de proyectar su poder?

Una de las consecuencias más inadvertidas (tal vez por ser tan obvia) del 9/11 fue sido la elección misma de Obama. Que sea el primer presidente negro (apenas lo es, según el canon americano) es casi anecdótico frente al hecho de que sea el primer presidente ostensiblemente capaz de comprender cómo percibe América un extranjero y de estar dispuesto a empatizar públicamente con él. (Su remoción del busto de Churchill del Despacho Oval –un regalo que Blair hizo a Bush precisamente después del 9/11, símbolo por excelencia de una sensibilidad transatlántica imperial– derivó en polémica). La acusación –fruto de la colorida paranoia de Donald Trump– que se ha hecho a Obama de haber nacido fuera del país y no ser americano caricaturizan una verdad patética. Muchos sienten que, para Obama, la noción de America es fruto del análisis, no de la emoción. Que su encantadora elocuencia no logre sobreponerse a esto no hace, para los acusadores, más que cuestionar su idoneidad y hasta su autenticidad.

Pero era natural que América, luego de presenciar durante ocho años la demolición más acelerada de su prestigio en el mundo, sintiera la necesidad de encomendarse a las delicadas manos del Hombre Nuevo de Los sueños de mi padre, ese relato de un joven negro descastado y confundido que asimila ecuánime y cerebralmente su destino en el seno de una familia blanca que le lleva a colegios blancos y su infancia en la islámica Indonesia. Oír prestar juramento, ocho años después del 9/11, en un país instintivamente republicano, a un presidente demócrata llamado Barack Hussein Obama también fue, al fin y al cabo, una demostración de fuerza arrolladora... inimaginable sin el 9/11.

Esta catarsis, sin embargo, no ha durado, y esto invita a reflexionar sobre cuánto cambio pueden tolerar los Estados Unidos, un país sentido de una manera por los americanos y percibido de otra manera en el mundo, y basado en tan vasta canasta de intereses múltiples, diversos y frecuentemente contrapuestos. ¿Cuán realista y cuán nostálgica es la consigna "Yes, we can"?

Para este análisis importa menos la persona de Barack Obama (notable como es) que el cariz de su Gobierno y la perspectiva de su eficacia. Es el caso que América digiere su liderazgo cada vez con mayor dificultad, en estos tiempos, en gran parte heredados, de alto y persistente desempleo, temor a una nueva recesión, gasto público deficitario, disfuncionalidad parlamentaria, una Europa en plena crisis ecónomica estructural, las revoluciones de final incierto de un mundo árabe que escapa cada vez más a la órbita americana y nuevos y disonantes focos de influencia. Las cosas han llegado a otro tipo de límite que en el 9/11, menos punzante pero más difuso y profundo.

Al frente de la Administración está un hombre cuya habilidad para trascender diferencias, contemporizar, oponer perspectiva histórica, alternar idealismo con pragmatismo e hilar fino, tan atractiva y necesaria en su momento, lo ha tornado en un ídolo que hoy parece remoto y altivo, cuando no ingenuo y marginal, y de adoración agotadora. Lo que más sorprende es su actitud ante la politica. No sólo ha dado pruebas de ser el inexperto que muchos temían –tanto, que los demócratas añoran a Bill Clinton y los republicanos ironizan con que aun Hillary hubiese sido preferible–, sino que a ratos parece desdeñar el juego político, rehuyendo cualquier forcejeo que rebaje el rol sacerdotal que entiende le tiene reservado la historia. Malgastó su copioso capital político en la victoria pírrica de su reforma sanitaria, que no en vano habían eludido sus siete últimos predecesores. En lo económico, ha acometido planes de estímulo, rescates y reformas con la moderación pragmática de un tecnócrata... pero lo ha hecho todo a un tiempo, como sólo lo haría un teórico. Y finalmente disipó su carisma con el manejo errático del vertido de petróleo en el Golfo de México, crisis que subestimó por completo.

Su política exterior quedó retratada por el comentario inocente de uno de sus asesores al ser preguntado por la incursión de la OTAN en Libia: se trataba de "liderar desde la retaguardia", frase que fue inmediatamente ridiculizada por casi todo el espectro ideológico. En su defensa, sus adeptos arguyen que Obama representa el retorno al lema de Teddy Roosevelt: "Hablar suavemente y llevar un duro garrote", y la restauración del concierto entre las naciones. Por otra parte, Osama cayó ante Obama, en una operación audaz que pudo comprometer la crítica alianza con Pakistán, conducida por discretos héroes condenados al anonimato, no ante la pirotecnia de shock y asombro de tiempos anteriores.

A esto los críticos contraponen la ausencia de cualquier otro avance de un presidente que saludó a los iraníes en el año nuevo persa pero se abstuvo de hablar cuando el régimen de los ayatolás, que sigue adelante con su programa nuclear, los masacraba por manifestarse contra el fraude electoral. También le acusan de reaccionar muy tarde ante la crisis siria y de precipitar la caída de Mubarak con su comportamiento vacilante y soberbio; de empecinarse, contra todo consejo recibido, en centrar la resolución del conflicto árabe-israelí en los asentamientos de Cisjordania, separando así más a las partes; y de que en el caso afgano se ha mostrado tan dubitativo y ambiguo que nadie sabe cuándo van los americanos a abandonar definitivamente aquel país.

¿Será capaz América de acostumbrarse a esta cautela táctica sin considerarla debilidad estratégica? ¿Le queda acaso alternativa, con su ejército sobre-extendido, su división política y su tremendo déficit? ¿Había otro desenlace posible y exitoso del 9/11, o estamos ante el natural ocaso de otro imperio, que esa fecha sólo puso en evidencia?

Es difícil responder. El significado de los hechos se asimila sólo cuando ya han sucedido; el significado de los símbolos, sólo cuando ya los hemos erigido.

América va percibiendo los límites de su poder en los límites de su emblemático presidente. Sin mesianismos, este 11 de septiembre verá a Obama tan solo leer un salmo en la Zona Cero y colocar coronas de flores en el Pentágono y en Pennsylvania.

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