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DESDE GEORGETOWN

El maleficio

Durante algunos años, algunos mantuvimos que España era un país normal. Entendíamos por normalidad la capacidad para enfrentarse racionalmente a un problema por parte de los españoles. El postulado requería dos premisas. La primera, raciocinio. La segunda, un consenso mínimo, compartido por una mayoría suficientemente amplia, acerca de las prioridades de la política nacional y el conjunto de valores que las definen.

Durante algunos años, algunos mantuvimos que España era un país normal. Entendíamos por normalidad la capacidad para enfrentarse racionalmente a un problema por parte de los españoles. El postulado requería dos premisas. La primera, raciocinio. La segunda, un consenso mínimo, compartido por una mayoría suficientemente amplia, acerca de las prioridades de la política nacional y el conjunto de valores que las definen.
Afirmar que una mayoría amplia de españoles era capaz de articular posiciones racionales y compartía unos valores mínimos no nos llevaba a pensar que todos los problemas estaban superados. España se enfrentaba a problemas generales, compartidos por muchos otros países, como los derivados del crecimiento excesivo del Estado del bienestar o el intervencionismo de los gobiernos. Y además, como cualquier otro país, tenía que hacer frente a problemas que le son específicos, derivados de su historia y de su identidad.
 
En el caso español, estos problemas eran por lo fundamental dos. El primero, la ofensiva nacionalista en contra de la unidad y la continuidad de la nación española. El segundo, la estructura mental de la izquierda española, que presenta a su vez dos características singulares: una, la falta de respeto hacia la legalidad, considerada un simple instrumento para cambiar la realidad según un objetivo ideológico o político determinado; dos, el desapego profundo por la nación española, que en los casos más extremos –muy numerosos– es antiespañolismo y en los más templados indiferencia ante el hecho nacional.
 
No estoy diciendo que todos los que se identifican con posiciones de izquierda pensaran eso mismo. Al contrario. Quienes sostuvimos que España es un país normal pensábamos justamente que esos dos problemas, no superados y vigentes en la sociedad española, habían encontrado en estos últimos años un freno en una sociedad que se articulaba en torno a valores comunes y capacidad de raciocinio. Como de los nacionalistas no nos hacíamos –yo, por lo menos– ni la menor ilusión, este razonamiento suponía que una parte al menos de los españoles que se sitúan en la izquierda habían superado los antiguos errores y habían alcanzado un cierto grado de madurez mental y emocional. Un solo ejemplo: supusimos que un partido que pacta abiertamente con los terroristas de ETA, como es ERC, estaría desacreditado ante los electores e incapacitado para ejercer tareas de gobierno.
 
¿Nos equivocábamos? Por supuesto que sí. Lo prueba el hecho de que ERC es hoy en día la fuerza determinante en la vida política española. La izquierda, como demostraron las elecciones del 14-M y los sondeos realizados desde entonces, acepta esa realidad sin escándalo ni mayores problemas, como parece aceptar que un plan secesionista respaldado por ETA sea recibido en la Presidencia del Gobierno y en las Cortes, y como sigue aceptando que unos socialistas, del partido gobernante, tengan firmado un pacto con ERC que les impide pactar con el otro partido nacional español, ni siquiera para la defensa de la permanencia de la nación española.
 
Hay un dato, sin embargo, que tal vez puede ayudarnos a no sentirnos completamente desalentados ante la situación. El dato es resultado de un experimento fácil de hacer. Exige, eso sí, una cierta capacidad retórica. Se trata de explicar a un interlocutor de izquierdas la situación en la que se encuentra ahora mismo España en general, sin referencias a partidos políticos ni, por supuesto, a nuestro país. Lo mejor es aplicar el esquema a cualquier otra nación, Francia, Alemania o Estados Unidos. Si se hace con suficiente pericia –de ahí el requerimiento de la retórica– el interlocutor negará cualquier verosimilitud al asunto y acabará diciendo que es el guión de una película delirante. Entonces ha llegado el momento de reintroducir en la conversación la palabra España. Aquí viene lo asombroso. Lo que un momento antes era completamente inverosímil ahora resulta natural. Un amigo norteamericano me ha llegado a decir, como si le hubiera hecho perder el tiempo: “Bueno, ¡ya sabemos cómo es España!”
 
Reconozco que el experimento es más difícil de hacer con españoles, pero –lo he comprobado- se puede llegar a realizar. ¿Qué quiere decir? Primero, que la sola mención de la palabra España borra de la mente de muchas personas cualquier raciocinio, así como los valores mínimos que están en la base de cualquier convivencia en libertad. Es un fenómeno extraordinario. Segundo, que esas mismas personas que se dejan ofuscar por la palabra España no están absolutamente locas ni, a pesar de las apariencias, son unos completos delirantes.
 
De aquí se puede deducir que una organización política capaz de expresar y articular con firmeza una visión sensata de la realidad acabará por recuperar el respaldo mayoritario de la sociedad española. La insistencia en la propuesta de un gran pacto de Estado entre los partidos españoles, la defensa de la unidad nacional y la presentación de un proyecto atractivo -y ahora mismo por debatir otra vez, como se debatió cuando la refundación del PP- son los elementos de esa posición.
 
Bien es verdad que ya no se sabe quién participa más de esta locura que podemos llamar quijotesca por eso del aniversario, si aquellos que se dejan trastornar por la palabra España o quienes seguimos convencidos que los españoles pueden dejar atrás ese maleficio, como lo dejaron atrás, de hecho, en años anteriores.
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