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EDUCACIÓN

El MIR del profesorado

El caso es parecer que uno hace reformas, aunque la situación no mejore. La ocurrencia ministerial de crear una especie de MIR para profesores entra dentro de este apartado.


	El caso es parecer que uno hace reformas, aunque la situación no mejore. La ocurrencia ministerial de crear una especie de MIR para profesores entra dentro de este apartado.

Hace poco teníamos que oír cosas como que el sistema educativo tiene que crear alumnos más competitivos en el mercado laboral y lindezas por el estilo, todas ellas subordinadoras de la educación a los medios de producción, muy en la línea de las anticuadas teorías educativas marxistas, añoradas por una parte de la izquierda y defendidas con denuedo por la mayoría de la derecha, que confunde productividad y competitividad con buena educación.

Ahora de lo que se trata es de echar la culpa al profesorado.

Es bien sabido que las ideas progresistas jamás se equivocan, por lo que las leyes que las ponen en práctica tampoco. Así que, como hacen todas las ideologías, habrá que amoldar la realidad a las ideas. Entonces, ¿de quién es la culpa de que la educación vaya tan mal? Lógicamente –en la lógica del gobierno, claro está–, de los profesores, que no saben administrar las bondades de las leyes educativas. Consecuencia: hay que exigir más a los profesores para que hagan bien su trabajo, aunque las leyes, los planes de estudio, las competencias autonómicas, el gobierno de los centros, los sueldos, la relevancia social, etcétera, conformen, cada uno en su parte alícuota, un desastre generalizado.

Si la residencia fuese la clave para solucionar nuestros problemas educativos, permítanme la ironía, el sistema público, con la cantidad de residentes que tiene (me refiero a los interinos), debería ser uno de los mejores del mundo. Pero esa no parece ser la solución, sino parte del problema. Resulta que el maestro se ha venido formando en tres años, tiempo claramente insuficiente. Con Bolonia se añade un curso, y además hay un máster para profesores de secundaria que sustituye al antiguo CAP. Pero antes de que se vea el efecto de estas medidas ya se está planteando la reforma de la reforma, siempre sobre la base de añadir cursos y sobrevalorar los costes de formación, acaso sin que se repare en que cuanto más invierte uno en su formación, más exigirá posteriormente como retorno de esa inversión.

En el momento en que escribo estas líneas me entero de que la presidente Aguirre está en Alemania para ver cómo importar el sistema alemán de formación profesional. Los españoles, al parecer, no somos capaces de crear nuestro propio sistema educativo, ajustado a nuestras necesidades e idiosincrasia, sino que tienen que dárnoslo hecho. No nos damos cuenta de que el sistema educativo alemán funciona porque está hecho para los alemanes, lo mismo que el finlandés se ajusta al carácter y la sociedad finlandeses. Más que sistemas universales, estos países han creado, con cierto éxito, los suyos propios. Ese éxito no está garantizado en otro entorno, con otras leyes educativas, otras gentes, otros valores, etc.

Mientras los gobiernos se empeñen en pensar y dirigir la educación, en lugar de dejar que los ciudadanos –o sea, los centros educativos– lo hagan por ellos mismos, el sistema no mejorará sustancialmente.

La educación es para la persona. Es ésta la que tiene que crecer gracias a aquélla. El sistema educativo no debe servir para crear obreros competentes, ejecutivos modelo Wall Street, técnicos de la administración, periodistas o, incluso, profesores. La educación tiene que ser el elemento que ayude a la persona a ser feliz comprendiendo en la medida de lo posible el mundo que le rodea y que capacitarle para conseguir un trabajo que contribuya a ese fin. Desafortunadamente, este mensaje, tan propio de la tradición cultural cristiana occidental, se diluye en una sociedad que subordina el ser personal al material. Este es el quicio del problema, y mientras no se tenga claro cuál es el objeto de la educación, jamás contaremos con un sistema verdaderamente eficaz.

 

© Fundación Burke

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