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UNA EVOCACIÓN

El mapa incompleto

El número de ejemplares vendidos y de ediciones agotadas es uno de los baremos por los que se suele medir el éxito de un libro, pero si también se mide por los disgustos que acarrea al autor, qué duda cabe que El rey mago y su elefante fue un éxito. Antes de que se hiciera ninguna presentación ni apareciera ninguna reseña, el libro corrió de boca en boca y fue adquirido y leído minuciosamente por muchas personas que superan holgadamente la docena y media de mis lectores habituales.

El número de ejemplares vendidos y de ediciones agotadas es uno de los baremos por los que se suele medir el éxito de un libro, pero si también se mide por los disgustos que acarrea al autor, qué duda cabe que El rey mago y su elefante fue un éxito. Antes de que se hiciera ninguna presentación ni apareciera ninguna reseña, el libro corrió de boca en boca y fue adquirido y leído minuciosamente por muchas personas que superan holgadamente la docena y media de mis lectores habituales.
Siempre digo que el acierto de cierto editor consiste en vender sus libros a los españoles que no leen, que son la inmensa mayoría. Bien es verdad que esos libros que compran y regalan los españoles que no leen son, sin excepción, libros de usar y tirar. He de decir que a mí ese editor tuvo la amabilidad de publicarme un par de libros, aun a sabiendas de que no se iban a vender, pues mis libros tendrán muchos defectos, pero no tienen el de ser de usar y tirar. Sí tienen en cambio algunos el defecto o la virtud de ser de leer y quemar, y nada hay como una hoguera para hacerle propaganda a un libro.
 
Hablo de hoguera en sentido metafórico, por supuesto, pero de esa hoguera imaginaria en la que ardió El rey mago y su elefante me han llegado chispas y pavesas e incluso dentro de mí he sentido que algo crepitaba. Y lo he sentido y lo siento en la medida en que yo mismo me he hecho después, al volver sobre mi propio libro, reflexiones parecidas a las que se hayan hecho aquellos lectores que lo hayan querido quemar o lo hayan quemado.
 
Muchas veces me pasa, cuando releo algo que escribí, que lo leo como si lo hubiera escrito otra persona, y me pregunto sin querer, ¿por qué habrá puesto esto? ¿y por qué no habrá puesto esto otro? Si esto me lo pregunto con libros escritos hace poco tiempo, ¿qué preguntas no me haré con un libro que está escrito por un niño en el que ya me cuesta trabajo reconocerme? Pero lo malo no es eso; lo malo es que haya lectores que me pidan a mí las cuentas que tendrían que pedirle al niño aquel y que uno de esos lectores sea yo mismo.
 
Un niño que describe el mundo que le rodea no es ciertamente un historiador. Hace muchos años, el psicólogo Von Uexküll publicó unos estudios muy interesantes sobre la percepción de la realidad por los seres animados, y esa percepción es distinta según se trate de un adulto, de un niño o de un animal doméstico. Cada cual selecciona y jerarquiza lo que ve y para cada uno tiene cada cosa un tamaño distinto. Lo que para uno está en primer plano para otro queda en un rincón o se pierde en el fondo, o viceversa; lo que para éste es nítido, para aquél es borroso y lo que para éste es importante, para el de más allá carece de significación. A muchos les pasa que al volver de mayores a los lugares donde transcurrió su niñez, les sorprende lo pequeño que todo se les queda. Es como si el mundo se hubiera encogido. Si a mis hijas les pasó eso con la plaza de San Pedro de Roma, ¿no me iba a pasar lo mismo a mí con la Quebrada de Zufre? Tanto ellas como yo salimos de esos dos lugares tan distintos cuando éramos niños y volvimos de adolescentes. Pero no es de la adolescencia de lo que se trata aquí, sino de la niñez, y en la niñez siempre hay mucha inconsciencia y algo de crueldad. Tanto el niño como el hombre selecciona de la realidad no solo lo que ve, sino lo que oye, y tira la piedra antes de pensarlo dos veces. En realidad es en la infancia cuando se escogen los instrumentos que se emplean en la edad adulta, y yo, en el retrato de mis seres queridos
 
