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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

El negociador

"No hay nada que permita decir que ha habido algún error", ha dicho con su habitual cinismo el presidente de la sonrisa, la determinación y el empeño. Él, que no quiere acabar con el terrorismo, sino resolver el conflicto de la izquierda abertzale en el País Vasco, sostiene que afirmar una noche que no hay más atentados para verse sorprendido y, lo que es peor, ridiculizado en la mañana siguiente con el estallido de media tonelada de explosivos en Barajas no implica error alguno.

"No hay nada que permita decir que ha habido algún error", ha dicho con su habitual cinismo el presidente de la sonrisa, la determinación y el empeño. Él, que no quiere acabar con el terrorismo, sino resolver el conflicto de la izquierda abertzale en el País Vasco, sostiene que afirmar una noche que no hay más atentados para verse sorprendido y, lo que es peor, ridiculizado en la mañana siguiente con el estallido de media tonelada de explosivos en Barajas no implica error alguno.
José Luis Rodríguez Zapatero.
Tampoco hay error político, ni moral, en no asistir al lugar del atentado en cinco días, ni en empecinarse en no reconocer que no hay proceso de paz alguno en marcha en ninguna parte de España y alrededores. El único que lo corrobora es su amigo Carod, quien además tiene la jeta de atribuirse el inicio del dicho proceso, en Perpignan, a espaldas de todo el mundo, y cuando el partido socialista vasco ya llevaba tiempo conversando con los delincuentes.
 
Hace tiempo que yo imagino la cosa como en una película de rehenes con polis tontos. La ETA está atrincherada en un monte con medio millón de rehenes. Piden un avión para que sus más altos jefes viajen a Venezuela, donde ya tienen pactada con el caudillo local la nacionalización y hasta, si cabe, algún puesto público de segundo o tercer nivel. El negociador jefe del FBI les dice que sí y ordena ponerles el avión. Si los peores se van, va a ser más fácil tratar con los que tienen más voluntad de ceder.
 
Pero resulta que uno de los peores no se va a Venezuela, sino que decide quedarse porque tiene un hermano preso en una cárcel lejana y, antes de soltar a los rehenes, pide que le acerquen al pariente para poder visitarlo más a menudo en el futuro. Sin preguntarle a qué futuro se refiere, el negociador del FBI habla con un juez amigo suyo, a ver si puede hacer un poco de manga ancha y cambiar de prisión al chico, que no es un mal muchacho, aunque haya asesinado a unos cuantos y jurado en varias ocasiones meterle al juez setenta veces siete tiros y arrancarle la piel. Son estallidos naturales, el stress: cualquiera que, por la minucia de unos cuantos muertos, esté sometido a tal tensión penal diría las mismas cosas, haría las mismas vanas promesas. El negociador es comprensivo, y cuenta con que el juez acabe por serlo también.
 
Claro que, por cerca que esté el hermano del secuestrador, no le va a ser fácil ir a visitarlo, con toda esa gente armada rodeando el monte. De modo que pide primero que los otros bajen las armas, comprometiéndose a bajarlas él también. Propone un alto el fuego. Por tiempo indeterminado: el que tarden en acercarle al familiar, más el que haga falta para tratar con él algunos temas importantes. Y tal vez, si todo va bien, un poco más. Para facilitar las cosas, propone un alto el fuego permanente, cosa que en realidad no significa nada, porque nada hay permanente sobre la faz de la tierra.
 
El negociador, encantado, da una rueda de prensa y dice que todo va a pedir de boca: ya han visto ustedes en la tele la buena disposición de los encapuchados del monte para el alto el fuego, sobre todo la de esa señora que leyó el comunicado. Nada tenemos que temer. Sacar a los rehenes de allí será coser y cantar. Él, que por eso es negociador, tiene el talante adecuado y un ansia infinita de paz.
 
