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PAÍS VASCO

El miedo miserable

Se dice del miedo que es un sentimiento libre para indicar que se trata de algo muy repartido y muy humano. Sin embargo, tras la declaración se encubre a menudo cobardes subterfugios y miedo a la libertad.

He aquí un problema muy serio que interesa tanto a la ética como a la política, sin olvidar la biología, la antropología y la sociología. Y es que el miedo cumple, en animales y hombres, una principal función adaptativa, que posibilita su acomodación al medio y revela al tiempo múltiples conductas que aspiran a solaparla y disfrazarla con actuaciones rituales de todo tipo. Pero esta circunstancia, en cualquier caso, da cuenta de la naturalidad de su ejercicio, no de su valor. Lo humano no se mide en los hombres por lo que de ellos emana, supura o evacua de modo más o menos reflejo, sino por aquello que los mejora y vigoriza. Como, por ejemplo, su firme disposición a vencer el miedo, a conservarse buenos y libres, y a no dejarse esclavizar. Por esto afirma Spinoza que el hombre libre evita los peligros con la misma virtud de ánimo con que intenta superarlos.

Recientes actuaciones judiciales protagonizadas por magistrados en las Vascongadas —y, muy en particular, por el presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco— a propósito del penoso cumplimiento del deber y la legalidad en esa zona tan castigada de España, de su indulgencia ante la presión del nacionalismo y los grupos abertzales ilegalizados, autorizando sus manifestaciones callejeras y provocaciones, han actualizado este asunto del miedo que en cuerpo y alma afecta a tantas personas sometidas a un régimen de terror, en cuyo caso lo más simple consiste en practicar el socorrido “sálvese quien pueda”. Nada de esto es nuevo, en efecto, y ya llovía sobre mojado en este largo y cálido verano, a orillas del Cantábrico, donde preside el Golfo de Vizcaya, allí donde buena parte de la población —la más excelente y decente— subsiste entre dos murallas: una mar arbolada que la azota, por un lado, y un bosque petrificado que la ignora, por otro. A menudo, el miedo es una emoción que, lejos de disculparse, se vuelve miserable.

Desde un punto de vista moral, el miedo denota la condición menos cuidada del hombre, porque limita violentamente su libertad. Un sujeto que se deja vencer por el pánico es presa fácil de la intimidación. Tiende a convertirse en un tipo pasivo y predispuesto al espanto, que es la antesala de la espantada como forma de vida, de la huida como ética para fugitivos. Un individuo invadido por el miedo corre el riesgo de hacer de su debilidad un instrumento miserable, a poco que se descuide. Los primeros síntomas de esta anomalía moral se presentan en forma de coartadas y escapatorias varias, que no superan en ningún momento el estatuto del autoengaño. Luego se le asignan nombres bastardos al crudo pavor para hacerlo pasar por especies más nobles: respeto, precaución o prudencia. Y se acaba por volcar la angustia sobre los demás, como en un conjuro, con la esperanza de disminuir uno mismo la aflicción, pero al precio de propiciar el pánico colectivo o la denominada “alarma social”, espesuras en las que materialmente perderse. Aparece en este contexto el señalamiento, la denuncia, la elección de chivos expiatorios, para que carguen otros con la furia de los bárbaros, mientras uno se queda a salvo. O, al menos, eso quiere creer.

Este expediente expeditivo —contener la amenaza del miedo, procurar calmarlo desviándolo hacia otros, hacia fuera, hacia los de fuera— ya lo percibió Sigmund Freud, relacionándolo justamente con la regla del tribalismo y los postulados ideológicos del nacionalismo: para asegurar la cohesión de la comunidad, siempre abrumada por la carga de la agresividad y la angustia, la cultura concibe el plan de expulsarlas de su interior y reconducirlas hacia otros grupos. En estos casos, el miedo se anula por una alianza de afirmación y negación por medio de la transferencia.

El escenario en el que se patentiza con toda su obscenidad y patetismo la versión más cruda del miedo miserable es el que ofrecen las sociedades golpeadas por el terrorismo, sea por una infección local y regional —la comunidad vasca—, sea a escala global —la humanidad en su conjunto desde el 11-S—. El terrorismo constituye la política del miedo elevada a la máxima potencia, pero sin las sujeciones y sublimaciones concebidas por aquélla para contenerlo. Genera de este modo un pavor general que persiste y persistirá, mientras encuentre a su alrededor complicidades, por activa y por pasiva: ejecutantes, ejecutados y público en general. Una situación, se dice, muy compleja, con muchas e intrincadas causas, ante las que sólo ofrecen excusas, tecnicismos jurídicos y miradas huidizas o desdeñosas, cuando lo que se representa en vivo es un drama en el que todos estamos implicados y complicados, o sea, co-implicados (Aurelio Arteta). En fin, evasivas, recelos de gente acomplejada.

Resulta fácil y cómodo darse por vencido y prestarse a la rendición. Basta con comprender el terror o entorpecer su derrota o desanimar a la población y cubrirse uno. El miedo miserable no quiere ser descubierto y puesto de evidencia, y así se indigna cuando se le acusa y desvela, mostrando en ese momento una firmeza contra el denunciante que no exhibe contra los forajidos. Propone, por lo demás, pactos y diálogo con el rufián, se abandona a la equidistancia, o no queriendo ser confundido con los que padecen como ellos un mismo estado de cosas, se encastilla en su identidad y orgullo, en su empleo (público) y sus razones (privadas), en sus fueros y estatutos.

“Violencia, no”, clama el miedo miserable; aunque, añade, todo tiene su causa y no hay que crispar. “América, no”, porque es Imperio y del malo. “Con el PP, nunca más”, que nosotros lo hacemos mejor sin ellos. “No a la guerra”, sólo queremos que nos dejen en paz. ¿ETA, Al-Qaeda y Hamas? Ah, esos son asuntos muy complejos.

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