El niño aquel sabía por instinto lo mismo que el hombre este sabe por experiencia: que hay personajes a los que sólo se les devuelve a la vida retratándolos al aguafuerte. Y el aguafuerte hace verdaderos estragos en la leyenda dorada que cada familia tiene de sí misma. A mí —ya digo— ese procedimiento de incisión, esa incisividad ácida me deja en lo hondo un cierto escozor, pues veo en frío que con algún personaje muy próximo a mí se me ha ido la mano, y se me ha ido por limitarme a recoger descripciones y escenas hechas por otras personas que al personaje lo veían con ojos muy distintos de los míos. Hay detalles en los que yo, como niño, nunca me hubiera fijado, pero que al oírselos a otros, me parecieron que tenían gracia y al personaje le conferían la máxima verosimilitud. Decía Camoens que el amor da palos de ciego y esos palos del amor —quien lo probó lo sabe— duelen a veces tanto más al que los da como al que los recibe. Tengo por otra parte visto y comprobado que son muy pocos los lectores que a uno lo entienden al derecho, o a derechas, pero a la vez reconozco que muchas veces la culpa no es de ellos, sino mía.
 
No estoy muy conforme con ese lugar común de que el sentido común es el menos común de todos los sentidos. El menos común de todos los sentidos es el sentido del humor, y es un error creer que a los demás tenga que hacerles gracia lo mismo que nosotros encontramos gracioso.  Antes de meterme a hablar de lo que recuerdo de los demás, he querido decir cuanto recuerdo de mí mismo, y mi relato, tanto en lo que a mí se refiere como en lo que se refiere a los demás, tiene numerosas lagunas. Yo, repito, nunca pretendí escribir un libro de historia, por más que la historia, como fondo dramático, no falte en mi relato, y desde luego la historia de las personas de las que hablo la conocen mejor que yo sus propios familiares. En un momento del libro vengo a decir que mi niñez es el cuento de nunca acabar, “una niñez que no hace más que tirarme de la manga y recordarme cosas que daba por olvidadas”.
 
Hace unos años, en todo caso después de escrito este libro, paraba yo en Ginebra en casa de unos amigos y entre los libros de mi cuarto estaban las Memorias de Elías Canetti. Leí las primeras páginas y no volvería sobre ellas hasta que, camino de Viena, las encontré en un baratillo de Zurich. Mi primer rato libre en Viena lo dediqué al Museo de Pintura, pues quería volver a ver el cuadro de Brueghel que el editor utilizó para la portada de mi libro. Cuenta Canetti que a los diecinueve años vio en Viena los cuadros de Brueghel y que tuvo la impresión, al evocar un incendio junto a su casa y las figuritas de los ladrones que se llevaban lo que podían, de que esos cuadros llevaban quince años esperándolo. Pero hay más, y es que también cuenta que, siendo muy pequeñito, agarró un hacha y salió corriendo detrás de una prima suya gritando en español sefardí: “¡Agora vo matar a Laurica! ¡Agora vo matar a Laurica!" Los gritos de terror de Laurica fueron los mismos de la Lolilla cuando yo la quise matar con un clavo gitano. Sefarad es Sefarad en Zufre y en Rustschuk. Y ha sido Canetti el que me recuerda que yo también tuve un par de rompecabezas geográficos, que eran de mi madre y procedían de la calle Betis, y uno de ellos debía de ser idéntico al de Canetti, porque era el de Europa, una Europa anterior a la primera guerra mundial en la que una de las piezas era el Imperio Austro-Húngaro y Bulgaria se aplastaba entre Rumania y la Turquía europea. Cada país estaba recortado en madera y, de haberme puesto, no sé si también hubiese recompuesto Europa a ciegas. El otro mapa era el de España, Portugal inclusive, y en él faltaba una pieza: las Provincias Vascongadas. Esa mella en mi mapa es uno de los pocos recuerdos tristes que tengo de mi niñez.
 
 
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