Los secuestradores llaman entonces por teléfono a uno de los ayudantes del negociador, que, dada la magnitud de la tarea, ha delegado partes de ella, y le dicen que desde el monte se ven demasiado cerca las fuerzas de seguridad, y que así no se va a ninguna parte, que es mejor que retrocedan hasta más allá de Navarra, que despejen Navarra para poder moverse con comodidad e ir tranquilamente a ver a los presos acercados. Al ayudante del negociador le parece excesivo, pero lo comunica a su jefe, que sonríe, como siempre, y le dice que está bien, que retroceda, que de Navarra ya se hablará cuando comience el diálogo. ¿Qué diálogo?, pregunta el ayudante. El de la mesa de partidos, hombre, ¿o ya lo has olvidado? Todos, menos el PP. Ésos son de otra agencia y, como siempre, están pretendiendo interferir en nuestras cosas.
 
Justo entonces llega la Navidad. Ya saben cómo es eso en las pelis, con luces y nieve y papanoeles que reparten caramelos en el patio del Rockefeller Center o en la puerta del Corte Inglés de Princesa con nieve falsa. Y el anuncio de Freixenet, cava catalán. Ultrafashion. El mensaje del Rey no figura en las pelis. Pero sí, en este caso, el del negociador, que sonríe poco y está muy cejijunto, más que de costumbre, y que dice que ahora, en el final del año 2006, las cosas están mucho mejor que antes de que los del monte se echaran al monte, y que el año próximo estarán aún mejor.
 
Él no lo sabe, pero los espectadores sí: uno de los papanoeles de la calle Preciados ha recibido una llamada del monte, se ha despojado de sus ropas en un portal, un poco al estilo Superman, y se ha puesto al volante de una furgoneta roja, Renault Traffic, el mismo modelo que se empleó en la voladura de la AMIA en Buenos Aires hace unos años (los guionistas tienden a repetirse), estacionada en un aparcamiento céntrico, y la ha llevado a la Terminal 4 de Barajas. Y todo esto ha sucedido antes de que el negociador anunciara lo de que, dentro de un año, todo bien.
 
O sea que el espectador ya espera el desenlace, sabe que un poco antes o un poco después estallará la furgoneta, en la que ya ha visto que hay un reloj digital funcionando. De modo que empieza a esperar, angustiado, que el negociador, o alguno de sus ayudantes, que no ven las cosas tan claras como su jefe, tiren de los hilos justos, hagan las preguntas adecuadas y lleguen al aeropuerto antes de que se produzca el desastre y el vaticinio para finales de 2007 se vaya al carajo por un quítame allá esas pajas. Espera el espectador que un héroe anónimo, un experto en explosivos, un Jack Bauer español, sudoroso y sabio, a último momento, cuando el reloj digital esté a punto de marcar el cero, corte el cable, rojo o azul, él sabrá, o él se la jugará con acierto, impida la explosión. Pero el desenlace no es ése.
 
Jack Bauer no llega a tiempo. Vamos, que ni siquiera se entera. Ni se enteran los dos ecuatorianos, agotados, que se quedan durmiendo un rato en su coche, "echando una cabezadita", dirá luego uno de los ayudantes del negociador, porque vienen de muy lejos y tendrán que conducir hasta muy lejos y no se pueden permitir noches de hotel, etcétera.
 
Las tropas que rodean Navarra se vuelven hacia Madrid, tal es el estruendo, y los del monte, aprovechando el descuido, pasan a Francia a desayunar, que todavía es hora, con su medio millón de rehenes aún bajo amenaza.
 
Recordemos que era una de rehenes con polis tontos. Claro que el ser tontos no les resta protagonismo. Por la tarde, el negociador vuelve a salir en la tele. Todos creen que no le quedará otra que reconocer su fracaso ante los del monte. Pero no. El tipo, negociador como es, insiste en seguir negociando no se sabe qué.
 
Tengo para mí que en ningún otro país europeo sobreviviría un Gobierno a tanta torpeza. Ya no hablo de la mala fe, que también está allí. Sólo de la torpeza. Y de la persistencia aviesa en el error, si no en la maldad. No cometeré la estupidez de pedir la dimisión de Zapatero, la convocatoria a nuevas elecciones. Zapatero no dimitirá. Y el día en que pierda unas elecciones, día que llegará, se defenderá como un león de los resultados. Este tipo no es de los que se van.
 
 
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